Suelo hacer amigos con facilidad, eso no puedo negarlo. No sé si porque soy simpático o porque soy un pesado que la gente no es capaz de quitarse de encima. Pero lo cierto es que llegué a Vitoria, donde me estaba esperando Í. con mi encargo: Printze txikia. Manías mías, no puedo, o no suelo, llegar a un lugar que no he visitado nunca y que tiene lengua propia y no comprarlo. Esta vez era domingo, así que, previendo que las librerías podrían estar cerradas, le pedí que me lo comprara para no quedarme sin él.
A Í. lo conocí hace dos años largos en Groningen, por esas cosas de la vida de que vas a visitar a una amiga que resulta que tiene un amigo que. Pues de ahí, de la casualidad (y Facebook, que lo hace todo más sencillo), aparece él hoy aquí.
Amabilísimamente y después de dos años sin vernos, me enseñó la ciudad en las cinco horas que teníamos, me contó curiosidades de quien la vive y la conoce, quien sabe, por costumbre o curiosidad, qué sucedió allí y qué es lo que está viendo. Gasteiz, murallas, iglesias, estatuas y sus personajes, barrios, calles, parques... Lo cierto es que no esperaba que Vitoria fuera una ciudad fea, pero me agradó mucho más de lo que esperaba.
Había, además, una maratón por sus calles y nosotros íbamos entre sorprendidos y asustados: por cualquier sitio donde nos metíamos salían corredores, ya fuera en el centro, por su Plaza Mayor, en la Plaza de la Virgen Blanca, o en barrios residenciales, con casas enormes, palacetes, casi, entre las que me sorprendió un colegio privado gigantesco y salido, por la pinta, de una película de terror a lo Drácula.
Con una buena hamburguesa tamaño autóctono, chistes y comentarios sobre los vascos y sus deportes, helado y descanso en un parque tan verdísimo como Vitoria, la fugaz visita a la capital alavesa me dejó con ganas de volver por tierras vascas. No puedo, en realidad, decir mucho más de las cinco horas que estuve allí, de hecho, no estaba previsto, si quiera, que escribiera sobre ello, pero fue el inicio de cinco días que merecen contarse, así que, al menos, merece mencionarse. Y es queVitoria sólo era un pequeño paso, parada innecesaria, aunque merecida y recomendable.
Gracias al anfitrión y guía.
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