jueves, 18 de diciembre de 2014

Trabajar y querer trabajar

Desde septiembre trabajo como profesor de español en Alemania, en un Gymnasium, algo así como un instituto, pero sólo "para listos". Hace aproximadamente una semana me comunicaron que, a partir de finales de enero tendré que impartir las clases de la "Fase de cualificación 2" (Qualifikationsphase II - QII), lo que en España sería el Bachillerato, vaya, al menos a un curso, el del equivalente a 1º de Bachillerato, y estar con ellos como profesor hasta el final, hasta que hagan el examen de Abitur, algo así como nuestra Selectividad. 
Pues bien, además de haber recibido ciertos consejos y preocupaciones de algunos compañeros, que consideran que es un trabajo demasiado duro, puesto que se trabaja sin libro y hay que preparar mucho, muchísimo material, me he puesto a investigar cuáles son los campos temáticos de los que, durante los próximos tres semestres, tendré que hablar a los chavales: 1. "Individuo y convivencia social. Momentos cruciales en la vida humana" y 2. "El mundo hispánico: raíces e identidad
Opresión y emancipación – Caminos hacia la democracia". 

Sobre el segundo tema me preguntaron cuando hice la entrevista en Valladolid para recibir la plaza. Contesté, ni corto ni perezoso, que para hablar de la opresión y la emancipación, en el caso de que me dieran los cursos de QII, cosa muy poco probable, según me dijeron en aquel momento, emplearía, si fuera posible, textos de cantautores españoles y americanos, desde Labordeta hasta Víctor Jara, sin olvidar que, sin cantar en castellano, el mundo "hispánico" también puede ofrecer más en otras lenguas. Les hablé de canciones en catalán, gallego y/o euskera, que podrían traducirse para tener una visión global y real de la situación en España, porque aprender una lengua es aprender, también, la cultura, la historia, aunque, reconocí, el euskera no es "manejable". 

Pues bien, resulta que sí lo voy a dar, y cuál ha sido mi sorpresa cuando, mirando el material recomendado, he encontrado lo siguiente: 

- Canciones de la Transición
   Mindestens drei der folgenden Lieder sind zu behandeln*:
      o Jarcha: Libertad sin ira
      o Paco Ibáñez: España en marcha
      o Vino Tinto: Habla, pueblo, habla
      o Lluis Llach: L’estaca (letra en español z.B. unter: www.musica.com)
      o Labordeta: Canto a la libertad
      o José Antonio Sánchez Ferlosio: Gallo rojo, gallo negro

Sé que mis alumnos no tienen un nivel excepcional, puesto que, cuando los coja en enero, llevarán sólo año y medio estudiando español, pero saber que puedo dar literatura con ellos, al menos hasta cierto nivel, me llena de ganas y me hace reafirmarme en mi decisión de estar en Delmenhorst y no en Bonn. 

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*Deben tratarse, al menos, tres de las siguientes canciones


martes, 9 de diciembre de 2014

Por alguna razón

Por alguna razón, me interesan los lugares de paso, los mismos que a veces son de partida o de llegada. Me interesan las estaciones, los aeropuertos, los puertos y las aceras. Esos lugares que dejan a alguien atrás, mientras nosotros, o ellos, otra persona, distinta a la que se queda, avanzan en un sentido u otro, hacia este o aquel lugar.

Hay gente de la que te despides cuando se pone el sol, mientras en otro sitio, dicen, alguien espera, a la mañana, tal vez. A veces, sin embargo, allí no nos espera nadie, y nos quedamos en la soledad de las calles, unas u otras, soportando el peso de la culpa, de la despedida, del adiós sincero, del adiós con prisas.

Sin embargo, en ocasiones, esas despedidas no son como esperábamos, son antes -quizá después, las menos veces- de tiempo. Quizá ni siquiera llegan a ser, como si no hubiera que despedirse de nada o de nadie. Y el nudo en la garganta llega después, e intentas deshacerlo llegando a la carrera a la estación antes de que salga el tren - quizá un 28 de febrero 2013-, o llega y no se va, permanece mientras bebes intentado hacerlo bajar, y tragas saliva y avanzas ligero, conduciendo por la autovía, huyendo hacia el sur, por ejemplo, dejando atrás una despedida inexistente, o sin conducir, dejando atrás unos ojos a medio llorar, en mitad de la calle, sin huir, sólo yéndote. 

Hay muchos tipos de despedidas. En algunas se prende fuego a los colchones, en otras se espera una postal de vuelta y salen las cuentas, en algunas pasan huracanes y lo destrozan todo, mientras que en otras, simplemente, se ven caer las hojas, sin prisa, como lágrimas, sin siquiera sollozos.

Por alguna razón, me interesa la vida.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Historias de mi historia: Paseo de mañana por Berlín

Es 9 de noviembre de 2014. La ciudad por la que me muevo, entre el frío recién estrenado de un otoño que llega más bien tarde, es Berlín. Pero en mi mente no es ni esta fecha mientras camino. Aleatoriamente pienso en 1989, en el 9 de noviembre de ese año, y en 2010, en otra de mis visitas a la capital alemana.

Los pasos que doy me llevan a un destino concreto, no es demasiado temprano, pero es domingo y poca gente hay en la calle a las diez de la mañana. Desde Kottbuser Tor hasta mi destino, un Kindergarten en Kreuzberg, hay poco más de quince minutos al ritmo que llevo: mochila cargada hasta arriba a la espalda, paso liviano y tranquilo; dejo que me roce el aire fresco en la cara, con las manos en los bolsillos y el gorro encajado hasta las orejas. 

Esta vez estoy aquí por dos motivos que me recuerdan a dos fechas completamente diferentes que no tienen nada que ver más que la ciudad. Uno de ellos, el conocido, saldrá en todas las televisiones mañana, balones flotando por los aires, la celebración de la caída del Muro de Berlín, el otro, el desconocido, no aparecerá en ningún lado, no será más que un recuerdo dentro de unos años, más que unas líneas -éstas- escritas para mencionarlo. 

Mientras que para uno de los dos, ya pasado, se amontonan cientos de turistas, miles de personas en las plazas más importantes de la ciudad y fotografían desde hace varios días los lugares más típicos y conocidos de Berlín, para, simplemente, recordarlo -como he hecho yo también, no lo olvido-, yo me muevo ahora mismo en dirección opuesta, a un barrio en el que los extranjeros están por necesidad, no por "capricho", a ver la realidad en la ciudad, un pequeño fragmento de ella, como poco.

Y es que a pesar del valor histórico del primero, lo que cambió la historia ya sucedió, y 25 años no son más que una sucesión de días, minutos y segundos desde el momento importante, desde que Günter Schabowski anunciara de aquella manera que el muro quedaba abierto, y tener un destino para el ahora, este destino concreto, en estas calles es, de alguna manera, una experiencia vital, que puede cambiar algunas cosas o no; pero es propio, y lo prefiero.

viernes, 31 de octubre de 2014

Un pequeño apunte personal

Cuando supe que por fin me vendría a vivir al norte de Alemania, a trabajar en un instituto de Baja Sajonia, no pude evitar sonreírme y pensar en Fernando Aramburu. 

Sálvense, a partir de ahora y por supuesto, todas las enormes distancias entre el easonense -me gusta a mí esta palabra, oye- y yo. 

Sabía, y sé, sin despreciarlo, que para escribir, para retomar el contacto que tengo perdido con la literatura (la mía y la propia, pero sobre todo la mía) es necesaria la soledad, y de eso en este país no suele faltar. Es cierto que las similitudes son para quien las quiera ver, y posiblemente en este caso no haya ninguna. 

No es que sea un admirador incondicional del escritor, no he leído toda su obra, de hecho, han sido sólo tres libros y de los más recientes -Los peces de la amargura, como lectura obligatoria en Bachillerato, Viaje con Clara por Alemania y Años lentos, estos dos mientras vivía en Bonn- y reconozco que me gusta su literatura, aunque hubo algo en los dos últimos que no terminó de convencerme, como si la relectura de algunos pasajes no se hubiera llevado nunca a cabo. Esto puede ser, no obstante, consecuencia de haberlos leído con un ojo demasiado crítico. Es, en fin, un autor que me gusta, que me cae simpático -todo lo simpática que puede una persona a la que no conoces de nada, sólo a través de narradores y personajes inventados-, al que nombro cuando pienso en autores españoles y que, como yo, vive en Alemania.

viernes, 24 de octubre de 2014

Julio IV: Soria, día 3

El tercer y último día por tierras sorianas cambiamos de coche y de conductor. Pasó de conducir D. a hacerlo P. Se notaba, sobre todo, en la carretera: una, mucho más experimentada que el otro, se movía con fluidez por el asfalto. Después de terminarnos en el desayuno unos lacitos de hojaldre maravillosos, tomamos dirección hacia Tiermes, un pequeño emplazamiento celtíbero del que se conservan unos pocos restos bastante curiosos. 

