jueves, 21 de mayo de 2020

Cuarentena XVII: cine en cuarentena

A pesar de que ya se puede salir a la calle con cierta normalidad, acercarse a los bares y hacer como que la vida empieza a retomar su ritmo, yo sigo prefiriendo estar en casa. Imagino que me he acostumbrado a este espacio propio, al ritmo calmado de las noches de cine en el salón. He visto todo tipo de películas estos días, documentales sobre la Alemania nazi (A German life), adaptaciones cinematográficas (Die Marquise von O.Cirkus Columbia), clásicos que llevaba años tratando de ver y al final no (La naranja mecánica, El gran dictador, El séptimo sello), películas duras de digerir (Irreversible), otras que de algún modo están relacionadas con la tesis (Al nacer el día, Línea no regular)... En fin, me he reconciliado de algún modo con el cine, que llevaba tiempo buscando no ya el momento, sino la situación ideal para ello, porque no es lo mismo ver una película que verse película, no es lo mismo coger el ordenador y dejar que se reproduzca algo que seguir cierto protocolo, que instaurar ciertas costumbres. 

En ese protocolo lo básico es la bebida y la comida: abro una botella de vino - en estos días he bebido de todo lo que me ofrecía el supermercado: Somontano, Ribera del Guadiana, Ribera del Duero, Toro... , como si yo entendiera de vinos - mientras se escuchan las palomitas saltar dentro de la bolsa en el microondas, y en lo que las palomitas terminan su fiesta, yo busco una película de alguna lista y pongo el proyector sobre la pared de gotelé. Me enfado con el gotelé y se me olvida el enfado cuando dejan de sonar las miniexplosiones dentro del microondas. A veces, en lugar de vino, lo que bebo es cerveza, y elijo para la película alguna menos común, no sé, algún tipo de cerveza de trigo, alguna negra, tostada... algo que pueda beberse con calma.

Siempre es tarde cuando empiezo este ritual, porque siempre se me hace tarde en la vida, siempre voy a destiempo, como cuando escribo esto - ahora mismo son las tres y veinte de la mañana, qué necesidad, me digo siempre -. Pero da igual que sea o no sea tarde, al final, la cuestión es que he creado cierto ritual sobre esto, que me empieza a parecer importante encender el proyector y poner alguna película. No es que sea un gran cinéfilo, al fin y al cabo, es muy difícil ser un gran nada en estos tiempos en los que todo nos absorbe y tenemos de todo y no nos fijamos en nada, pero supongo que la cuarentena me ha permitido enfrentarme con cierta serenidad al cine, también a la música...

Imagino que tiene que ver con la soledad y la solitud. Los últimos meses han sido extraños, sobre todo desde noviembre, casi nada ha salido bien - y el casi y es sólo por prudencia -, pero esta cuarentena me ha permitido - ¿me está permitiendo? - observarlo todo desde una perspectiva calmada, desde un espacio tranquilo, sin bondades, pero también sin sobresaltos: aceptar la muerte, las pérdidas, los desengaños, el dolor... todo eso parece más fácil en el exterior, rodeados de gente, pero tal vez sea más certero en las noches silenciosas de películas que nos enfrenten a una vida que no es la nuestra, pero a la vez sí. 


jueves, 7 de mayo de 2020

Cuarentena XVI: polvo en los escaparates

He montado un refugio en casa desde que estoy solo. Abro las puertas del balcón y dejo entrar el aire de la noche en el salón. 

La magia del refugio se rompe sólo un rato en la noche. Escucho el ruido del vehículo aspirador, delante del que dos operarios, casi siempre operarias, escupen agua a presión con unas mangueras finas como bichas. Me pregunto cuántos litros de agua gastarán en limpiar el centro de Sevilla. Sólo el centro, eso sí. Poco después se escucha llegar el camión de la basura, que apaga con su estruendo la música que ambienta mi silencio. Observo cómo ondean lentamente las cortinas, cómo se mecen ligeras ante la poca brisa. ¿Se mecen ante ella o frente a ella? 

En la calle, durante el día, ha vuelto un poco de ajetreo, motos que van y vienen trayendo paquetes de a saber qué cosas, bares que empiezan a prepararse para reabrir, la vida que vuelve a fluir. Pero por la noche sólo estamos los trabajadores de la limpieza y yo. Desde aquí no se ven luces en ninguna casa a esta hora. 

Me pregunto, entonces, cuántas casas estarán desiertas, cuántas almas faltarán a estas calles hoy por haber acogido a viajeros pudientes hace no tanto. El centro de Sevilla, siempre bullicioso, no es testigo de una ciudad viva, sino, más bien, de una ciudad activa, que no es lo mismo. Lo vivo crece y se reproduce. Más tarde muere. El centro de Sevilla se compone de pisos vacíos, de espacios huecos, carentes de significado, se mueve - se movía - pero la vida ya no es una real, sino impuesta. 

