sábado, 31 de octubre de 2020

Croacia V: Pula y los tiempos

Pula es agradable, como dice Jagoda Marinić, en Istria el tiempo pasa más despacio, con su ritmo natural y su temperamento en el que nada hay que tomárselo demasiado en serio, porque todo es un juego de disfraces un teatro frente al mar, como si contantemente se representara Esperando a Godot. Incluso en la capital es así.

Ayer, al pagar la entrada del anfiteatro, me devolvieron un billete de diez kunas. Mi sorpresa fue máxima, se me debió de notar incluso con la mascarilla puesta. Hasta entonces no había sido consciente de que en el reverso de esos billetes aparecía el Anfiteatro de Pula, así que ver la imagen en el billete fue casi como ver un billete de monopoly. Al principio, creo, se me pasó por la cabeza la absurda idea de que me estaban dando un billete falso, luego pensé que era la entrada, pero no, era el cambio. La entrada no era más que un ticket cutre, de esos que pierden la tinta con el paso de los días. En fin. La ilusión, ya digo, fue ver la imagen del lugar en el que estaba, impresa en el billete.

Por lo demás, la ciudad es agradable, pero se nota que ha pasado la temporada fuerte, muchos de los comercios están cerrados, no sé si por estar de vacaciones o si han echado el cierre permanente tras un verano marcado por el covid. Los escaparates están tapados, en muchos casos, con papeles marrones, que esconden las vergüenzas de locales desnudos y destartalados, con las mesas apelotonadas y las sillas de cualquier manera. Eso, al menos, es lo que se intuye entre los resquicios que dejan los papeles no siempre perfectamente superpuestos.

Después de comer en un pub cerca del puerto, me propuse trabajar un rato ahí mismo hasta que fuera a hacerse de noche y acercarme a la playa a ver la puesta de sol, pero calculé mal el tiempo, así que, cuando quise llegar a la playa ya apenas quedaba un poco de luz. Desconocer las ciudades tiene esas consecuencias, pero bueno, ya que no podía hacer nada contra ello, con la aceptación intrínseca de la hora que era y de la luz que ya se había perdido casi por completo, me paré delante de la iglesia de Nuestra Señora del Mar, es decir, abandoné el camino principal y fui a lo que, en cualquier otra iglesia, sería la parte trasera, de espaldas al mundo. En este caso, la edificación mira al mar, como, supongo, corresponde a las iglesias que tienen esa advocación. Delante de la iglesia, una placita a la que se accede por unas escaleras que, se ve, se han descuidado mucho con el paso del tiempo, tanto que el acceso parece casi imposible. Me pareció una forma bastante clara de explicar cómo es la situación del mundo con el mar. Durante bastante tiempo, imagino, la ciudad se dedicaba al mar como parte de su supervivencia, de su vida más real. Pula llegó a albergar el cuartel general de la armada austriaca en época del imperio, pero, con el tiempo, a pesar del innegable valor acuático de la ciudad, la sensación que da es que cada vez se fija más en el turismo que llega desde tierra. El mar, a fin de cuentas, parece siempre más incierto. Algo más adelante, el Cementerio Memorial de la Marina de Guerra, sin luces, con la cancela echada y un candado cerrando una cadena que, me atrevería a decir, lleva varios años sin abrirse. La marina de guerra y la marina en general parecen haber perdido protagonismo en esta ciudad.

De vuelta de la playa, paré a cenar en un restaurante de nombre italiano, como tantas cosas en esta ciudad, en esta región. El camarero, al final de la cena, me preguntó por mi estancia en Pula y entablamos algo de conversación. Él, de Belgrado, llevaba 10 años en Pula, casado con una croata, me dijo que la situación en los Balcanes no era buena, pero que, después de lo que han vivido en la zona en los últimos treinta años, todo les parece normal, que su filosofía de vida es así, no tomarse las cosas como la mayor desgracia, porque siempre hay algo peor. Puro ritmo istriano. Con todo recogido, yo ya levantado y con el abrigo puesto, me trajo biska, imagino que algún tipo de variante del rakia, una especie de orujo, en este caso con miel, especialmente típico en Istria, parece ser. Con esto, me dijo, ni coronavirus ni nada, esto lo cura todo. Así que me volví a la mesa, me quité el abrigo y me tomé el licor tranquilamente antes de irme del restaurante croata con nombre italiano en el que sólo quedábamos el serbio y yo.