La carretera no era demasiado mala, como cabría esperar después de lo que habíamos visto los días anteriores. El último tramo, sin embargo, era notoriamente más estrecho; con dificultad pasaban dos coches por ella, algo a lo que no nos enfrentamos a la ida, pero sí a la vuelta. Junto al yacimiento se encuentra una ermita también románica, como el arte que nos acompañó durante los tres días en la provincia. Como en las ermitas que ya habíamos visto, ésta es de una sola nave y también posee un pórtico con esculturas, siguiendo el modelo de la que ya habíamos visto en San Esteban. 

En el yacimiento sólo había otro coche, rojo, como el nuestro, y tres chavales poco mayores que nosotros caminaban por entre las ruinas dejando notar su presencia por voces que rompían el misterioso silencio del paisaje, que, sin ser llano y sin eco, no era elevado o montañoso. Parecíamos estar por encima del resto del espacio sin estarlo del todo. Tal vez un par de metros, tres quizá. Frente a la ermita, una especie de cuadra, un edificio como de adobe y madera, no demasiado ancho, con ventanas, espacios abiertos a modo de barra de bar, de mostrador de un puesto de una plaza. Junto al pueblo celtíbero, o más bien sobre él, apareció con el tiempo un municipio romano, del que se dejan ver el foro y ciertos espacios dedicados al comercio. Especialmente elocuente es el teatro, tallado en la piedra, de época romana, del que se observa con cierta claridad el graderío. Más bajo que el resto del yacimiento, los romanos supieron aprovechar la caída de la roca para formar en ella las gradas, que, desde la altura del pueblo, van bajando en forma de escaños hasta la parte que ocuparía el escenario.

Tras salir de Tiermes, nos dirigimos hasta Uxama, otro yacimiento en el que se conservan ruinas romanas y una atalaya árabe. Llegamos justo cuando estaban a punto de cerrar la atalaya, a la que se puede subir y desde la que se ve un pedazo de muralla del Burgo de Osma y un par de murallas más. La guía empleada en el centro de interpretación del yacimiento llegó a la atalaya con el coche poco antes que nosotros a pie. El sol y el calor nos impedían avanzar demasiado rápido. Nunca imaginé que pudiera pasar tanto calor en Soria. Era más o menos como estar en casa, en Extremadura, pero inesperado. Nos invitó a subir y esperó por nosotros a cerrar el espacio. Ni siquiera P. sabía que se podía subir. Nunca había subido aquí arriba, nos confesaba mientras avanzábamos por una escalera de caracol hasta la parte superior de la atalaya. Desde arriba, además de la muralla y las atalayas, se ve un enorme campo de invernaderos que parece el mar por el color del plástico de las carpas. Manzanas, creo recordar, dijo P. que se plantaban allí. Árboles, en todo caso, que parecen sólo agua. Bajamos por una mezcla de dos prisas: la del calor y la que nos imponía saber que alguien nos esperaba abajo para cerrar e irse a casa a comer, aunque, de seguro, su no hubiera hecho ese calor, habríamos parado más tiempo a contemplar el inmenso espacio, amarillo casi todo, en contraste con el azul clarísimo del cielo. Eterno, aunque quizá sólo duradero, sobre unas ruinas árabes, con más de mil años de antigüedad, se extendía el tiempo sobre Soria. 

Es curioso cómo la historia se junta en un único día, cómo uno puede pasar de estar contemplando piedras que pusieron habitantes de la península antes de que llegaran los romanos, aquéllos que nos legaron de alguna forma nuestra lengua, y ver, civilización por civilización, cómo hemos llegado hasta ahora. 

De ahí, al Burgo de Osma-Ciudad de Osma. Es un lugar bastante bonito, agradable, al menos. La Calle Mayor la conforman unos soportales hechos a bases de columnas de piedra y de madera. Especialmente guardo en la memoria las de madera, me sorprendió verlas ahí, aunque seguramente fueran menos de las que yo imagino ahora con el tiempo ya pasado. Esta Calle Mayor tenía bastante movimiento dada la hora de las cañas o el vermú. Es, además, la calle que conecta el centro administrativo y la catedral. En la punta administrativa, una plaza también porticada, se encuentran no sólo el ayuntamiento y sucursales bancarias, sino que hay un edificio que me sorprendió bastante y que ahora sirve a la ciudad como hotel: la Universidad de Osma o Universidad de Santa Catalina. Por lo que pudimos saber, allí se imparten cursos de verano de otras universidades españolas, entre las que se encuentra la de Salamanca, algo que, como estudiantes de la Universidad charra, a los tres nos era desconocido. Parece ser que la Pontificia y Real Universidad burguense fue inaugurada en el siglo XVI hospiciada por la Catedral de la Asunción, de estilo gótico, que se encuentra justo en la otra punta de la mencionada Calle Mayor y ya pegada a la muralla. 

Lo cierto es que las prisas del día no nos permitieron detenernos mucho en ninguna parte, y la temperatura no ayudaba, sólo pensábamos en llegar a casa y resguardarnos del calor. Lo hicimos nada más salir del Burgo de Osma, comimos, descansamos un poco, y fuimos a tomar ese café anterior a los viajes que despeja la mente y el cuerpo y que tomamos en la piscina, protegidos bajo una sombrilla y comentando el viaje y los posibles futuros encuentros. D. y yo nos despedimos de P. dirección Palencia, con la misma música que al venir, por la misma carretera sólo que en dirección contraria, sin perdernos esta vez, con un viaje que, por alguna extraña razón, nos pareció más corto, hablando de nosotros y de ella, de lo habido y por haber, Dejando en el aire muchas cosas, pero tocándolas levemente, con Sabina y Fito de banda sonora, huyendo del calor soriano y recordando los días, tomando notas para escribir estas líneas más de tres meses después. 

Al llegar a Palencia, cervezas y cervezas. Chistes y ganas de seguir. Quién (me) diría, al empezar la carrera, que, de algún modo, la acabaría así, en Palencia-Soria, con ellos dos, con la promesa de encontrarnos de nuevo, en Alemania, sin saber entonces dónde. Del mismo modo que tampoco sabemos cómo ni porqué. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Cosas que no esperas

Alguien tiene un amigo que hace música y organiza concierto. Él mismo es músico y se encarga de estas cosas. Ésa, más o menos, es la explicación que me han dado para lo que acabo de vivir. Nunca me habían invitado a un concierto en un "doblao", en un desván. Cuando he llegado a la casa esperaba encontrarme con N. la chica que, de repente y sin esperármelo, me invitó a ir a su nuevo piso, en el que organizaban un concierto. Sonaba demasiado extraño como para poder perdérmelo. 

N. es la inquilina del piso que fui a ver con la esperanza de podérmelo quedar a partir de noviembre. Ella tiene la esperanza de que también me pueda mudar a él, pero a ver, porque, de momento, otra chica ya se ha quedado esta noche allí a dormir porque no tiene nada más. Está difícil la cosa para muchos, no sólo para mí. Justo después de mostrarme el piso me dijo lo del concierto, me lo apuntó en un trozo de su libreta y me dio la dirección y la hora. Allí estaré, pensé. Y allí he estado.

Al llegar N. aún no estaba y he estado allí dando tumbos, por el piso, en la cocina he visto a unos tipos demasiado elegantes en comparación con el resto de la gente, luego ya he subido el doblao y he estado escuchando lo que unos y otros cantaban, con guitarras o a capella, todo improvisado. Arriba habría unas quince personas, sentadas en el suelo alrededor de las guitarras. Al fondo, dos puertas, y justo en el lado opuesto una habitación bastante acogedora, por el aspecto que se le ve desde la entrada. El techo inclinado a dos aguas, de madera, deja una ventana en uno de los lados, abierta y sin cristal, que deja sacar más de un tercio de cuerpo al aire. Cuelga una rueda de bicicleta amarrada con cuerdas de colores a las dos paredes más amplias. Sobre la rueda, una copa de cristal, enganchada en los radios. En una barra improvisada se puede leer: Cervezas un euro, donativo para la banda. Pero no había cervezas, hoy eran gratis y estaban en el frigorífico de la cocina, abajo. Yo llevaba las mías, ya que no sabía qué me iba a encontrar. 

En el extremo en el que estaban las puertas, amplificadores, un bajo, una guitarra eléctrica, en la esquina, una batería. Hay también dos micrófonos. Aquello parece más serio de lo que yo esperaba. Me informo del grupo pero nadie me dice un nombre, sólo sé que vienen de Dinamarca, que ni siquiera hablan alemán.

Al poco rato de estar allí suben los tipos elegantes de la cocina y se preparan. Son los músicos. Son una banda que parece más o menos seria. Amateur tal vez, pero de ningún modo amigos de los inquilinos, que era lo que yo esperaba. Lo que viene a continuación es música, rock, bastante decente aunque bastante repetitiva a veces, Un concierto en toda regla, vaya. Lo repiten cada cierto tiempo con música de diferentes tipos. Espero volver; toque la música que toque. 

viernes, 19 de septiembre de 2014

Carpe diem

En el centro donde trabajo hay un mural en el que se puede leer Carpe diem. Está pintado justo en el hueco de la escalera entre la primera y la segunda planta, al ladito de la puerta de entrada principal del edificio, que no del centro. Ya lo había visto, el primer día, gritando fuerte a quienes pasan por delante (más bien, debajo) a diario que los días están para agarrarlos bien fuerte, para vivirlos, para juntarnos con aquéllos que nos suman y no con quienes nos restan. Es extraño, en cualquier caso, esperar que la vida haga algo por ti si no has dado nada antes tú por ella, si no le has mostrado que estás dispuesto a arriesgar un mínimo. 