Imagino un tiempo en el que las calles tortuosas tuvieran un sentido no meramente estético, no meramente turístico. Esas calles sinuosas terminan dando a grandes avenidas, carentes por completo del sentido de la vida en una ciudad de sol y sed como ésta. 

Hoy, por la noche, he salido a pasear durante algo menos de una hora por esta ciudad y he sentido un poco lo que, imagino, se debería sentir en sus rincones cuando se crearon: la ciudad quiere estar hecha para el día, el silencio de las calles zigzagueantes, las inexistentes paralelas que huyen del sol directo en las jornadas más bochornosas del verano, las plazas estrechas que retoman el aire tras el calor... todo ello habla de la paz de la noche y el bullicio del día. Pero todo en otra época.

Ahora Sevilla es un no-lugar buscado conscientemente, un aeropuerto en el que no se vive lo real, sino lo recreado. Orgullosa, la propia arquitectura se niega a ello, pero el mercado ha llegado para reclamar su parte. Estos días, sin embargo, la ciudad está más limpia y más pura, y si uno se aleja un poco de los espacios masificados, ocupados por la geografía del capital, Sevilla se vuelve cercana y exótica. 

Los escaparates se han llenado de polvo: el paso del tiempo hace más daño al consumismo que a la esencia. 

sábado, 2 de mayo de 2020

Cuarentena XV: una foto de Bremen

Hace un rato I. me ha enviado una imagen que me ha llevado hasta una esquina muy concreta de Bremen. Debe de haber salido a pasear en cuarentena y supongo que se ha acordado de mí. Este año se cumplirán cuatro años desde que no vivo allí y, sin embargo, creo que esa ciudad y la gente que conocí en ella aún juegan un papel muy importante en lo que soy. En esa ciudad me enfrenté por primera vez a la soledad más absoluta, ahí estuve días enteros sin relacionarme con nadie, semanas en las que sólo veía a los alumnos y llegaba al zulito en soledad. Fue un tiempo muy introspectivo. Era también la primera vez que me enfrentaba al mundo laboral real, a una clase con niños alemanes, a las notas, a los exámenes, a las reuniones de padres... Bremen fue como el paso a la edad adulta. 

Al final del día, especialmente los jueves, que terminaban con la clase de cocina en español a las cinco de la tarde, tomaba el tren que me devolvía a Bremen desde Delmenhorst. Allí tomaba el tranvía para bajar en Sielwall y caminar unos pocos minutos hasta casa. De camino a casa pasaba por varios sitios de comida rápida, varios restaurantes y varios Kiosk. Tal vez pillaba algo de comida, a veces en un restaurante de Flammkuchen, que hacía un euro de descuento si te llevabas esa especie de pizza finísima a casa. Lo que hacía casi seguro era parar en uno de esos kioskos, siempre en el mismo, y compraba dos o tres cervezas, de distintos tipos, tamaños y estilos.  No era el más barato, ni tampoco eran especialmente simpáticos, aunque la familia en general - migrantes de algún país árabe - eran cordiales y agradables. No daban mucha conversación, imagino que estaban hechos a las costumbres del norte, pero sonreían mostrándose sinceros. Con todo ello, me dirigía al zulito y descasaba hasta que fuera necesario, trabajaba el fin de semana, a veces sin salir de nuevo hasta el lunes sobre las siete de la mañana. 

No siempre fue así, con el tiempo, acabé saliendo más del zulo, sobre todo a partir de la llegada de la primavera. A partir de mi segundo año allí, además, conocí a un grupo de gente bastante heterogéneo - de los que algunos siguen allí y otros no - , y la vida con ellos se veía de otra manera. El Kiosk, sin embargo, seguía en su sitio, así que allí continué comprando las cervezas y hasta allí "arrastré" también a comprarlas a algunos de ese grupo. I., uno de ellos, es quien me ha enviado la foto y me ha dicho que el Kiosk ya no es tal, que ahora es un sitio hipster. Me ha costado reconocer ese espacio que me era tan cercano, y eso a pesar de que, desde fuera, sólo se ve que haya cambiado el cartel de la entrada. Bremen tampoco es, como nada en la vida, como yo la dejé. Como tampoco yo soy exactamente el mismo tras haber pasado por allí.

Echo de menos la ciudad y su gente, no puedo negarlo: Daría tres o cuatro meses más de cuarentena por unas cervezas junto al Weser.