jueves, 31 de enero de 2013

Sobre gustos

No me gusta madrugar, las discotecas, la suciedad en las calles. No me gusta la indiferencia, esperar, perder. No me gusta lo políticamente correcto, los secretos, la falta de humor, la intolerancia. No me gusta que me miren fijamente si no lo sé o no lo entiendo. No me gusta no entender las cosas, no encontrar una salida. No me gusta visitar monumentos sin parar en un bar, hacer turismo sin conocer nada más. No me gustan las valoraciones arbitrarias, los halagos inmerecidos, las críticas injustificadas. No me gusta que me den la razón como a los tontos. No me gusta dejar algo a medias, la violencia, las uñas sin uñas. No me gustan las mentiras, las piadosas sólo a medias, ni evitar la realidad. No me gusta la muerte (me declaro completamente en contra). No me gusta que me dejen una historia a medias o que me den sólo una parte de la información. No me gustan las noches en las que no puedo dormir y mucho menos las distancias que se recorren por necesidad.

Me gustan una sopa caliente en invierno y los relojes, mirar y escuchar la lluvia desde casa, su olor, como el de los libros; y leer mientras llueve, leer en general. Me gustan la literatura y sus recovecos. Me gusta saber aprovechar el día, aprender, enseñar. Me gusta cumplir lo que prometo, transmitir confianza. Me gustan el mar y el cielo, sus nubes. Viajar, ir y volver, siempre a un lugar distinto. Conducir. Me gustan los trenes, las estaciones, las historias de aeropuertos. Me gusta caminar descalzo, la desnudez, la verdad, aunque duela. Me gustan las mujeres de labios rojos, con las uñas de rojo, las que llevan tacones (qué malos son los iconos sexuales, a veces: una femme fatale que no lo sea). Me gustan si no son tontas, si se puede hablar con ellas. Si saben besar, más. Me gustan el chocolate y las sonrisas, algunas en especial, las de quien sonríe, por ejemplo, cuando recibe un bombón. Me gustan los cambios, las sorpresas, improvisar. Me gusta quien se sabe diferente y no se amedranta, quien vive, quien canta sin importar lo demás, quien hace lo que realmente quiere. Me gusta sabernos diferentes y que no parezca imposible.

miércoles, 30 de enero de 2013

No hay nieve en las imágenes

No me gusta practicar la fotografía. Odio tener que sacar las manos al frío invernal alemán para intentar captar una imagen que prefiero mantener de una forma más o menos aproximada, seguramente mejorada, en mi recuerdo. Además, no tengo ojo de fotógrafo, no consigo aguantar el tiempo necesario, calcular la apertura que necesitará el obturador ni la velocidad del disparo. Es un arte maravilloso que no sé si algún día sabré dominar o siquiera me propondré tal cosa.

Y ciertamente puede que sea una pena que no haya hecho fotos bajo el cielo blanco como la nieve, caído casi sobre ésta, que, a su vez, cubría las aceras y los parques, se mecía plácida en las ramas de los árboles desnudos y en las hojas de los que conservan su verde durante todo el año. Quizá los negros tejados desaparecidos y aquéllos que estaban a medio aparecer de nuevo bajo el albor resplandeciente hubieran merecido la foto, y el cielo del atardecer, anaranjado  entre el gris de las nubes que se adentran en la noche, no se habría perdido para siempre en la memoria, que es como decir en el olvido. Quizá, con una sola foto no habrían desaparecido los transeúntes abrigados bajo capas y capas de ropa cálida y lo suficientemente acogedora como para que se hayan atrevido a dejar el calor de la estufa, la comodidad del sillón, para haberse ido ido a pasear sobre una nueve traicionera y bajo otra fresca y volátil. Quizá, con la foto, seguiría habiendo nieve en los cristales y en las esquinas, en los coches;  los lagos seguirían congelados, los niños aún podrían usar sus trineos. Quizás. Pero, bien digo, sólo quizás.

Sea como sea, prefiero que mi memoria me traicione y mis palabras creen, aquí, ahora, siempre que las lea, una nieve nueva, más perfecta, más propia.