Hay quien se niega a vivir de alguna u otra manera, quien se pone barreras y se opone a sí mismo, que es responsable en todo momento, que busca evitar cualquier sufrimiento, pero no sirve de nada no arriesgar, no buscar y no encontrar. Estoy dispuesto a cambiar de opinión a cada momento, a contradecirme, a enamorarme una noche y nunca más, a olvidar el mundo y recordarlo, a no saber dónde vivo y dónde no, a gritar y buscar la respuesta menos lógica a cualquier problema, algo que resuelva el simple hecho de que nos preocupamos más por el sufrimiento que por la felicidad, por evitar la voz que nos grita con fuerza que salgamos a vivir ahí afuera, que salgamos a darlo todo, a recibirlo y pedirlo todo, que no escatimemos en gastos, que es mejor pedir perdón que pedir permiso, que los besos los dan gratis, pero que los llantos también, que la vida es sólo ésta, que la amargura se la lleva la invisibilidad del tiempo, que el recuerdo es la vialidad propia, que el sol brilla cuando brilla, sin excepción, sin saber por qué, cuando menos se lo espera, cuando menos se lo quiere. Porque sólo se trata de sumar, de mirarle a los ojos a la vida. Y conquistarlos. 

domingo, 31 de agosto de 2014

Julio III: Soria, día 2

No madrugamos excesivamente el martes, pero pudimos aprovechar el día lo suficiente como para hacerle al coche un buen montón de kilómetros. Salimos de San Esteban dirección Soria, atravesando la mencionada autovía del Duero. Poco después de pasar la subida de El Temeroso y comprobar que el camión seguía tirado -lo estaría también a la vuelta, se ve que era más difícil de levantar de lo que yo suponía-, cogimos un desvío a la izquierda que nos acabaría dando acceso a Calatañazor. 

Es un pueblecino bastante pequeño, de piedra, en el que, para mi sorpresa, había, creo recordar, cuatro tiendas de souvenirs y algún que otro turista. En una de las plazas, a la derecha de la calle principal entrando por la carretera, el busto de Almanzor, situado en el centro, justo delante de un vago jardín, observa acechante, serio, a los visitantes; es dueño y señor indiscutible de la historia de Calatañazor, aun cuando, según algunas versiones, es posible que ni siquiera perdiera allí la tan sonada batalla. Para llegar a esta plaza tuvimos que retroceder un poco, pues la habíamos pasado con el coche, que dejamos en otra plaza más grande y con aparcamientos. Junto a esta segunda plaza se encontraba el castillo, seguramente del siglo XIV, o más bien sus ruinas, desde el que se podía observar una extensa llanura en casi todas las direcciones: un campo más amarillo que verde e infinito sólo interrumpido por alguna carretera y un santuario, ermita, imagino, cercano al pueblo. Al sur del castillo quedan las casas del pueblo y, un poco más allá, una sierra cargada de árboles que no distingo. Compré en Calatañazor el obligado dedal para mi madre, los colecciona y es lo único que compro cuando voy a algún sitio. En general me parecen absurdos los souvenirs, no le encuentro sentido al hecho de llevarle algo a alguien de un sitio en el que no ha estado y que lo único que tiene que ver con ese sitio es algo impreso, pero sé que a mi madre le gusta y le doy el capricho. En el dedal se puede ver la figura del caballo de Numancia y el nombre de Soria, con un punto en el centro de la O. No tiene nada especial, además de su historia, claro, pero P. ya nos había insistido de lo peculiar del caballo, de la relación que los sorianos tienen con él, y me pareció bien elegir esa imagen, además de que la considero bonita.

Seguimos la dirección que llevábamos, hacia el norte, nos movíamos hacia la Fuentona, un monumento natural de cuya existencia no había siquiera oído hablar. Dejamos el coche a unos pocos kilómetros del sitio en cuestión, más de los que nos hubieran gustado, porque nos advirtieron de que deberíamos pagar en el aparcamiento y no quisimos arriesgarnos, eran como 4 euros y ya los pagaríamos más adelante en otro lugar. De hecho, primero quisimos acercarnos con el coche y luego retrocedimos y volvimos andando. Pasamos junto a una ermita y seguimos avanzando como cinco kilómetros más y nos adentramos en el recinto, al que le han destinado unos pocos de miles de euros para reformar unos puentes y el camino de piedra. Una vez dentro del recinto, sin vallas, tuvimos que seguir caminando un par de kilómetros más hasta llegar a la Fuentona. Así, si uno no lo sabe, no parece más que un charco gigante con un agua bastante cristalina en algunas zonas, las no cubiertas por nenúfares, principalmente. Pero en su interior esconde metros y metros de galerías subacuáticas y es causante de la muerte de algún que otro submarinista (según cuentan) imprudentes o no, que han querido llegar a lo más profundo y no lo han conseguido. En el programa Al filo de lo imposible han hecho un reportaje sobre este singular espacio (1ª parte y 2ª parte). Nosotros sólo pudimos disfrutar de la imagen que la Fuentona da desde fuera. Sobre ella, sobre los nenúfares y el musgo, ranas, gran cantidad de ellas, en el interior, una cavidad de la que no se ve el fin y que es el principio de la aventura para muchos de los que se adentran en ella, y junto a ella, el nacimiento del río Avión. Se escucha el fluir del agua, las ranas que caen en el agua y las que salen de ella, alguna que otra libélula que merodea sobrevolando la superficie. Eso y el olor a pino es lo que domina los sentidos. Impresiona, de cualquier modo, no saber qué hay ahí debajo, que parezca que no hay nada.

En el camino de vuelta al coche paramos en el bar que hay entre la ermita y la Fuentona: solitario pero en pie. Yo no hacía más que preguntarme cómo sobrevivía ahí, casi sin gente, o qué gente iría allí a comer, a tomar las cañas, a lo que fuera, si no parecía haber muchos turistas allí.

Nuestra siguiente parada era la Playa Pita, en el Embalse de la Cuerda del Pozo, a la que llegamos tras un pequeño despiste con los carteles en Abejar. No teníamos más intenciones que las de descansar un poco y comer, tomar fuerzas para el siguiente paso, más largo, más agradecido y merecido, y, tal vez, darnos un pequeño chapuzón en unas aguas que verdaderamente invitan a ello. Es un sitio acondicionado para el baño, con chiringuitos y ciclopedales de alquiler, una verdadera playa de interior que se encuentra semioculta entre un pequeño bosque de eucaliptos. Digo semioculta porque es imposible ocultar tal masa de agua una vez que se ha llegado al aparcamiento. Llevábamos sólo una toalla que tuvimos que compartir para tumbarnos sobre ella en perpendicular después de comer y descansar. Café necesario en el bar y carretera en dirección norte.

Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por delante de Vinuesa, un pueblo que veríamos a la vuelta, sin parar, por la SO-830 hasta encontrarnos con la entrada al Parque Natural Sierra de Urbión y Laguna Negra. La carretera era bastante estrecha y se bifurcaba en dos poco después de empezar: una para ir, otra para volver. Subía poco a poco pero sin descanso, con algunas curvas bien cerradas. No recuerdo muy bien el camino de ida, pero sí que P. nos contó que tuvieron que dejar el coche mucho antes del aparcamiento la última vez que estuvo allí porque la nieve no les permitía pasar; lo dejaron sobre la cuneta y continuaron andando. Nosotros no teníamos nieve que nos impidiera el paso, seguimos hasta la bajada en la que una caseta de madera y unas guardas poco simpáticas marcan la entrada al aparcamiento vigilado y de pago: cuatro euros que incluían una visita a nosequé que no visitamos. Desde el mismo aparcamiento hasta la Laguna Negra hay autobuses cada cierto tiempo, media hora, indicaban los carteles, si mal no recuerdo, pero nosotros subimos andando, no estábamos ahí para andar todo el día sentados y menos para pagar un precio por algo que podíamos hacer nosotros con mayor provecho. No es corto el camino, tampoco largo, es simplemente una subida por una carretera asfaltada, nada complicada, que se acompaña del fluir del río Duero en sus comienzos, del sonido de las hojas de los árboles, pinos, tal vez, movidas por escaso y suave viento que corría aquella tarde en la zona norte de Soria. Hablábamos, del pasado, de ocasiones anteriores en que mis dos amigos habían estado allí, nunca yo, tal vez de la infancia, evocada por el olor de los bosques, o tal vez de otras cosas más banales, de la ropa, tal vez, del día, o quizá sólo callábamos. Llegamos sin esfuerzos arriba. Ese arriba que no está más que abajo. A la Laguna Negra. Negra, imagino, por el color oscuro de sus aguas, amplia, abarcable su diámetros sin esfuerzos con la vista una vez que se está en ella, pero inimaginable, inconcebible en su interior, pues no da pistas de lo que alberga por debajo de su insaciable superficie. Es un lago glacial. Perenne. Sorprende una vez que, sobre las plataformas de madera que la rodean para hacer más seguro a los visitantes el paseo y a la vez protegerla, uno se acerca a ella: no imagina quien llega sin saberlo que bajo el pico Urbión, al pie de un escalón, acantilado inmenso, se encuentre eso. Yo enmudecí. Me pasa en general, cuando voy por terrenos así, aquéllos que no conozco, que callo, que procuro escuchar, pero aquello era diferente, era un silencio impuesto por la propia laguna, por los árboles encastrados en la sierra que la rodean, y que apenas nos atrevimos a levantar.

