lunes, 11 de diciembre de 2023

Salamanca y los ríos

Llevo dos meses viviendo en un piso junto al Tormes. Desde el salón, cuando los estorninos callan, se puede escuchar el murmullo del fluir del agua, que se cuela en la casa y pone banda sonora a un clima que casi no recordaba. Hace menos frío que la primera vez que pisé esta ciudad, que aquel primer invierno en el que yo veía lucir el sol y, confiado, salía a la calle como si la luz derritiera el aire gélido. Descubrí que el cielo puede estar limpio de nubes y que, al mismo tiempo, la temperatura puede ser insoportable. Eso ahora no lo he vivido aún. No sé si pasará. Si seguirá pasando. 

El primer año que viví aquí, también lo hacía cerca del río y la neblina de las mañanas lo cubría absolutamente todo. Uno se sentía como si viviera en alguna película londinense. Por entonces comencé a escribir en este blog que cada cierto tiempo retomo, como una tradición cada vez más esporádica. Me digo que lo continuaré, que merece la pena escribir, aunque sea sólo de vez en cuando. Pero siento que el tiempo ahora corre mucho más deprisa, sentarse delante de la pantalla y teclear parece una misión mucho más difícil. Escribir aquí, antes, era un momento íntimo. Ahora, de algún extraño modo, las pantallas se han adueñado del día a día y la única forma de desconectar de la luz azul es dando la vuelta el teléfono, no encendiendo el ordenador, haciendo esfuerzos por, justamente, no estar conectado. 

En 2009, internet no estaba aún en todas partes. No existían los teléfonos 5G, nada nos permitía aún sacar el móvil del bolsillo en mitad de un parque y estar de repente en cualquier otro punto del planeta, mirar la información (in)necesaria, buscar en el mapa. Eso no existía. Ahora, de alguna manera, llegar a casa ya no implica comprobar el correo electrónico o las redes sociales y responder a los mensajes que sean. Ahora eso se hace inmediatamente, en cualquier lugar. Me pregunto si tal vez por eso ahora me cuesta mucho más que antes sentarme a escribir aquí. O será tal vez el pudor que antes no tenía, porque escribía cualquier cosa, lo primero que se me pasara por la cabeza. Ahora eso no sucede así. Como si hubiera algo que mantener: una imagen, un estilo, una idea de lo que soy, sé, escribo.

Ahora que vuelvo a habitar esta ciudad, soy consciente, como los viejos, de ese cambio, del paso del tiempo, de cómo eran antes las cosas y cómo son ahora. Del ritmo. Y eso que aquí siento que el ritmo es mucho más lento, como si los días duraran más, como si las horas fueran más largas. No es tedio. Es  calma. Es falta de prisa; también, tal vez, para instalarme, que me ha costado lo mío y, de hecho, aún me está costando. 

Los libros, por ejemplo, son siempre lo primero que pongo en las estanterías. Verlos en las cajas me da una sensación de enfado, como si alguien estuviera a punto de marcharse en lugar de estar llegando: recoge tus cosas y vete. Esta vez, en cambio, los había ido poniendo en las estanterías, pero sin ordenarlos, como si, efectivamente, fuera algo transitorio, algo que no fuera a durar demasiado. Me ha costado varias semanas mirar de frente las baldas y empezar a colocar los volúmenes en el orden correcto. Digamos que, una vez hecho ese trámite, la estancia aquí se me presenta algo más duradera. Pero, aun así, es extraño, porque no es que no quiera quedarme, es que siempre llega el momento de irse.

Cinco o seis años después (el número es ambiguo por eso de las mudanzas de entretiempo) me he largado de Sevilla, justo cuando empezaba a cogerle el ritmo, cuando tenía una familia repleta de amigos y compañeros con los que poder contar y a los que sabía dónde encontrar y en qué momento. Tuve cuatro pisos distintos en mis anteriores años en Salamanca, cuatro en Sevilla, entre medias, Bonn, Bremen, Friburgo, Zagreb y Sofía. Por mucho que mi tiempo aquí se debiera entender como (¿comedidamente?) prolongado, la realidad es que han sido muchas mudanzas en los últimos años y no parece creíble que no vaya a haber otra a corto plazo. Es una sensación, no una certeza, pero ahí está. 

Extrañas veces, los ríos se congelan y, entonces, el tiempo se paraliza, la vida se establece. Hace unos días veía unas fotos de patinadores y campistas sobre un Tormes congelado. También decían en Bremen que el Weser se congelaba hace años con facilidad. Incluso el Rin, el Sava y el Danubio se han congelado. Pero ahora la corriente del Tormes parece de primavera y nada hace sospechar que vaya a haber cambios. Tal vez se trate sólo de eso, de no parar, de seguir fluyendo lentamente, al ritmo con que se imponga la vida.


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