domingo, 14 de junio de 2015

Para escribir

Para escribir hay que tener una historia. Eso parece lógico. O, bueno, hay que tener, más bien, algo que contar, aunque no sea una historia en sí, sino más bien una acción, un pensamiento, una imagen, un motivo para un crimen - incluso sin el crimen-. Vaya, que para escribir, hay que tener algo que decir. Eso está claro.

No está tan claro, sin embargo, que para escribir hay que vivir. Hay quien escribe como si viviera en un libro, como si la vida fuera algo que no está ahí afuera, esperándonos, pidiéndonos hacer alguna pequeña locura mensual, semanal o diaria. Como si los finales sólo pudieran ser felices. Y son más comunes los que no, me temo.

Para escribir hay que conocer el amor y los besos, la muerte y el olvido, el desamor y el recuerdo, los viajes y la pérdida. Para escribir hay que aprender que detrás de cada sonrisa hay una historia, que detrás de una mirada hay dolor y hay alegría, hay dificultades que se sobrellevan o que no; que los aviones de ida y vuelta vienen con una historia diferente de la que se fue, que entre el equipaje cambian los libros, cambian los gestos y los interrogantes. Hay quien escribe sin saber que allí al frente, entre Asia y Europa, se ama como no se ama en otros puertos. Hay quien lo intuye, pero que no lo sabe, porque no lo lee en los ojos ni en los nervios. 

Para escribir hay que mirarse al espejo por las mañanas y preguntarse qué historias nos rodean, interrogarse por las cervezas aquí y allí, entre bares y aeropuertos, entre casas y ríos, por aquella cena y aquella cama, aquella dedicatoria en aquel libro, aquella pareja que nunca lo fue y aquella otra que no lo sabes. Para escribir algo hay que sentirlo, hay que sufrirlo. No basta con saberlo. Para escribir hay que revivir, recordar una y mil veces, y ser consciente de que tras las letras lo que se esconde no es sólo una simple historia, sino, más bien, un mosaico de vidas de personas que fuimos nosotros, pero que ya no somos.