viernes, 30 de octubre de 2020

Croacia IV: Pula, ciudad romana

Al llegar a Pula la ciudad no parece demasiado especial, pero en cuanto la ruta se encamina hacia el centro, el anfitetatro se alza majestuoso y la percepción de la ciudad varía. Es la capital de la región de Istria y no esconde su pasado romano ni su influencia italiana actual. En la fachada del ayuntamiento, de hecho, ondea la bandera de Italia, imagino que por la importante población italiana que habita en la ciudad. Incluso los nombres de las calles y la mayoría de los carteles que anuncian algún organismo estatal o regional se encuentran tanto en croata como en italiano. Las pizzerías abundan y, de alguna manera, para quienes no conocemos la península Itálica, esta ciudad nos hace pensar en la Toscana, con algunas de esas casas de colores o de piedra, con contraventanas de madera…

Desde dentro del anfiteatro no puedo dejar de pensar en Mérida, también capital, con una población más o menos similar y un pasado romano del que ambas ciudades se sienten orgullosas. Aquí, sin embargo, el teatro romano – malo rimsko kazalište – no es sólo bastante más pequeño, sino que, además, la construcción está prácticamente a ras de suelo, queda bastante poco y regular: basura y cristales entre el graderío y, tras la escena, coches que han encontrado un buen aparcamiento con algún milenio de historia.

Es cierto que, desde un punto de vista turístico, el anfiteatro casi que se vale por sí mismo: 400.000 visitantes al año y el sexto anfiteatro romano más grande del mundo. Construido entre el 69 y el 79 de la era actual, podía albergar unos 20.000 espectadores. No deja de parecerme sorprendente que 20.000 personas se juntaran para ver a otras matarse entre ellas. Una tradición que duró siglos y que terminó prohibiendo el emperador Honorio a principio del siglo V. Se le echarían encima por ir contra la tradición, imagino. Antirromano, le dirían. En la actualidad, el Anfiteatro de Pula acoge, actividades culturales como Pula Film Festival.

Trato de imaginármelo lleno, con el ruido de los gritos, los abucheos, las lanzas, las espadas y los escudos y parece imposible que este lugar, tan tranquilo ahora mismo, estuviera destinado al espectáculo de la violencia. Ahora sólo se escuchan algunos coches – no demasiados – y gaviotas sobrevolando estas frías piedras. Me pregunto, también, cuándo volverá a haber tanta gente aquí reunida para cualquier acto. Lo que cambian las cosas.

lunes, 19 de octubre de 2020

Croacia III: estampa de un primer paseo

Sólo un día he recorrido las calles de Zagreb como me gusta hacerlo en las ciudades en las que termino viviendo: sin rumbo fijo, sin prisa, sin tiempo límite. Antes del virus, cuando llegaba a cualquier ciudad, paseaba hasta aburrirme y me sentaba en una cafetería, tomaba notas o trabajaba un poco. Luego continuaba hasta que llegara la hora de comer y me sentaba en el primer sitio que me apeteciera para volver poco después a emprender la ruta entre calles y edificios desconocidos, completando un nuevo imaginario de calles, casas, señales…  

Llevo, sin embargo, algo más de una semana encerrado en casa, en cuarentena preventiva – retroactiva y responsable – por contacto directo con diagnosticados de covid. Ya falta menos para salir a la calle, pero aún no es el momento. Sin síntomas ni prueba, la soledad de la habitación se hace, a veces, un poco desesperante. Pero se sobrevive, ya sabemos. Yo lo estoy haciendo a base de tés e infusiones: té de hierbas y mate, manzanilla, hierbas de la montaña, hierbas del mediterráneo, cúrcuma y jengibre… Ciertamente ha empezado el otoño en casa.  

Antes de este encierro pude recorrer un día las calles de Gornji Grad, la Ciudad Alta de Zagreb. Originalmente, la ciudad de Zagreb se creó entre dos colinas, al este, la iglesia de Kaptol, al oeste, la fortaleza de Gradec. Dos poderes enfrentados durante siglos por el pago de tributos y el control de las tierras. La historia de siempre, vaya. Parece ser, sin embargo, que hasta el siglo XVI la rivalidad no perdió fuelle, y es entonces cuando la ciudad tomó el nombre de Zagreb. A día de hoy la ciudad se ha extendido y ha ocupado la llanura que se encuentra al norte del río Sava y ha terminado por cruzarlo. Esa llanura septentrional es lo que se conoce como Donji Grad o Ciudad Baja.