Sobrepuestos del primer contacto con la Laguna Negra, nos acercamos a una pequeña cascada saltando entre las piedras y evitando resbalar. La cascada, que caía desde gran altura por entre las rocas, de agua fresca y transparente con la que llenamos las botellas, llevaba incesante su ritmo. No en vano, esa pequeña cascada, iniciada más bastante más arriba, en el Pico Urbión, es parte del río Duero. Parece imposible, viendo ese fluir tan ligero, que sea esa misma agua la que llegue hasta Oporto y dé al mar, la que atraviese media Península en silencio, la misma agua que habíamos visto el día anterior junto la ermita de san Saturio en la capital soriana. Quisimos seguir subiendo, un poco más, nos dijimos, y llegamos con cierto esfuerzo por entre las piedras al siguiente escalón de la sierra. Los llamo escalones porque desconozco qué termino es el conveniente en estos casos, pero ciertamente lo parecen: desde la Laguna Negra hay una pared casi perpendicular que se extiende bien en altura, y una vez llega a su cima, una extensión de tierra y hierba apareció ante nuestros ojos una extensión de tierra verde y clara. La claridad se debía a la luz del sol que abajo dejaba de llegar y arriba no parecía tener prisa por resguardarse de la noche. Anduvimos un buen rato por aquel terreno plácido por el que se veía correr el aún vergonzoso Duero, en busca de la Laguna Helada, otro lago glacial que no llegamos a encontrar. Volvimos, eso sí, pronto, para evitar que la luz del sol nos abandonara del todo en la zona baja, no conviene arriesgar cuando se desconoce el terreno.

Hicimos la vuelta sin problemas, envueltos aún en esa especie de área de silencio y paz que emana de la Laguna Negra, y, a medida que nos alejábamos de ella, nos acercábamos a la normalidad: el coche, la carretera y Vinuesa, de la que vimos poco por las prisas: pasamos con el coche por sus calles de piedra y su aspecto de villa del pasado, huyendo de la noche que caía sin esfuerzo sobre nosotros junto con el cansancio. Quiero mencionar, sobre todo para no olvidar la cara de D., el momento en el que una vaca y un ternero se nos atravesaron en la carretera a pocos metros de Vinuesa, por una carretera que parecía vereda asfaltada.

Volvimos a tener problemas de orientación en Abejar y tuvimos que dar la vuelta en un camino para evitar seguir por la N-234 en dirección Soria y poder coger la SO-910. Ya en la carretera vimos que la noche era inevitable, pero nuestro día estaba ya hecho. Sólo nos quedaba llegar a San Esteban y cenar, para lo que nos esperaban en casa los padres de P., con comida para un par de coches más tan llenos como el nuestro y la que no pudimos más que agradecer.

No estaba, sin embargo, terminada la jornada, aún quedaba fuerza para algo más y decidimos salir a por un par de cervezas a algún bar del pueblo. Aun así, antes de parar en el bar, quisimos subir al castillo de San Esteban. De él no queda más que una pared, diría que el muro oeste, pero arriesgando. Se suponía que estaría iluminado, pero era probablemente demasiado tarde y lo cogimos sin luz, lo que no nos impidió seguir a P. por el camino que llevaba a la cima, hecho a base de pisadas y pisadas, entre hierbajos. Allí, la luz de los pueblos, la oscuridad de lo lejano y el silencio: Soria de noche, tan tranquila como de día, hermosa y escondida.











viernes, 29 de agosto de 2014

Bremen: Primeras impresiones

Irse a alguna parte implica, irremediablemente, abandonar otra, dejar cosas atrás que muchas veces no querrías abandonar. Algunas no las abandonas para siempre, es verdad, vuelves a ellas, otras las dejas y no sabes si las volverás a tener cerca y te da igual, te importan tan poco como las que sabes con certeza que desaparecerán sin dejar rastro. Las peores son las que abandonas sabiendo que existe la posibilidad de que el tiempo las borre de ahí, de que ya no estén cuando vuelvas, y sin embargo no quieres que se vayan nunca. Es extraño despedirse de lo que quieres volver a ver y es posible que nunca veas, no por capricho, no, por necesidad. 

Mientras el tiempo pasa allí, donde todas esas cosas se quedaron, yo procuro crearme una vida nueva, adaptada a lo que empieza, sin pensar demasiado en ello; no hay manera de cambiarlo, entonces, ¿para qué insistir? Procuro empezar en una ciudad completamente nueva, que conocía sólo de nombre y no de pasos. Me sorprende, para empezar, algo que poco tiene que ver con la ciudad, pero que la hace acogedora, el clima, es extraño que en los días que llevo aquí aún no haya caído ni una gota. Y sigue brillando el sol por las mañanas. Me despierta una tras otra, pues la falta de persianas y de cortinas hace que entre resplandeciente una mañana tras otra, que caliente la cama en la que duermo y, según la hora y mi posición sobre esa cama, me dé violentamente en la cara. He decidido dormir con antifaz, pero no hace nada, el sol no me da en los ojos, pero sí el calor, que me despierta una mañana tras otra. Cuando empiece a trabajar, supongo, lo agradeceré, servirá de ayuda a mis lentos despertares, espero. Aunque pronto dejará de salir, al menos tan fuerte y tan claro. 

La ciudad, por su parte, es una más de Alemania, con su sistema de transportes típicos (excesivamente caro, para mi gusto, pero alguien tiene que pagar lo que no pagan los estudiantes, supongo), sus estaciones y sus tranvías, sus locos por las calles, sus bicicletas... Una más entre tantas, supongo. No está demasiado poblada -unos 500.000 habitantes-, pero es extensa. No suele haber edificios de casas superiores a cuatro plantas, o, al menos, yo no los he visto, y es increíblemente verde. Más verde que ninguna otra ciudad que haya visto en la vida. Hay árboles y pequeños parques cada pocos metros, diría que en cada calle, pero de momento sólo conozco el centro. Vivo en una avenida bastante grande, la Kurfürstenallee, que se encuentra a unos diez minutos en tranvía o bus de la estación central, a la que tendré que ir a diario para coger el tren que me lleve al centro donde trabajaré. Extrañamente, entre esta calle y la perpendicular, la Kirchbachstraße, hay alrededor de siete restaurantes y tres bares, además de dos gasolineras, un supermercado y una especie de cine-bar. Hay también una librería, dos tiendas de bicicletas, una carnicería ecológica y dos oficinas bancarias. En estas dos calles hay ya más de lo que había en todo la Altstadt de Bonn. Es mucho menos bonita esta zona, por supuesto, pero la ciudad en general es encantadora. Hay cientos de casas grandes, reconvertidas en consultas de médicos, un par de institutos inmensos, que más bien podrían servir de internados o de hospitales, y casas, simplemente casas, con el "título" de Villa.

Tiene Bremen, al contrario que la mayoría de las ciudades alemanas de gran tamaño, un centro bastante bien conservado, con una catedral que guarda en el interior unas impresionantes columnas de color y unas bóvedas maravillosamente decoradas con lo que supongo que son frescos. Muy cerca de la catedral, junto al ayuntamiento pero no en la puerta principal, se encuentra la famosa estatua de los músicos de Bremen -Die Bremer Stadtmusikanten-, un gallo sobre un gato sobre un perro sobre un asno y que parecía ser lo más preciado para los turistas, que se turnaban para hacerse fotos con ella. 

El río, el Weser, gracias al que la ciudad se procuró el título de Hanseática, sólo lo he visto aún de pasada, pero procuraré verlo pronto, mucho más de cerca pasear pronto por algunos de los múltiples parques que tiene la ciudad, aprovechar el tiempo que esté aquí, el que sea, al menos estos dos meses. 

martes, 5 de agosto de 2014

Julio II: Soria, día 1

El tren tarda bastante poco desde Vitoria hasta Palencia. Dos horas aproximadamente. Es un viaje que se hace bien, aunque ya sabemos que lo de bien o mal en un transporte público depende de la persona que esté sentada a tu lado o incluso del grupo de personas que se encuentren en el mismo vagón que tú. Aun así, no fue mal la cosa. Leí poco y escribí menos, pero al menos descansé, que buena falta me hacía, porque presentarme en Vitoria habiendo dormido poco más de cuatro horas y patearla durante cinco no ha sido una idea sensacional, hay que reconocerlo.

En Palencia me esperaba D. en la estación, y, tras las cañas de bienvenida o de rigor, según se quiera, la cena en el Marrano y la final del partido del Mundial de Fútbol, la cama nos esperaba para descansar lo mejor posible, que el viaje hasta San Esteban de Gormaz no será largo, pero tampoco un camino de rosas.

