Leo a la autora polaca Eva Hoffman decir "so it was no the nation I felt exiled form, not Conrad's father's Poland; my homeland was made of something much earlier, more primary than ideology. Landscapes, certainly, and cityscapes, a sense of place" y pienso en todas las infancias de todos los que se van o nos estamos yendo. Pienso en la mía y en la ciudad que la acogió, que ya no existe sino en el pasado. ¿Qué ciudad no desaparece con el tiempo aunque se mantenga otra con el mismo nombre y en el mismo espacio? Intento imaginarme el sentimiento de Hoffman y otros cientos de autores que se convirtieron en migrantes, exiliados o refugiados, muchos de los cuales han tomado la lengua de su madurez para contar sus historias, tal vez porque las lenguas de su infancia no sirven para expresar el dolor y la pérdida, tal vez porque eran demasiado jóvenes entonces para tener la experiencia de las palabras que lo expresaban. Intento imaginármelo y no creo que sea capaz de llegar a mucho. Y me miro en el espejo y siento que, salvando mucho las distancias, mi caso es curiosamente parecido: me giro a la ventana y veo pasar coches de caballo, turistas, taxis... Y, a pesar de la escasa distancia que me separa de esa primera patria, soy un extraño aquí y allí, siento que no me corresponde estar aquí. No soy un exiliado, ni siquiera (ya) un migrante, vivo a 150km de donde nací y me siento más lejano que nunca, más que desde Salamanca, más que desde Alemania, sé que está ahí, que la puedo tocar, que no me huye y, sin embargo, no la siento, no es ya mi ciudad, no es ya el hogar seguro y eterno que habita mi infancia, es sólo un sentimiento personal menos efímero que la realidad en que se supone que existe.
viernes, 17 de noviembre de 2017
viernes, 15 de septiembre de 2017
El pasado y los libros
Cuando vuelvo a casa tengo ciertos remordimientos. Luego, tras un momento de pausa, pienso cuál es la posible razón de que los tenga y tengo remordimientos por tenerlos. Más tarde se me acaban pasando y suelo dejarme llevar por la intuición, por los gustos y las ganas. Al final, como casi siempre que me sucede algo así, acabo cogiendo papel y boli y me pongo a escribir, porque escribir es lo único que calma el pensamiento y la vida, lo ordena todo, le da sentido, aunque no tenga orden, aunque la razón no esté de nuestra parte, pero lo está la intuición.
Digo cuando vuelvo a casa porque es donde tengo amontonados los libros que he comprado y no he leído y, sobre todo, los que me han ido regalando. Imagino que nos pasa a todos, que no hay nadie que no tenga en casa algún libro que nos haya regalado algún amigo que ya no es amigo, algún examor que no es tan ex ni tan amor. En mi caso, incluso, hay libros que compré para regalar y, por cuestiones que no vienen al caso, no llegué nunca a regalar. Libros que leo o que simplemente veo y que sé que están ahí por algún momento especial que no ha de repetirse, con alguien a quien arropé en alguna cama de algún hotel y con quien ya apenas hablo, si es que existe ese apenas. Marcapáginas que conservo con cariño, dedicatorias que parecen no tener sentido y que en su día lo tuvieron y lo significaron todo. Calculo, así a ojo, que, en los estantes de mi habitación, al menos cincuenta libros son regalos y están dedicados o simplemente guardan una íntima relación con algún momento de mi vida pasada que ya no tiene cabida. O sí.
Me canso de escuchar, y tal vez de ahí lleguen los remordimientos, que el pasado pasado está, que hay que mirar hacia el futuro, que no podemos hacer nada para recuperar lo que perdimos y que blablabla. ¿Quién habla de eso? Supongo que, ahora que me dedico a lo que me dedico, que el pasado es mi trabajo, obviar mi propio pasado sería una forma de autoengañarme, supondría un cierto cinismo que repudio. Vive el presente, olvídate del pasado. He ahí la moral actual: que no te importe nada de lo que ya no existe, piensa sólo hacia el futuro. Lo siento. Yo no puedo hacer eso. Y no sólo es que no pueda, es que ni siquiera quiero. Me pasa con estos libros sobre todo, quizá porque estén a la vista, porque no hace falta ni siquiera abrirlos para saber lo que significan y lo que significaron. Me pasa que los miro y sé por qué tengo en la estantería a Belén Gopegui o La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke, o un volumen de cuentos que aparecieron en una radio provincial en una provincia que ni siquiera he pisado y que, supongo, no he pisado por lo que, sin haber llegado a ser, supuso y, tal vez, supone para lo que he sido y soy. Sé por qué tengo los Cuentos de la Alhambra, o por qué La historia interminable. Incluso hay libros de fotografías de ciudades en las que nunca he vivido, ediciones de El Principito en idiomas de países en los que nunca he estado porque alguien las ha buscado por mí, para mí. Sé con quién estaba en el momento exacto en el que compré e en aquella librería de viejo aquel libro de Zweig o cuando encontré por la calle una edición de la Ilíada en griego.