Si contamos que Kaptol y Gradec, ambas, formen parte de la Gornji Grad – originalmente sólo se conocía, parece ser, como Gornji Grad a la fortaleza – , sólo hay que subir unos metros desde la plaza del ban Josip Belacić para adentrarnos en los territorios genuinos de la ciudad, que tiene su origen a finales del siglo IX. Al noreste de la plaza del ban se levanta la catedral en mitad de una plaza amplia y limpia. La Iglesia, parece decirnos la edificación, es majestuosidad, calma y respeto. No hay demasiadas grandilocuencias a simple vista en la catedral, que aparenta ser más modesta de lo que realmente es. Tal vez los distintos asaltos – mongoles en 1242 – y terremotos – importante fue el de 1880, que supuso su reconstrucción en estilo neoclásico – que ha sufrido desde su construcción en 1094, la hayan hecho una catedral más sobria, o tal vez sólo sea que, a ojos de un español, las catedrales del mundo son mucho menos soberbias.

Pero al noroeste de la plaza del ban Josip Jelacić, las calles empedradas recuerdan a una ciudad medieval, de casas bajas y ventanas de madera. La sensación es que, de repente, uno abandona cualquier espacio bullicioso de una capital europea para adentrarse en un cuento europeo del siglo XVI. Poco a poco las calles suben y suben, hasta llegar a la verdadera ciudad alta. Uno no tiene muy claro cómo se ha encaramado todo eso ahí arriba. Para acceder a ella, imagino, se pueden recorrer calles y calles en zigzag, subiendo y subiendo. Yo terminé accediendo por una escalera empinadísima y terminé dando con la Kamenita Vrata, la Puerta de Piedra. Es la única puerta de entrada que sobrevive de las cuatro que había originalmente, en el siglo XIII. En la primera mitad del siglo XVIII un incendio arrasó con todas las construcciones de madera pero, entre las cenizas, apareció la imagen de una virgen con un niño en brazos. En recuerdo del desastre, bajo la bóveda de la Kamenita Vrata, se construyó una especie de capilla con la imagen, bastante venerada por los croatas y, en especial, por los agramitas.

Una vez completado el acceso a la fortaleza, se sigue subiendo un poco hasta alcanzar la plaza de San Marcos. La sensación que yo tuve es de sobrecogimiento. La plaza es, seguramente, la imagen más conocida de Zagreb y, sin embargo, el silencio era absoluto, no había prácticamente nadie en la plaza. En el centro, la conocidísima iglesia de San Marcos - Crkva sv. Marka –, con su tejado esmaltado, decorado con los escudos del antiguo Reino de Croacia – Croacia, Dalmacia y Eslavonia – y Zagreb – un castillo, en este caso, sobre fondo rojo y no azul, no tengo ni idea de por qué –. Alrededor de la iglesia, en el lado oriental de la plaza, el Hrvatski sabor, es decir, el Parlamento Croata, y justo enfrente, el Banski dvor, actual sede del Gobierno de esta república de poco más de cuatro millones de habitantes. El silencio, como digo, lo dominaba todo, sólo el sonido de los pasos sobre el empedrado de una mujer con bolsas lo rompió por un breve espacio de tiempo. No había más. Abajo, el bullicio, las tiendas, los tranvías, arriba, el silencio, la administración, el gobierno. No sé si es casualidad, causalidad o, simplemente, algún tipo de metáfora.

martes, 13 de octubre de 2020

Croacia II: una mesa

Nunca me ha gustado comer y trabajar en el mismo sitio, ni dormir y trabajar en el mismo sitio. Cuando vivía en Bremen, el escritorio en el que trabajaba, preparaba y corregía exámenes, leía y escribía los trabajos para la carrera eterna que por fin terminé, era también la mesa en la que comía las tristes comidas a la plancha o lo que traía de algún puesto de comida de la calle. Era, además, mi mesita de noche, donde dejaba las gafas antes de irme a dormir, donde apoyaba el libro que hojeaba por las noches hasta que me entraba el sueño, donde dejaba el teléfono que usaba, además, como despertador. Era la mesa multiusos. A veces no queda más remedio que adaptarse a las circunstancias. Al principio busqué otros pisos, otros lugares en los que tener refugio. Más adelante me cansé de buscar e hice de aquel hueco bajo tierra mi hogar transitorio. Porque sabía que sería transitorio, claro está.

Hasta estos días no se me ha presentado la temible idea en la cabeza de cocinar y trabajar en la misma mesa. He apoyado la tabla sobre la mesa en la que se asienta el ordenador, la mesa que empleo en las mañanas y las tardes y las noches para leer pedeefes y escribir los textos que toque escribir, me he inclinado para cortar cebolla, zanahoria, ajo, calabacín, berenjena… lo que tocara. Me dolían los riñones así inclinado, así que he cogido la misma silla que uso para trabajar y para comer, también para cocinar. Nunca antes lo había hecho y nunca antes había sentido el viaje del cuerpo alrededor de una mesa como ahora lo he hecho.