Salimos hacia San Esteban relativamente temprano, para aprovechar bien el par y medio de días que teníamos para ver la provincia y por si las moscas. Y, efectivamente, nos perdimos un poco con los carteles en Aranda de Duero. La señalización no era maravillosa y a nosotros nos costó encontrar qué carretera -nacional, por supuesto, que es lo que hay en Soria- teníamos que coger. Tomamos la N-122 dirección Madrid para desviarnos rápidamente en dirección Soria. Eso nos despistó bastante a D. y a mí. La carretera no era mala, simplemente nacional y cargada de camiones. A D. le hacían falta algunas horas de práctica con el coche, pero poco a poco fue cogiendo confianza, se le veía más suelto, dejaba de plantearse cuánto tiempo tardaría en adalantar a un camión, si pisaría la continua o no. En la radio sonaban Fito y Fitipaldis, los Mojinos, John Fogerty, Sabina, Springsteen, Rafa Pons... La mayoría de las canciones que conocía me evocaban algún tipo de recuerdo que, a veces, prefería no recordar, pero las cantamos, sobre todo porque el viaje prometía ser diferente, divertido. Quién iba a decirme que acabaría en San Esteban con D. y con P. porque sí, al terminar mis años en Salamanca, en lugar de en otra parte y, sobre todo, con otra gente. Nadie, eso es seguro.

Con una canción D. me envidia, me dice, por seguir descubriendo canciones de Sabina, a estas alturas de la vida. Dos, además. Yo me río. No sé qué decirle, sólo pienso en las letras, en los labios urgentes, en dormir en estaciones, en las entradas de amor del blog. Y finjo, de vez en cuando, las sonrisas, sólo de vez en cuando: ir en coche, observar los paisajes de Soria, desconocidos, me pone de buen humor, saber que llegaremos, después de tanto tiempo, me alegra.

Una vez en San Esteban, y ya cuando conseguimos enterarnos de la calle en la que estábamos, P. salió a recogernos y nos llevó a conocer el pueblo. Es curioso cómo, en un pueblo tan pequeño puede haber tantas iglesias, obras, importantes. Nos acercamos al Rivero (la iglesa de Santa María del Rivero), cerrada a cal y canto, pero al menos pudimos ver su galería porticada, de principios del siglo XI, y a la iglesa de San Miguel, construida hacia 1111, y que tiene gran importancia para el arte románico en general, pues fue la primera iglesia a la que se le construyó una galería porticada, posiblemente para unificar, como en la concepción islámica, los poderes temporal y religioso. Estas dos iglesias, ambas con sus galerías porticadas, darían buena muestra de la importancia de la religión musulmana en la ciudad. Quién sabe, eso es lo que dicen los paneles y los libros. Nosotros sólo vemos el sol y la belleza.

Tras visitar el pueblo, D. volvió a sentarse al volante del Focus y fuimos hasta la capital soriana. Es bien cierto que es pequeña, que tiene poco que ver, pero no deja de ser interesante visitarla. De camino a Soria, por la carretera que debería convertirse en algún momento en la A-11, la Autovía del Duero, y de la que sólo hay unos 7 kilómetros construidos, hay un puerto que se llama El Temeroso. Creo que no es necesario decir más. Justo al llegar fuimos a comer a la plaza de Herradores, en pleno centro de la ciudad, y lo que más me llamó la atención, además de la cerveza (¡Cruzcampo en esas latitudes!), fue que, siendo un bar taurino, decorado por todas partes con imágenes de las fiestas de la ciudad y de astados en todo tipo de situaciones, el hilo musical no dejara de hacer sonar a Quique González, con ese sonido tan americano y tan poco español, a veces.

Pero nuestro fin no era escuchar a Quique, sino pasear por Soria, así que nos acercamos a todas las iglesias y a todas las estatuas que había por allí: Gerardo Diego, Antonio Machado y Leonor, especialmente. Además de la iglesia de Santo Domingo, lo que más nos interesaba era San Juan de Duero, pero era lunes, y ya se sabe que los lunes no se puede visitar nada, ni siquiera las iglesas. Nosotros eso no lo habíamos tenido en cuenta antes de salir, así que nos quedamos con las ganas de ver el claustro del monasterio que levantaran los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y la ermita de San Saturio, noble visigodo de Soria que donó sus bienes a los pobres y se retiró a una cueva a rezar de por vida. Parece ser que .los restos del tal Saturio aparecieron por allí y se edificó una ermita sobre las rocas que impresiona bastante y que tiene un acceso en la misma piedra. 

Aunque a la ermita no pudimos entrar, recorrimos el camino entero hasta ella y, parece ser (digo parece ser porque no lo vimos y nos lo advirtió un cartel a la puerta de la ermita), pasamos por el famoso olmo de Machado y leímos algunos poemas esculpidos en piedra del sevillano y del otro poeta ilustre que vivió en Soria, el santanderino Gerardo Diego. Todo el recorrido transcurre a la orilla del Duero, perenne en la provincia y que nos venía acompañando desde San Esteban. Es cierta la tranquilidad y la paz que transmite el río, o tal vez la propia capital, la provincia. El silencio domina todo. Es, quizá, el propio río, lo más ruidoso que pueda uno encontrarse. Los coches, incluso, parecen no ser tan ruidosos como en el resto del mundo.

Poco más había que ver en Soria ya, así que fuimos de vuelta a nuestro coche y emprendimos de nuevo el viaje hacia San Esteban, pero antes fuimos a visitar el cañón del río Lobos. Para llegar al cañón hay que llegar prácticamente a San Esteben, están muy cerca, y de camino allí vimos tirado, en El Temeroso, un camión. Esto es muy normal aquí, nos dijo P., no sólo aquí, vaya, en toda la provincia. Al llegar al cañón, justo ahí, cambió mi imagen mental de Soria. Por completo. Yo esperaba contrarme los campos de Castilla, el vacío en la tierra, un lugar que pareciera yermo. Y para nada. El cañón del río Lobos es un espacio verde, rocoso y montañoso, con cuevas e incluso una ermita que parece salida de la nada. De San Bartolomé, si no recuerdo mal. Subimos a un pequeño mirador que da vista de las dos partes del cañón, una llena de árboles, en un espacio que parece cerrado, circular casi por completo, y rocoso, y la otra alargada, con el camino y el río Lobos presente en el centro, más accesible, por la que habíamos llegado. La bajada fue relativamente difícil porque quisimos hacerla así, pero conseguimos llegar sanos, sin roturas en extremidades o ropa, aunque cansados y un poco quemados, a casa. Eso sí, antes de pasar por casa y después de hacer un descanso en el mirador de la Galiana, en busca de algún que otro buitre, que no se dejaron ver más que muy de lejos, paramos en un par, ya en Sanes, a tomar las cervezas de rigor, por D., que no bebió en todo el camino.






viernes, 1 de agosto de 2014

Julio I: Vitoria

Suelo hacer amigos con facilidad, eso no puedo negarlo. No sé si porque soy simpático o porque soy un pesado que la gente no es capaz de quitarse de encima. Pero lo cierto es que llegué a Vitoria, donde me estaba esperando Í. con mi encargo: Printze txikia. Manías mías, no puedo, o no suelo, llegar a un lugar que no he visitado nunca y que tiene lengua propia y no comprarlo. Esta vez era domingo, así que, previendo que las librerías podrían estar cerradas, le pedí que me lo comprara para no quedarme sin él. 
A Í. lo conocí hace  dos años largos en Groningen, por esas cosas de la vida de que vas a visitar a una amiga que resulta que tiene un amigo que. Pues de ahí, de la casualidad (y Facebook, que lo hace todo más sencillo), aparece él hoy aquí.

Amabilísimamente y después de dos años sin vernos, me enseñó la ciudad en las cinco horas que teníamos, me contó curiosidades de quien la vive y la conoce, quien sabe, por costumbre o curiosidad, qué sucedió allí y qué es lo que está viendo. Gasteiz, murallas, iglesias, estatuas y sus personajes, barrios, calles, parques... Lo cierto es que no esperaba que Vitoria fuera una ciudad fea, pero me agradó mucho más de lo que esperaba. 

Había, además, una maratón por sus calles y nosotros íbamos entre sorprendidos y asustados: por cualquier sitio donde nos metíamos salían corredores, ya fuera en el centro, por su Plaza Mayor, en la Plaza de la Virgen Blanca, o en barrios residenciales, con casas enormes, palacetes, casi, entre las que me sorprendió un colegio privado gigantesco y salido, por la pinta, de una película de terror a lo Drácula. 

Con una buena hamburguesa tamaño autóctono, chistes y comentarios sobre los vascos y sus deportes, helado y descanso en un parque tan verdísimo como Vitoria, la fugaz visita a la capital alavesa me dejó con ganas de volver por tierras vascas. No puedo, en realidad, decir mucho más de las cinco horas que estuve allí, de hecho, no estaba previsto, si quiera, que escribiera sobre ello, pero fue el inicio de cinco días que merecen contarse, así que, al menos, merece mencionarse. Y es queVitoria sólo era un pequeño paso, parada innecesaria, aunque merecida y recomendable.

Gracias al anfitrión y guía.

lunes, 23 de junio de 2014

Poesía, poetas, un poema y el mar.

