domingo, 28 de febrero de 2021

Croacia XXIII: Los días soleados y el equipaje

Zagreb se descubre ahora como una ciudad soleada. El invierno ha sido bastante suave, dicen sus habitantes. Sólo ha nevado un par de veces y no ha durado demasiado el manto blanco; apenas ha dado tiempo a que se ennegreciera con el paso de las ruedas y los humos y las tristezas propias del invierno. Mis últimos días aquí los estoy pasando en los parques, sentado en alguno de los miles de bancos que existen en estas calles y que hasta ahora me habían pasado desapercibidos. Es curiosa la perspectiva que da la luz del sol de las calles: hacen del espacio otro distinto, aunque el lugar sea el mismo. Nos relacionamos con las avenidas de otro modo, pasamos más tiempo donde antes apenas parábamos.

No volvía al Maksimir desde octubre, ni siquiera había pisado el Jarun, desconocía plazas amplias y soleadas que se abren bajo la luz del día como extensos campos en mitad del asfalto… No imaginaba la ciudad en primavera y tengo la sensación de que la echaré de menos por abandonarla antes de tiempo. Las cafeterías volverán a abrir con la llegada de marzo y yo ya no estaré para ver las mesas de nuevo llenas, para observar cómo vuelven a llenarse las calles con el ajetreo propio de esta capital que se gusta a sí misma por Ilica y la Plaza del Ban Josip Jelacić, o en los alrededores del teatro, o con los patinadores alrededor del lago artificial creado en las inmediaciones del Sava. Aún no me he ido y ya quisiera volver a ver las verdes orillas del río que llega hasta Belgrado para unirse al Danubio. Parece tranquilo, pero sus aguas corren veloces en dirección al este, como han corrido estos meses para mí. Sin pausa y como si no fluyeran, he pasado días enteros sin abandonar la habitación que me ha acogido: fuera el frío era intenso y desapacible la vida; dentro no había demasiado, pero la seguridad de estar en terreno conocido. Tal vez a veces también es necesario aventurarse al frío ingrato de las calles y la vida. La memoria y lo que somos también se nutren de esos días de invierno tristes y amargos. Son buen sustento para aprovechar luego este sol que aún no quema y que calienta más por dentro que por fuera.  

A partir de marzo los cafés dejarán de ser sólo viajeros, las terrazas de los bares en la calle, en los parques, en las plazas, volverán a sonar vivas. Y yo ya no estaré para verlo. Era el riesgo que corría cuando vine, pero no deja de ser amarga la coincidencia: yo me voy y la vida vuelve. Tal vez debería quedarme, tal vez debería ahorrarme la vuelta y mantenerme en esta ciudad que aún está por descubrir y que se muestra repleta de zagrebíes que florecen por todas las esquinas, que hacen difícil encontrar un banco al sol en el que descansar o trabajar o leer o ver pasar el tiempo. La ciudad empieza a revivir tras una eterna hibernación que este año ha sido especialmente larga, como un letargo del que no se sabes si se terminará de salir en algún momento. La prudencia de los últimos meses ha arrasado con los mercadillos navideños en una ciudad que se gusta de ser preciosa en Navidad.

Pero ¿qué hacer? Nada, la vida casi siempre es también azar: se elige una fecha, un destino, una palabra y realmente no se sabe qué consecuencias tendrá eso, ni qué beneficios ni qué opciones traerá. Se tiran los dados y sale un número, con eso hay que actuar. Tenemos la sensación de control con cada paso, pero no siempre es real, y lo hemos vivido con esta pandemia. Podemos elegir, pero no podemos determinar. Yo he elegido pasar esta semana entre parques, al sol, a la sombra, viendo cómo decenas de personas pasaban frente a mí, muchas de ellas acompañadas de sus perros, felices animales, dueños del terreno verde, del césped, de los charcos. No son pocos los perros que he visto adentrarse en el agua a darse un chapuzón, esconder todo su cuerpo y dejar solo sus cabezas en la superficie, y luego salir poco a poco por el límite entre el agua y la tierra, por esa zona fangosa en la que no parecen tener inconveniente en adentrarse; y salen como si crecieran de debajo de la tierra, como si nacieran de la frontera líquida. Una vez fuera, se sacuden el pelo y se lanzan a la carrera tras sus dueños, que los llaman insistentemente y con un resultado siempre tardío.

La ciudad despierta y aumentan las ganas de evitar las despedidas, de no tener que dar un último paseo, de no tener que decir adiós a las calles por las que he pasado y apenas he visto a la luz del día, o de los bares de los que tomé nota para visitar y en los que nunca me he sentado, de los restaurantes que seleccioné para ir probando en las noches de los fines de semana y que nunca llegué a pisar. Llegué casi en octubre y de ese mismo mes ya tuve que pasar diez días de cuarentena, y antes de que terminara noviembre el gobierno decidió cerrar bares y restaurantes. Las tiendas han seguido abiertas, pero ¿qué compra alguien que lleva todo en la maleta, que se pelea con la báscula para arañarle unas pocas décimas al peso del equipaje?

Esa sensación también es desagradable, la de llevar la vida dentro de dos maletas, una de hasta 23 kilos, otra de hasta 12. Ahí van todo lo que he tenido y usado en los últimos cinco meses de mi vida. Más cosas, de hecho, porque ahí van también libros nuevos, algún que otro recuerdo, licores previstos para alguna celebración… En Zagreb se quedarán algunas prendas de ropa medio rotas o rotas por completo, una manta roja que me acompañaba desde mi año en Bonn, que llevaba conmigo unos ocho años. El problema cuando se está siempre de casa en casa, con las maletas llenas, es que hay que elegir bien el equipaje, y a veces es necesario dejar algo atrás. No se puede cargar con todo y lo único que no sacrifico son los libros, lo demás puede sustituirse siempre. Entre los libros que vienen conmigo, uno que compré para leer un poco sobre la tradición literaria en Bosnia, que ha llegado hasta nuestros días por la necesidad de mantener las historias populares de las culturas que no eran dominantes, de las culturas que estaban excluidas de los textos escritos. Se titula Historia de las literaturas yugoslavas desde los orígenes hasta la actualidad, está escrita en alemán a mediados de los años 60. Lo adquirí un soleado día de noviembre en una librería de viejo del centro de Zagreb, junto al mercado de Dolac, en una calle empinada y que da muestras de ser uno de los lugares más vivos con el buen tiempo. Qué relativa es la actualidad, me digo cuando lo veo, y qué distinta, como la vida sobre estos adoquines y estos parques hace dos meses –o hace dos semanas– y ahora.

Al final, lo único que hacemos es hacernos a lo que nos vamos encontrando, a los números que aparecen en los dados, y hay que ser fuerte y capaz para adaptarse y tomar decisiones, como los pueblos balcánicos que se dedicaron a transmitirse sus historias a lo largo de los siglos únicamente a través de la palabra, de lo puramente oral. O como quienes tienen que abandonar pertenencias para poder volar, como quienes tienen que dejar atrás partes sí mismos para seguir adelante, para poder llegar adonde sea que el azar vuelva a indicar. O como Zagreb, soleada y alegre de nuevo tras un año marcado por los terremotos y la pandemia, y por un invierno de absoluto silencio en unas calles normalmente bulliciosas. El sol, la lluvia, el equipaje y el azar, al final, están íntimamente relacionados.

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