Sé, y me gusta saberlo, que esa vida ya no es la tengo, que quien me regaló Como agua para chocolate o alguno de los marcapáginas que utilizo ahora mismo no tiene casi nada que ver con mi vida actual. Y hay gente a la que añoro, por supuesto, y momentos que desearía repetir, claro. Y a veces incluso volver a ciertas ciudades crea una sensación de abandono, de pérdida. Y no puedo evitarlo. Piensa hacia el futuro, se oye a todas horas en todas partes. Y yo pienso, ¿y quién soy en el futuro? ¿y por qué soy ése en el futuro? Prefiero pensar en el ahora y en el pasado, en lo que soy, por lo que he sido, en que cada uno de esos libros, de esas dedicatorias de esas ciudades son conmigo lo que soy, que quien estuvo ahí para meter en el sobre el libro que me acabaría mandando es parte de mí. Y eso no se olvida.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Esta ciudad y los perros
La ciudad no es apta para el verano. Tal vez lo sea para el invierno, pero tampoco lo tengo claro. Los coches han desaparecido, las calles se han llenado de la ausencia que dejan las sombras de las telas que cuelgan entre las fachadas para proporcionar algo de frescor a un ambiente imposible. Los árboles (¿qué árboles?) no quitan el suficiente sol. Qué oscuros los días, escuchaba antes. Qué calor, qué agobio, escucho ahora. Cuánto más prefería la oscuridad y el viento, la lluvia y las nubes, que la desolación del ruido vacío de este verano, de estas casas cerradas, de los aparatos de aire acondicionado, de los coches, las ambulancias y los gritos, no dejan de existir, pero no se los ve, están, lo sé, porque se escuchan, porque se hacen notar, pero sales a la calle y no se dejan ver, se ocultan.
Desde donde escribo se escuchan los televisores de los vecinos y, cada poco rato, los ladridos de un perro, incansable en su lucha contra el silencio, contra la contrariedad que parece reinar en esta ciudad cuando nada suena. Odio a ese maldito perro. Tiene una cadencia en sus ladridos: guau, guau, guau, ..., ..., ..., guau, guau, guau, ..., ..., ..., como si quisiera cerciorarse de que el silencio sigue ahí, que no se ha ido, y, cuando lo hace, vuelve a la carga.
Desde donde escribo se escuchan los televisores de los vecinos y, cada poco rato, los ladridos de un perro, incansable en su lucha contra el silencio, contra la contrariedad que parece reinar en esta ciudad cuando nada suena. Odio a ese maldito perro. Tiene una cadencia en sus ladridos: guau, guau, guau, ..., ..., ..., guau, guau, guau, ..., ..., ..., como si quisiera cerciorarse de que el silencio sigue ahí, que no se ha ido, y, cuando lo hace, vuelve a la carga.
Cuánto echo de menos el silencio.
Me dicen que no es tan grande, que se hace pequeña cuando la conoces. Yo sigo sin creérmelo. En algún momento será pequeña y no me habré dado cuenta, pero, hasta entonces, es una ciudad caótica y grande. Caótica porque sí, porque no hay silencio y las cosas funcionan como y cuando quieren, porque no es tan fácil llegar de un sitio a otro, porque cae la noche y se apagan la vidas, pero no los ladridos ni las voces; grande precisamente por ese caos, porque (me) parece apacible sólo a la caída de la noche. Cuánta gente me ha hablado de sus virtudes, con cuántas alabanzas ajenas sobre ella me he presentado aquí: esperando descubrirlas. Habrá a quien le guste, claro, que hay gente pa'tó.
Lo diré de nuevo: espero encontrar la apacibilidad, sí, pero cuánto echo de menos el silencio. El silencio y el norte.
