Zagreb se
descubre ahora como una ciudad soleada. El invierno ha sido bastante suave,
dicen sus habitantes. Sólo ha nevado un par de veces y no ha durado demasiado
el manto blanco; apenas ha dado tiempo a que se ennegreciera con el paso de las
ruedas y los humos y las tristezas propias del invierno. Mis últimos días aquí
los estoy pasando en los parques, sentado en alguno de los miles de bancos que
existen en estas calles y que hasta ahora me habían pasado desapercibidos. Es
curiosa la perspectiva que da la luz del sol de las calles: hacen del espacio
otro distinto, aunque el lugar sea el mismo. Nos relacionamos con las avenidas
de otro modo, pasamos más tiempo donde antes apenas parábamos.
No volvía al
Maksimir desde octubre, ni siquiera había pisado el Jarun, desconocía plazas
amplias y soleadas que se abren bajo la luz del día como extensos campos en
mitad del asfalto… No imaginaba la ciudad en primavera y tengo la sensación de
que la echaré de menos por abandonarla antes de tiempo. Las cafeterías volverán
a abrir con la llegada de marzo y yo ya no estaré para ver las mesas de nuevo
llenas, para observar cómo vuelven a llenarse las calles con el ajetreo propio
de esta capital que se gusta a sí misma por Ilica y la Plaza del Ban Josip
Jelacić, o en los alrededores del teatro, o con los
patinadores alrededor del lago artificial creado en las inmediaciones del Sava.
Aún no me he ido y ya quisiera volver a ver las verdes orillas del río que
llega hasta Belgrado para unirse al Danubio. Parece tranquilo, pero sus aguas
corren veloces en dirección al este, como han corrido estos meses para mí. Sin
pausa y como si no fluyeran, he pasado días enteros sin abandonar la habitación
que me ha acogido: fuera el frío era intenso y desapacible la vida; dentro no
había demasiado, pero la seguridad de estar en terreno conocido. Tal vez a
veces también es necesario aventurarse al frío ingrato de las calles y la vida.
La memoria y lo que somos también se nutren de esos días de invierno tristes y
amargos. Son buen sustento para aprovechar luego este sol que aún no quema y que
calienta más por dentro que por fuera.
A partir de marzo
los cafés dejarán de ser sólo viajeros, las terrazas de los bares en la calle,
en los parques, en las plazas, volverán a sonar vivas. Y yo ya no estaré para
verlo. Era el riesgo que corría cuando vine, pero no deja de ser amarga la
coincidencia: yo me voy y la vida vuelve. Tal vez debería quedarme, tal vez
debería ahorrarme la vuelta y mantenerme en esta ciudad que aún está por descubrir
y que se muestra repleta de zagrebíes que florecen por todas las esquinas, que
hacen difícil encontrar un banco al sol en el que descansar o trabajar o leer o
ver pasar el tiempo. La ciudad empieza a revivir tras una eterna hibernación
que este año ha sido especialmente larga, como un letargo del que no se sabes
si se terminará de salir en algún momento. La prudencia de los últimos meses ha
arrasado con los mercadillos navideños en una ciudad que se gusta de ser
preciosa en Navidad.
Pero ¿qué hacer? Nada,
la vida casi siempre es también azar: se elige una fecha, un destino, una
palabra y realmente no se sabe qué consecuencias tendrá eso, ni qué beneficios
ni qué opciones traerá. Se tiran los dados y sale un número, con eso hay que
actuar. Tenemos la sensación de control con cada paso, pero no siempre es real,
y lo hemos vivido con esta pandemia. Podemos elegir, pero no podemos determinar.
Yo he elegido pasar esta semana entre parques, al sol, a la sombra, viendo cómo
decenas de personas pasaban frente a mí, muchas de ellas acompañadas de sus perros,
felices animales, dueños del terreno verde, del césped, de los charcos. No son
pocos los perros que he visto adentrarse en el agua a darse un chapuzón,
esconder todo su cuerpo y dejar solo sus cabezas en la superficie, y luego
salir poco a poco por el límite entre el agua y la tierra, por esa zona fangosa
en la que no parecen tener inconveniente en adentrarse; y salen como si
crecieran de debajo de la tierra, como si nacieran de la frontera líquida. Una
vez fuera, se sacuden el pelo y se lanzan a la carrera tras sus dueños, que los
llaman insistentemente y con un resultado siempre tardío.
La ciudad
despierta y aumentan las ganas de evitar las despedidas, de no tener que dar un
último paseo, de no tener que decir adiós a las calles por las que he
pasado y apenas he visto a la luz del día, o de los bares de los que tomé nota
para visitar y en los que nunca me he sentado, de los restaurantes que
seleccioné para ir probando en las noches de los fines de semana y que nunca
llegué a pisar. Llegué casi en octubre y de ese mismo mes ya tuve que pasar
diez días de cuarentena, y antes de que terminara noviembre el gobierno decidió
cerrar bares y restaurantes. Las tiendas han seguido abiertas, pero ¿qué compra
alguien que lleva todo en la maleta, que se pelea con la báscula para arañarle unas
pocas décimas al peso del equipaje?
Esa sensación también es desagradable, la de llevar la
vida dentro de dos maletas, una de hasta 23 kilos, otra de hasta 12. Ahí van
todo lo que he tenido y usado en los últimos cinco meses de mi vida. Más cosas,
de hecho, porque ahí van también libros nuevos, algún que otro recuerdo,
licores previstos para alguna celebración… En Zagreb se quedarán algunas
prendas de ropa medio rotas o rotas por completo, una manta roja que me
acompañaba desde mi año en Bonn, que llevaba conmigo unos ocho años. El
problema cuando se está siempre de casa en casa, con las maletas llenas, es que
hay que elegir bien el equipaje, y a veces es necesario dejar algo atrás. No se
puede cargar con todo y lo único que no sacrifico son los libros, lo demás
puede sustituirse siempre. Entre los libros que vienen conmigo, uno que compré
para leer un poco sobre la tradición literaria en Bosnia, que ha llegado hasta
nuestros días por la necesidad de mantener las historias populares de las
culturas que no eran dominantes, de las culturas que estaban excluidas de los
textos escritos. Se titula Historia de las literaturas yugoslavas desde
los orígenes hasta la actualidad, está escrita en alemán a mediados de los
años 60. Lo adquirí un soleado día de noviembre en una librería de viejo del
centro de Zagreb, junto al mercado de Dolac, en una calle empinada y que da
muestras de ser uno de los lugares más vivos con el buen tiempo. Qué relativa
es la actualidad, me digo cuando lo veo, y qué distinta, como la vida sobre
estos adoquines y estos parques hace dos meses –o hace dos semanas– y ahora.
Al final, lo único que hacemos es hacernos a lo que nos
vamos encontrando, a los números que aparecen en los dados, y hay que ser
fuerte y capaz para adaptarse y tomar decisiones, como los pueblos balcánicos que
se dedicaron a transmitirse sus historias a lo largo de los siglos únicamente a
través de la palabra, de lo puramente oral. O como quienes tienen que abandonar
pertenencias para poder volar, como quienes tienen que dejar atrás partes sí
mismos para seguir adelante, para poder llegar adonde sea que el azar vuelva a
indicar. O como Zagreb, soleada y alegre de nuevo tras un año marcado por los
terremotos y la pandemia, y por un invierno de absoluto silencio en unas calles
normalmente bulliciosas. El sol, la lluvia, el equipaje y el azar, al final,
están íntimamente relacionados.