Vuelvo cada cierto tiempo a la poesía, siempre en busca de algo, a veces de consuelo, otras de ideas, de incertidumbres o certezas. Vuelvo, eso sí, casi siempre a los mismos poetas, sin arriesgarme demasiado a entrar en lo desconocido. Y es que, desde hace un par de años, me enfrento a ella con escepticismo. Son siempre poetas en español. En alemán nunca he conseguido descifrar, al menos no todavía, los secretos de los poemas, no de los que me he propuesto, sólo vagamente a poetas relativamente sencillos.

Me hablaron ayer, sin embargo, de poesía, de poetas, de uno en concreto, o mejor, me mostraron ayer poesía (...from your lips and your hands.). Gracias. Con esto, o sea, por este impulso, me he visto hoy en la necesidad de volver a los libros de poesía, los pocos que me quedan en Salamanca y buscar en ellos algo que guiara el estado de ánimo, los sentimientos, los calmara o, quizá, los ordenara.

He vuelto, como hago a veces, a La ciudad blanca, al mar de Lisboa y a un mar cualquiera. No puedo deshacerme de las ganas de ir al mar y encontrarlo gigante, inmenso, sentir que el horizonte es y no es el final. Sentir que todo se diluye y esperarlo y no quererlo a la vez.

Que el mar marque el inicio de algo nuevo.


COSTA DA CAPARICA

1

Frente al paisaje mudo,
el oreo del viento
sobre los juncos.

Sobre la playa a solas,
sólo el vuelo rasante
de unas gaviotas.

Si a la tarde vuelves,
has de ver en el agua
un nombre breve.

2

Hacia poniente el sol
descubre un nuevo límite,
otro horizonte.
                       Aquí entre la espuma,
mis manos en el agua
conforman el poema:
la firmeza de ser en cada ola
memoria húmeda del texto
o la opción de unos niños
de jugar con la arena.

3

El sol hacia poniente
dibuja la otra orilla.

Anochece.
                 La tarde es apenas
un esfuerzo de luz, unos colores
que quiebran
la limpia geometría
de esa línea de sombra
donde se pierde el mar
o se deshace.

Ángel Campos Pámpano, en La ciudad blanca

Cuánto mar últimamente sin haber ninguno.

viernes, 13 de junio de 2014

Cambiar de ciudad, cambiar de vida

En cierto sentido uno no elige, muchas veces, lo que hace o deja de hacer. Las cosas vienen dadas, impuestas o aceptadas, sin muchas dudas o preguntas, las decisiones se toman por inercia, a veces, porque alguien ha demostrado, inculcado, hecho o deshecho cualquier tipo de cosa, espectáculo o favor que nos hace cambiar, de repente, la forma de ver algo, de entender algo, de pensar algo. 

Yo estoy donde estoy por muchas razones. Primero quise ser traductor, hablar mil idiomas y ser capaz de transmitir el conocimiento de unas lenguas a otras. Luego supe -o más bien me hicieron saber- que eso no era lo que realmente quería, que lo que quería era dar clase, ser profesor y ser filólogo. Decidir qué filología no fue tarea fácil, si hubiera sido por seguir el ejemplo de quienes me mostraron las virtudes de estos estudios, sería clasicista o hispanista, sin ninguna duda. Supongo que fue por esa disyuntiva, por no saber cuál de los dos mejores caminos elegir, que elegí la tercera vía, la propia, la de lo conocido sólo a medias y el buen recuerdo de la poco conocida Alemania y su gente. Sinceramente no creo haberme equivocado, a pesar de todo. 

Luego vino elegir Salamanca. Esa tarea fue bastante más sencilla. Una vez elegida la carrera, fue por eliminación. No había muchas más opciones que me convencieran y que fueran asequibles para una familia de clase media, con hipoteca y dos hijos. ¿Gastos de uno estudiando fuera? Ja. En fin, que mis ganas de ser traductor y estudiar en Granada se fueron por el retrete al poco de entrar en primero de Bachillerato. No las de Granada, esas siguen intactas, sólo las de traducción. 

Pero Salamanca también se acaba y ahora toca elegir otra vez. Y otra vez sé que Granada no será. Antes no pudo serlo, tampoco ahora. Pero bueno, eso importa poco, porque cambiar de ciudad es cambiar de vida, y cambiar de vida es cambiar de todo, y más ahora. Aun así, aunque la ciudad aún no esté clara, tampoco hay claro nada. Hace cinco años, después de los exámenes de la PAU y antes, tenía(mos) instrucciones muy claras: "Disfrutad de la que va a ser la mejor época de vuestra vida, seréis más pobres que las ratas, eso sí, pero os dará igual". Ahora no hay instrucciones. De aquí a un par de semanas se habrá acabado la vida como universitario (a falta de siete asignaturas de una carrera inacabada y tal vez inacabable), para pasar a ser alguna otra cosa todavía desconocida. ¿Qué se hace ahora, qué hay después de lo que en tu vida se supone que ha sido lo mejor de lo que va a haber siempre? ¿Quién lo sabe y cómo se afronta? ¿Habrá de repente aulas repletas de niños? ¿De adolescentes? ¿De adultos? ¿Habrá siquiera aulas? ¿Será ahora mesa y no pupitre? ¿Qué y dónde? ¿Cómo se enfrenta ahora uno al final? Porque el principio se desconoce cuándo llegará, pero el final tiene una fecha. Se acaba, de momento, Salamanca, vivirla, vaya, no recordarla, eso nunca, ni a ella ni a quienes la hacen. 

Se os hará corto, decían. Vaya si tenían razón. Aun así, cambiar, no suele ser para mal. 

sábado, 7 de junio de 2014

Diarios y desganas

Hace unos años, en Alemania, en Heidelberg, en verano, me compré una libreta, bien sobria y bien cara, para escribir en ella de todo y más: anotaciones, direcciones, números de teléfono, anécdotas, poemas, etc. Todo lo que me fuera necesario en algún momento, porque sí, por recordar, por un viaje inesperado. Lo que fuera. En un principio pensaba terminarla en un año, como mucho, y ya va camino de cumplir el tercero si nada lo remedia.

Está más bien estropeada, no porque yo la haya tratado mal, sino porque ha venido conmigo a todas partes desde que la tengo. Solía -ya no tanto y no sé porqué- llevarla en el bolsillo, en la mochila o donde fuera, por si tenía que anotar algo, pegar algo o guardar algo. Una de esas veces que la llevaba conmigo me cayó encima el mayor chaparrón de mi vida. No exagero. Tardé cinco minutos en llegar de mi casa a la parada del metro, en Bonn. Cogí el metro para dos paradas nada más, pero desde mi casa a la parada se puso a llover como si se acabara el mundo. Ya llovía, no es que empezara, así que yo iba con mi abrigo y preparado para lo que pudiera pasar, botas, calcetines, libros más o menos cubiertos entre plásticos, de todo. Pero fue inútil. La mochila con los libros sobrevivió, pero se acabó rompiendo una de las costuras. Y los libros... bueno, uno tiene sus heridas, pero los apuntes... alguno tuve que tirarlo y otros suerte que estaban en una carpeta de plástico. Bendito plástico, a veces. La libreta, eso sí, no se salvó de la tragedia. Ahora mismo está cogida con celofán, la cuerdita gris que hace las veces de punto de lectura se salió y tuve que volver a pegarla de mala manera, las hojas parecen un mar embravecido y cansa muchísimo escribir en ellas porque están duras y no retoman una forma plana por nada del mundo... El bolígrafo negro con el que suelo escribir acabó destiñéndose por el agua y en algunas hojas, sobre todo las del principio, las letras se llegan a triplicar en colores que van desde el morado al rosa... En fin, que supongo que tendré que cambiarla por comodidad, de nuevo. Digo por comodidad porque las pocas hojas que le quedan son las más dañadas y me cuesta mucho escribir en ellas. Me cuesta escribir físicamente, digo, porque psicológicamente, como podéis comprobar quienes leéis esto, me lleva costando unos meses...

En principio la libreta era para escribir. Escribir de forma creativa quiero decir. O para apuntar cosas necesarias. Luego pasó a ser una libreta en la que apuntaba cosas que leía, citas, referencias, esquemas... un poco de todo. La compré cara para no tirarla. Siempre he tenido esa manía de tirar, romper o quemar las cosas de mi más tierna juventud de escritor que no es, de poeta que nunca fue, de narrador que sigue queriendo. Nunca me ha gustado releerme, y mucho menos releerme y pensar "pues vaya mierda". No, nunca. Por eso pensé que si me gastaba un dinero que me parecía excesivo, luego no tiraría la libreta. Una forma de autoimponerme el recuerdo y el reconocimiento de lo pasado y la evolución. Quizá sólo sea un absurdo, quién sabe.

El caso es que la libreta ahora tiene de todo dentro. En su bolsillito guardo billetes de metro en idiomas que no entiendo, entradas de museos, billetes de avión de personas ajenas, reservas de cenas que ya comí, billetes de tren pagados a destiempo y tres nombres, de tres cantantes alemanes, de una historia, de un cuento, que reescribo siempre y que es real, de la chica del avión, de aquella que me dijo "man sieht sich immer zweimal im Leben".


