martes, 13 de octubre de 2020

Croacia II: una mesa

Nunca me ha gustado comer y trabajar en el mismo sitio, ni dormir y trabajar en el mismo sitio. Cuando vivía en Bremen, el escritorio en el que trabajaba, preparaba y corregía exámenes, leía y escribía los trabajos para la carrera eterna que por fin terminé, era también la mesa en la que comía las tristes comidas a la plancha o lo que traía de algún puesto de comida de la calle. Era, además, mi mesita de noche, donde dejaba las gafas antes de irme a dormir, donde apoyaba el libro que hojeaba por las noches hasta que me entraba el sueño, donde dejaba el teléfono que usaba, además, como despertador. Era la mesa multiusos. A veces no queda más remedio que adaptarse a las circunstancias. Al principio busqué otros pisos, otros lugares en los que tener refugio. Más adelante me cansé de buscar e hice de aquel hueco bajo tierra mi hogar transitorio. Porque sabía que sería transitorio, claro está.

Hasta estos días no se me ha presentado la temible idea en la cabeza de cocinar y trabajar en la misma mesa. He apoyado la tabla sobre la mesa en la que se asienta el ordenador, la mesa que empleo en las mañanas y las tardes y las noches para leer pedeefes y escribir los textos que toque escribir, me he inclinado para cortar cebolla, zanahoria, ajo, calabacín, berenjena… lo que tocara. Me dolían los riñones así inclinado, así que he cogido la misma silla que uso para trabajar y para comer, también para cocinar. Nunca antes lo había hecho y nunca antes había sentido el viaje del cuerpo alrededor de una mesa como ahora lo he hecho.

Imagino que no es nada extraño, que en todos sitios se hace y, sobre todo, se ha hecho, pero sentarme a trocear calabacines en la mesa de la cocina, que es la misma mesa de trabajo, me ha sentado junto a mi abuela. He pensado en esa mesa camilla de la cocina que tiene usos mil, que no sólo es la misma en la que se cocina si hace falta, sino en la que se come y en la que se trabaja. Por las tardes siempre hay costura sobre la mesa, costura que se retira para llenar la mesa de galletas y perrunillas, de café y leche, de dulces para contentar a los nietos que ya no son tan jóvenes y casi tampoco son ya nietos. ¿Se puede seguir siendo nieto si ya los abuelos no están? Supongo que sí, que eso nunca se pierde, pero se es nieto de un modo más íntimo, más silencioso.

Terminada la merienda, se limpian las migas y la costura, la labor que sea, vuelve a ocupar la mesa, la misma mesa, hasta la hora de la cena. Y así día tras día. Y no sé muy bien por qué, no era consciente de que en esa misma mesa también se han sacado libros, se han escrito textos, se han leído cartas, se han resuelto problemas. Alrededor de esa mesa también se han juntado vecinas, amigos, han contado las novedades de la calle y de la vida, nacimientos, bodas, entierros. La vida se hacía en un mismo lugar, en una misma mesa: espacio de trabajo, de reuniones y de sustento familiar.  

Ahora, en la soledad de esta habitación en Zagreb, no puedo dejar de pensar en la cocina que ya no alimenta a nadie, que ya no tiene barullo alguno, que ya no se llena de migas. Todo por unas cebollas.

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