Imagino que no es nada extraño, que en todos sitios se hace y, sobre todo, se ha hecho, pero sentarme a trocear calabacines en la mesa de la cocina, que es la misma mesa de trabajo, me ha sentado junto a mi abuela. He pensado en esa mesa camilla de la cocina que tiene usos mil, que no sólo es la misma en la que se cocina si hace falta, sino en la que se come y en la que se trabaja. Por las tardes siempre hay costura sobre la mesa, costura que se retira para llenar la mesa de galletas y perrunillas, de café y leche, de dulces para contentar a los nietos que ya no son tan jóvenes y casi tampoco son ya nietos. ¿Se puede seguir siendo nieto si ya los abuelos no están? Supongo que sí, que eso nunca se pierde, pero se es nieto de un modo más íntimo, más silencioso.

Terminada la merienda, se limpian las migas y la costura, la labor que sea, vuelve a ocupar la mesa, la misma mesa, hasta la hora de la cena. Y así día tras día. Y no sé muy bien por qué, no era consciente de que en esa misma mesa también se han sacado libros, se han escrito textos, se han leído cartas, se han resuelto problemas. Alrededor de esa mesa también se han juntado vecinas, amigos, han contado las novedades de la calle y de la vida, nacimientos, bodas, entierros. La vida se hacía en un mismo lugar, en una misma mesa: espacio de trabajo, de reuniones y de sustento familiar.  

Ahora, en la soledad de esta habitación en Zagreb, no puedo dejar de pensar en la cocina que ya no alimenta a nadie, que ya no tiene barullo alguno, que ya no se llena de migas. Todo por unas cebollas.

martes, 6 de octubre de 2020

Croacia I: una habitación en Zagreb

En mi reciente habitación viven arañas. Llevan aquí más tiempo que yo, con sus casas colgantes y sus despensas llenas. Alguna vez aparece algún cadáver de un insecto incauto, sorprendido tal vez en el vuelo y atrapado entre los finos hilos de las habitantes primigenias. Cuando abro las ventanas, aún caluroso el tiempo, y se cuelan mosquitos, moscas, avispas o algún ser gris parecido a una hoja – da rabia desconocer los nombres –, siento que empezarán las arañas a moverse y a tejer para cazar al intruso, para dejarlo suspendido a la espera de la cena. Sin embargo, las observo y ahí siguen, apenas sin moverse. Sólo una he visto correr despavorida. Incauta, ha bajado al suelo y ha aterrizado en la cama mientras yo la sacudía en la mañana. Ha perecido de un golpe distraído pero certero. Ahora temo la rebelión de las demás; pero ellas siguen a lo suyo, en su quietud constante, en su descanso colgante.

En mi reciente habitación, también, se escucha la lluvia caer como si se acercara el fin del mundo. Tal vez haya sido sólo porque llovía a mares, granizos incluidos el primer día. Ese mismo día una de las ventanas dejaba pasar agua al interior. Tuve que atajar la gota constante con un cubo. Frente a mi ventana, tres árboles que parece uno solo. Diría que son algún tipo de abeto por esas hojas con agujas. Da rabia desconocer los nombres. Vivo en constante contacto con la naturaleza. Las vigas de madera lo constatan.

El pequeño estudio está en la buhardilla de una casa en la que vivimos una docena de personas. Es un lugar peculiar: la calle, a ambos lados, está cercada por edificios de pisos y, tras ellos, casas anteriores. M. dice que parece como si la gente de esos pisos, obreros, tuvieran a los ricos por mascota. Sí que hay bastantes edificios que, al atravesarlos, dejan entrever otra vida y otras historias, otros pasados. Como si lo más actual quisiera tapar lo más antiguo sin destruirlo, como esos actos vergonzosos que ocultamos, pero que forman parte de nosotros.

Me pregunto si esta ciudad terminará formando parte también de mí o si desconocer los nombres de las cosas, de todas, en la lengua local, se rebelará contra la experiencia certera de habitar un espacio, porque ¿se puede habitar verdaderamente algo sin nombrarlo? ¿Y si las cosas sólo habitan en la palabra y el resto es sólo un absurdo discurrir del tiempo?  

Zagreb está ahí afuera, aún hay que meterlo dentro.