Y, entre las hojas, además de mis historias, de mis días y mis noches, citas, como digo, direcciones, de gente que me leerá y lo sabrá y gente que no. Direcciones de residencias pucelanas y holandesas, de costas granadinas, de hostales en los que las noches no son eternas, reservas de libros, números de teléfono de emergencia, el primer billete de tren a Franconia, por emergencia también ese viaje, caminos que seguir descritos, para no perderme entre ciudades checas, números de vuelos, notas en hoteles que no te tienen la reserva en él, sino en otros (Dear Mr. Manuel Aragón Ruiz -nunca nadie sabe poner el apellido completo, qué va-, you will stay in our hotel Gulden Vries...)... Historias, en fin, o parte de ellas, que se escribieron y ya no se escriben, que están y ya no están. Y últimamente no tengo ganas, ni fuerzas de escribirlas, ni de recordármelas, a saber por qué.

Me he propuesto, en fin, retomarla. Aunque tenga que comprar una nueva, igual de cara, pero no mojada e imposible.

Entre las notas, la siguiente:
"Tut das Unnütze, singt die Lieder, die man aus eurem Mund nicht erwartet! Seid unbequem, seid Sand, nicht das Öl im Getriebe der Welt!"*

Günter Eich, Träume
No sé, en fin, cómo de incómodo puedo ser, ni cuánto merece este cuaderno que lo sea. Plantearse las cosas, en este mundo, suele ser suficiente. Sigámoslo haciendo.

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(*¡Haced lo inútil, cantad las canciones que no se esperan de vuestra boca! ¡Sed incómodos, sed arena, no el aceite en el engranaje del mundo!)

viernes, 30 de mayo de 2014

Las ilusiones

Uno a veces intenta convencerse de cosas, para bien o para mal, las piensa y se las replantea, les da vueltas, como si con una vuelta más, girándola de tal o cuál manera consiguiera que cambiaran, que encajaran como deben encajar en el puzzle que se ha montado sin saber cómo ni cuándo. La ilusión, a veces, hace el resto, pero la ilusión no es realidad. Para nada. La ilusión es la idealización de algo que creemos que es verdad, "espero mi cumpleaños con ilusión". No es tu cumpleaños, sino que creas la ilusión de que lo es, y, cuando llega, la ilusión que tenías se convierte en realidad y nunca es la misma. Podemos escuchar a alguien decir, por ejemplo, que los niños esperan "con ilusión a los reyes magos". Una mierda. No son verdad esos reyes, les hacemos creer a los niños que lo son, pero es mentira, para qué lo hacemos es otra cuestión, pero les creamos una idea, la alimentamos, aunque sepamos la realidad, sin importarnos mentirles, porque la "ilusión" de los niños es muy importante. Lo será, no digo que no. 

Y así nos vamos creando en la vida. Levántate cada mañana con ilusión, te dicen. Para no ver el día, imagino, para no ver que hace frío, hay guerras en el mundo, hay hambre y miseria. Para no ver la realidad, imagino. Créate una realidad paralela, ilusiónate y no veas lo que hay. Supongo que es todo un poco así. 

La ilusión es importante, te hace sonreír, te hace disfrutar de cosas que siendo realista no disfrutarías, pero, a veces, cuando la ilusión fracasa, cuando ya no queda ni una pizca de ilusión por algo, entonces te das de bruces contra la realidad contra la que has luchado, ilusión tras ilusión. Iluso es lo que has sido. Te ilusionaste con cada buena acción, con cada paso, pero no viste que no era todo, que la realidad estaba debajo y que, posiblemente, no podrías cambiarla, a pesar de lo que pareciera. 

Y, a veces, desistes y te rindes, y cuando eso sucede, es posible que otros recojan tu ilusión, tus ganas de cambiar la realidad, es posible, digo, pero a ti ya no te importa.

Pero esperamos siempre que se enderece o se suelde o nos recupere -por sí solo a veces, como por arte de magia- y que ese saber no se confirme; o si notamos que la cosa es aún más simple, que algo de nosotros fastidia o desagrada o repugna, nos hacemos voluntariosos propósitos para enmendarnos. Son teóricos e incrédulos, sin embargo, esos propósitos. En realidad sabemos que no seremos capaces, o que ya nada depende de lo que hagamos, ni de que nos abstengamos. Es la misma sensación que los antiguos tenían cuando a sus labios o a su pensamiento acudía esa expresión que nuestro tiempo ha olvidado, o más bien ha rechazado, y se lo reconocían: 'La suerte está echada'. Y aunque la frase esté casi abolida, esa sensación persiste, y nosotros todavía la conocemos. 'Ya no hay vuelta de hoja', eso sí me lo digo yo a veces.
Javier Marías, Tu rostro mañana 

lunes, 12 de mayo de 2014

Apología del papel

Me dijo una vez un profesor que era un romántico, por estudiar lo que elegí, y por querer estudiar lo que terminé no eligiendo. Supongo que es verdad, y supongo que se puede contar como romanticismo en el siglo XXI preferir el papel a lo digital. Ya conté hace algunos días que prefería las cartas. Y las prefiero por muchas razones, sobre todo por la historia.

Desde siempre, creo, he despreciado en cierto sentido el tacto, así en general, como sentido. ¿Para qué queremos el tacto, para quemarnos, sentir frío, dolor, picor...? A veces otros cuerpos, otras manos, el papel, la suavidad de las paredes... Sí, es verdad, pero no sé si alguna de estas cosas es imprescindible. Seguramente no lo sea nada, o, al menos para mí, no creo que lo sean, pero hay algo, la historia, que se siente con los dedos, con las manos, con el cuerpo en general. Dejar que unos dedos se posen sobre unas páginas, que toquen y sientan lo mismo que hace cien años tocó otro alguien, exactamente lo mismo; eso es historia y realidad, es tacto, es sentir no "lo de siempre".

Tengo en mi habitación, en la habitación desde la que escribo, unos trescientos libros aproximadamente, muchos de ellos sin leer, supongo que padezco de una bibliofilia que me incita a comprar, creyendo que leeré, cuando sé que leeré otros que aún no he comprado y seguramente no pueda o vaya a comprar. Así son las cosas. De estos libros sin leer, y de los leídos, muchos tienen historia. Hay un Quijote de 1927, un Auguste Rodin escrito en alemán por Rilke y encontrado en Alemania, mojado y con las hojas sueltas, quizá por el agua de un día de tormenta en Bonn, una biblia en alemán que encontré en un tren, con nombre y dirección de una chica de Mannheim. Hay también varios libros que me regaló la abuela de una amiga, alemana también (qué curioso que la mayoría de los libros encontrados, recuperados o regalados que hay en estas estanterías sean alemanes), con el propósito de que me los leyera, con la intención de que aprendiera alemán rápidamente, lenguas en general, como su padre, traductor en la guerra, según me contaba, y superviviente por hablar varios idiomas. También hay algún que otro diccionario del pasado, de latín, de griego, de inglés... Y libros en idiomas que no hablo o que casi no entiendo, encontrados en cajas, recuperados de baúles o de librerías gratuitas en callejas alemanas. Alguno tengo regalado en español. La mayoría, como digo, en alemán. Recuerdo, por ejemplo, con cariño uno que compró una amiga checa en un puesto berlinés y que yo quise comprar; al final me lo acabó regalando, me dijo que era para mí y aquí lo tengo, en la estantería, un libro de cuentos de Bernhard.

Tiene cada uno su historia, y muchos son de segunda mano, o regalados por alguien en un momento concreto o especial, otros tienen su historia propia que desconozco y que nunca podré más que imaginar, como un libro en neerlandés que apareció un día en casa, de un hotel, olvidado por un cliente y que, pensando que era alemán, alguien trajo hasta mí.

Es absurdo pensar que recordaré todas las historias de cada uno de estos libros en el futuro, pero me gusta pensar que, con las fechas, con los nombres, alguien podrá leer en el futuro lo que yo leí, lo que yo compre, conocer alguna historia, inventar otras nuevas, para los mismo libros, exactamente los mismos, tocar las mismas páginas y subrayar las mismas líneas, leer las mismas anotaciones, siempre los mismos trozos, los mismos papeles gastados.

No niego, porque no se puede hacer, la utilidad de lo digital, sería idiota si lo hiciera, pero con tantos libros con historia que se amontonan en las estanterías de mi habitación, con tantos libros de los que todavía podría contar cuándo y dónde los compré (Salamanca, Bonn, Berlín, Utrecht, Madrid, Viena, Zafra. Plasencia...), así, no puedo más que querer seguir comprándolos, para leerlos más tarde o más temprano, para dejarlos a alguien, a quienes, en un futuro, sepan, intuyan o quizá sólo imaginen, que un día fueron míos, para ellos su hermano, su primo, su tío, su padre, su abuelo o un completo desconocido de quien sólo saben el nombre y reconocen, en las primeras páginas, un exlibris con la silueta de Berlín.

lunes, 5 de mayo de 2014

Los poetas

Me he preguntado alguna vez para qué siguen existiendo los poetas, o incluso cómo es posible que sigan existiendo, si todo lo que escriben, da igual qué, ya lo habrá dicho alguien, de alguna otra forma, y seguramente mejor. No hay nada nuevo en la poesía: vacío, amor, muerte, odio, vida, incertidumbre, destino... temas universales, como el hombre, tratados por hombres de antes y de ahora. ¿Para qué existirán, pues, los poetas, si repiten lo mismo en otros versos? ¿cuál será la necesidad que los impulse a reescribir una y otra vez lo que otros ya han escrito?

