lunes, 26 de septiembre de 2016

Hong Kong I: Ciudad vertical.

Introducción

Ya ha pasado un tiempo desde que volví de Hong Kong y es momento de sentarse a escribir. Lo que seguirán serán unas cuantas entradas sobre esta ciudad gracias a las notas que tomé allí, a las fotografías y a los recuerdos. Procuraré seguir un tema principal en cada una de ellas para no divagar demasiado y no hacerlas excesivamente extensas. 


Ciudad vertical

De los imponentes rascacielos de la ciudad no puede decirse, en muchos casos, que sean grandes; son más bien altos. Y la diferencia es notoria. En muchos casos los rascacielos ocupan un diminuto espacio de suelo y se elevan hasta alturas insospechadas, más arriba de lo que muchos pájaros seguramente se atreveran a volar. Revestidos por andamios de bambú, estos edificios se elevan para albergar a millones de habitantes en un territorio bastante pequeño. No es una ciudad apta para quienes tienen miedo a las alturas. 

Desde el tren del aeropuerto se empiezan a distinguir los edificios y ya se diferencian claramente la isla de Hong Kong y Kowloon, que pertenece al continente. Más tarde me enteraría de que la Región Administrativa Especial de Hong Kong está formada en realidad por cuatro zonas: Kowloon, Nuevos Territorios, la isla de Hong Kong y el resto de islas. A medida que uno se acerca al centro ve cómo cambia el paisaje, desde ese tren que lo lleva directamente al centro de una de las ciudades más peculiares del mundo. 

Hong Kong es sus rascacielos y sus cuestas, sus escaleras mecánicas y su metro, sus habitantes alienados en sus teléfonos móviles y con la prisa propia de la vida dedicada al trabajo y sus turistas. Es una ciudad cargada de contrastes, de quienes pueden permitírselo todo y de quienes se pueden permitir algo más que nada. En esos rascacielos, repletos de oficinas y salas de masaje con y sin final feliz, de bares y diminutas casas. Los carteles se visten de neón y son de un tamaño gigantesco a veces: da casi miedo mirarlos de día, tristes y sin color, pero por la noche sorprenden, atraen por sus colores y sus indescifrables mensajes para el ojo del perfecto desconocedor del cantonés. Mientras paseaba esas calles jugaba a imaginar qué había detrás de cada uno de ellos, qué misterios se esconderían detrás de las puertas de esos establecimientos, qué comida sería la que se encontrara detrás de tal o cual carácter.  

Junto a todo esto, el calor y la humedad son aplastantes y provocan en el cuerpo la sensación constante de sudor y suciedad, por lo que todos los edificios están equipados como mejor pueden para paliar esa percepción. Llama la atención la catedral cristiana que se encuentra en Central: En ella, grandes ventiladores cuelgan del techo a media altura, sujetos por largos brazos de metal que se tambalean con el giro y que consiguen disminuir el bochorno sólo si uno se encuentra justo debajo de ellos. La casa que L. me ofrecía para quedarme los diez días que he pasado allí, es decir, su casa, se encuentra en el piso número doce de un edificio de un rosa chicle en Kennedy Town, uno de los barrios de la isla de Hong Kong, y como todos los apartamentos de la ciudad, cuenta con un aire acondicionado que ayuda a sobrevivir de noche y de día, no sólo por ahuyentar el calor, sino también por desbaratar la humedad constante. Según me contó A., el color rosa de muchos edificios tiene que ver con un tipo de pintura para prevenir o minimizar humedades, y debe de ser bastante efectivo, porque dudo que, de lo contrario, pintaran tantos edificios así. 

Los apartamentos de L. y de A. y J. no están mal para una persona o para una pareja, pero no podría imaginarme a una familia viviendo en ninguno de los dos y, sin embargo, parece que es así. Cierto es que ambos apartamentos se encuentran bastante céntricos y que, quizá, las familias con hijos prefieran vivir en lugares algo más apartados, pero los edificios, a pesar de esa altura, no parece que puedan albergar ninguna casa de un tamaño que, para un español, parezca decente. Apartamentos de 50 metros cuadrados quedan descartados en la mayoría de los casos al ver lo que ocupan esos edificios que se elevan como gigantescos tallos de flor. Es necesario contar con ascensores en prácticamente todos los edificios, y en ellos se empieza a ser consciente de la altura cuando se entaponan los oídos por la presión, en ocasiones más de una vez por trayecto mientras se sube y se sigue subiendo a, por ejemplo, la terraza de algún bar pensado para occidentales desde la que se muestran imágenes maravillosas e impresionantes de una ciudad que desde esa posición parece única y que, desde el suelo, lo es. En esa posición privilegiada que ofrece la altura, el mundo es insignificante, sólo importa por unos minutos la belleza de la imagen, de la ciudad, y es ahí donde uno termina de enamorarse de ella, en los segundos que tardan diminutas gotitas de agua en cubrir la botella de cerveza, el vaso de whisky. 

Al volver a bajar, desde la calle, mientras los taxis y los autobuses y tranvías de dos pisos pasan frente a nosotros, desde la insignificancia que presta el suelo, se observan cientos de ventanas en cada uno de estos edificios, no hay apenas un hueco que no sea cristal o aparato de aire acondicionado. Ventanas más viejas que modernas dan luz a cubículos de una vida apretada e íntima, y muestran, a quienes están dentro, una ciudad única y heterogénea, cargada de historias a ras de suelo y a ras de cielo. 

Desde arriba, la belleza, el olvido. Desde abajo, la realidad y la vida.