Lo diré de nuevo: espero encontrar la apacibilidad, sí, pero cuánto echo de menos el silencio. El silencio y el norte.
lunes, 6 de marzo de 2017
Cada mañana
Cada mañana, cuando me levanto, lo primero que hago es ir a la cocina y calentar el agua para preparar té, día tras día, aún con las legañas en los ojos y el sueño dormido aún en las pestañas. Con el sonido del borboteo en la cocina, abro el grifo del lavabo y me lavo la cara detenidamente, la seco con suavidad, borrando los últimos recuerdos de la noche, olvidando, mañana tras mañana, que no pretendo olvidarlos, tal vez para escribirlos, tal vez para comentarle a quien apareciera en ellos que lo he visto mientras dormía y hemos hablado del tiempo o de la vida.
Después vuelvo a la cocina para terminar de ver el agua hervir. Escojo el té que me parezca en ese preciso momento y echo las hojas en el filtro, colocado ya en la tetera (dos cucharadas), y vierto despacio el agua sobre ellas. Me gusta dejarlo tres minutos.
Una vez pasado el tiempo estipulado por mí mismo, saco el filtro y dejo caer el té en la taza, sin prisa, viendo cómo el humo sale de ella y se eleva hasta desaparecer. En la tetera aún hay líquido suficiente como para repetir la acción un par de veces más, pero ya no será lo mismo. Con esta primera taza de té me siento en el sofá, soplo el humo, paso la mano por encima y dejo que se me caliente un poco, que se humedezca, y la cierro sobre ella misma, cuatro dedos sobre la palma, como para limpiarme ese sudor que no me pertenece.
Por fin doy el primer sorbo, comprobando la temperatura, y, cuando ya se deja beber, agarro la taza con una mano y la apoyo en la otra, me reclino sobre el respaldo y pienso, trago a trago, que otra vez es el silencio compañía, que otra vez es el espacio enteramente mío y que otra vez tú estás allí y no conmigo.
jueves, 23 de febrero de 2017
Fortuitamente Sevilla
Hay quien cree en dios, en alguno de los posibles, y eso le hace pensar que está aquí por algún motivo, que lo han creado de ésta o aquélla manera. Imagino que quien crea así piensa también que existe algún propósito, que las cosas pasan por algo, que si está aquí o allí es porque algo ha hecho que esté aquí o allí. No sé, imagino que es así. También es posible que me equivoque. Pero la gente que cree en dios les pide intercesión, les pide piedad o fuerza, no sé, que les mande algo positivo, imagino, que acabe con su sufrimiento.
Yo, por mi parte, creo en las casualidades. Es decir, no creo que tengan que ocurrir, sino que, simplemente, ocurren, y son ellas las que nos van delimitando la vida, si justamente hubiera llegado tres minutos antes a tal o cual sitio es muy probable que ahora mismo no estuviera aquí. Es cierto que las casualidades las provocamos nosotros en muchas ocasiones, pero no siempre. Sea como sea, las provoquemos o no, no somos más que un puñado de casualidades, de momentos que nos definieron y que ahora nos componen.
Si no fuera por ese puñado de casualidades, estoy seguro de que no me habría mudado hace un par de días aquí. Hay gente que se siente atraída por Sevilla, pero tampoco es mi caso. La gente dice que esta ciudad tiene un color especial y, sí, puede ser cierto, pero, si yo hubiera tenido que elegir entre Sevilla y otra ciudad cualquiera, muy probablemente habría escogido la otra. No sé por qué, simplemente no pienso en ella como la ciudad ideal que sí he pensado del resto de lugares en los que he vivido. He llegado aquí con la ilusión de un nuevo comienzo, pero sin la ilusión del espacio que lo alberga. Una casualidad que llevó a otra y que llevó a otra y que acabó trayéndome aquí, Sospecho que la ciudad no es lo suficientemente exótica o lejana para que me atraiga, y, sin embargo, ahora mismo le estoy muy agradecido. Al menos de momento.
Supongo que las casualidades también pueden hacer que me enamore de Sevilla, o que me acabe atrayendo sin más, o que la indiferencia termine en odio, o nada de lo anterior. Nunca se sabe. No he llegado aquí resignado, pero sí pienso en los momentos fortuitos que me han traído aquí. Cuento, al menos, diez de esos momentos en mi vida que han terminado provocando que la Macarena sea ahora mi barrio. Diez, que no son pocas.
Estamos hechos de casualidades, de decisiones fortuitas que no sabemos cómo de pertinentes resultarán al final, pero que acabarán por definir lo que somos y seremos. No hay segundas oportunidades, no hay qué-habría-pasado-si, no hay hubiera-sido-mejor-que. Eso no puede saberse, no hay manera de comparar, sólo de saber que, si no fuera por las casualidades, no sonaría Coltrane en mi ordenador en esta casa de este barrio de Sevilla.
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