Hoy creo saber la respuesta, y sencilla casi tanto como lógica: porque son otros los que habían escrito, porque decir por uno mismo no es lo mismo que decir por los demás, aunque el sentimiento sea el mismo, aunque la verdad sea igual de verdadera y el ideal igual de universal. 

No nos sirven los versos de Quevedo si queremos decir lo que dice Quevedo, sólo si queremos reconocerlo, no nos sirven los de Goethe si lo que queremos es expresar lo mismo que expresara Goethe, nos valen sólo si queremos transmitir la idea... Pero para decir, para explicar, para contar no nos valen. 

Podrán quizá valer a quien los lea, que los leerá igual, como versos escritos por alguien, versos que repiten alguna idea dicha ya por algún otro en el pasado. Sí, eso sí. Alguien dice algo, otro alguien vuelve a decir lo mismo y otro lo mismo y así largamente en la interminable versificación del mundo. Pero si somos nosotros quienes buscamos expresar, nos convertimos entonces en poetas, creamos, con la necesidad de decir, los versos, no sólo los recordamos. 

Por eso siguen existiendo los poetas, porque aunque ya está todo dicho, necesitamos tener también nuestra palabra. 

domingo, 6 de abril de 2014

Miles de kilómetros

Que me gusta conducir no es ningún secreto para quienes me conocen. No tengo muy claro por qué. Quiero decir, no sé qué atractivo hay en sentarse frente a un volante de un coche cualquiera, abrocharse el cinturón, quitar el freno de mano con la primera ya metida, pisar el embrague, girar la llave y, cuando el motor ya suena, pisar poco a poco el pedal derecho, el acelerador, y cambiar de marcha cuando el coche lo pida, porque lo pide. No sé qué es, imagino que la sensación del movimiento, saber que llegaré a otro sitio a decenas, cientos de kilómetros de distancia, aunque tras ellos, luego siempre haya que volver a casa, sea donde sea que esté la casa. 

Lo importante es llegar, dicen, no lo sé, a mí me excita el hecho de ir, recorrer carreteras que no sabía que existían, parar en ciudades que desconocía, en áreas de servicio en las que una camarera cansada de la vida en la carretera, ni siquiera te mira a la cara, o, al contrario, camareras que te sonríen y alegran esa parte del camino que habías estado haciendo solo, pensando en la vuelta o en la ida, en la pérdida o el desconcierto de llegar sin saber cómo o porqué o si está bien bajar del coche al llegar o sería mejor darse de una vez la vuelta y no esperar a la agonía o la felicidad. Porque cuando se llega a un sitio no se sabe lo que lo espera a uno, sólo se sabe lo que uno espera esperar, el deseo o el miedo: las expectativas, para bien o para mal, son lo único que guían la llegada. Sin embargo, el camino lo guiamos nosotros, podemos retrasarlo, acelerarlo, frenar aquí o allí, tomar esta carretera o la otra, adelantar a este coche o no hacerlo. El camino es nuestro, mío. Quizá sea esa la clave, la falta de responsabilidad con la que hacemos lo que hacemos cuando vamos, pero no ya cuando estamos, porque, ¿quién nos pide un camino, una velocidad, una marcha u otra entre dos puntos? Nadie. Pero una vez allí, alguien espera, alguien pide algo de nosotros, alguien nos maldecirá por dejar algo de lado. En calles desconocidas, alguien nos guiará, pero en carreteras muertas, nadie más que nosotros puede elegir los pasos. 

Hay kilómetros por delante, ciudades que nos bendicen y nos castigan al llegar, pero mientras tanto, antes de parar el motor, poner el freno de mano, desabrochar el cinturón y bajar del coche, antes de todo eso, los kilómetros serán el camino, serán, quizá, también la respuesta. 

sábado, 29 de marzo de 2014

Historias de mi historia: Cartas inacabadas

Me gusta el contacto real, a pesar de internet, a pesar de lo que facilita las cosas, he preferido, siempre, mandar cartas, quedar, escribir una postal desde un lugar más o menos lejano para dar a entender que, de verdad, tengo presente a alguien. 

En el verano de 2012, sin embargo, en un tiempo que pasé en Wittenberg, tenía entre manos una carta difícil, la escribía y la reescribía, la leía, la rompía y recuperaba frases. Nunca escribir algo me había costado tanto esfuerzo y tantas dudas. 

Creo que por cuestiones de tiempo, y creo que nunca terminé de escribir la carta en Wittenberg, creo que me faltaba darle un final solamente, cerrar con unas pocas palabras más, sinceras y concisas, una carta de un par de hojas, difícil de escribir, pero también, seguramente, de digerir. Por cuestiones de cabeza, creo, olvidé la carta allí, lo que llevaba ya escrito, casi todo lo que había que decir, ya por fin bien dicho. Creo, digo, porque no pude encontrar la carta cuando llegué a España, y estoy casi seguro de que nunca la envié, de que no llegué a terminarla. Casi seguro, digo, porque el pasado se reconstruye en la mente de muchas maneras, modificamos el pasado para adaptarlo a nuestras necesidades, para ahorrarnos sufrimiento o para engañarnos a nosotros mismo, diciéndonos que somos mejores personas sin serlo del todo. 

El caso es que, hoy, desde hace tiempo, recuerdo aquella carta, recuerdo su contenido, pero ya era demasiado tarde a la vuelta para escribirla de nuevo, ya no tenía sentido reescribir lo que tanto me había costado decir, buscar de nuevo las palabras que tanto me había costado encontrar. Nunca la terminé, creo, y nunca la mandé, casi seguro. Y casi seguro, también, porque no hubo respuesta. Más tarde es ahora, pero, de todas formas, aun pienso en ello y me deja mal sabor de boca saber que nunca leíste aquellas palabras. La tirarían, la carta, las palabras, desapareció todo en aquel plattenbau, y la historia quedó a medias, terminó de la peor manera. 

miércoles, 19 de febrero de 2014

Debate: El informe PISA

El jueves 20 de febrero, a las 20:00, se hablará en el hotel Huerta Honda de Zafra sobre el informe PISA -en el que Extremadura ha salido más bien mal parada- y sus consecuencias, sus aciertos y desaciertos, sus interpretaciones y realidades.

Los miembros del Colectivo Manuel J. Peláez, en el que participan varios exprofesores míos (artífices de la invitación: gracias) han creído oportuno invitarme para dar una opinión crítica sobre él, mi punto de vista como estudiante, junto a varios profesores de secundaria y un padre en este debate en forma de mesa redonda. Humildemente he aceptado este pequeño reto.

Cosa de todos.


domingo, 9 de febrero de 2014

Decisiones

Uno se va de casa un día para empezar la Universidad, a estudiar, a labrarse un futuro a todas luces -pocas- incierto. Escoge una carrera y con ella llegan unos amigos, unas personas y no otras, una vida que antes no se veía está de repente frente a nosotros, con sus caminos, sus curvas, sus cruces. Decisión. Elección. Con cada nueva respuesta a un problema, con cada giro, nos creamos a nosotros mismos, y uno no se asombra -quién sabrá por qué- de no estar a merced de nadie. Decidir es tomar un riesgo u otro, o querer evitarlos.

Llega un día en el que uno se licencia, paga su título y puede decir que es licenciado en tal o cual cosa, y no hay nadie, al menos no ese día, o no en este país, nadie, que esté esperando para ofrecer un trabajo. Tampoco es que el recién licenciado lo quiera: es joven y es tiempo de estudiar un Máster. Y estudia el Máster. Y después de él seguramente siga sin haber nadie a las puertas de la Facultad esperando para darle un trabajo después de que haya pagado su título correspondiente.

Sin embargo, a veces hay opciones, a uno le llegan ofertas de trabajo que conllevan pasar entrevistas, o lo proponen para puestos concretos en lugares concretos de algún país concreto que sólo requieren la firma del convenio y la aceptación por parte del candidato propuesto. Entonces, en situaciones así, uno podría imaginarse cómo sería su vida si pasara la entrevista, si terminan por firmar el convenio a tiempo y, de modo completamente irracional, imagina que tiene todas las opciones ante sí, que puede pasar los próximos dos años de su vida como profesor de español en algún colegio perdido de Baja Sajonia, o que a estas alturas, tal día como hoy pero del año próximo, podría estar despertándose, a cinco horas antes de donde se encuentra ahora mismo, para ir a impartir clase en una Universidad quizá un tanto combativa y que pasará de camino por la iglesia ortodoxa que ocupa, desde 2003, el espacio en el que estaba la casa donde, el 18 de julio de 1918, se acabó con el último zar.

Y entonces uno piensa, sólo por pensar, en las decisiones, en las oportunidades, en la vida, y espera saber si tendrá que acabar decidiendo o si, sin más, se irá.