lunes, 25 de noviembre de 2024

De nuevo los Balcanes (III): Llegar a Mostar

En la estación de autobuses de Dubrovnik la gente empieza a impacientarse. Nadie sabe nada del autobús que cruzará la frontera y nos llevará a Mostar. Somos unos cuantos los turistas que esperamos noticias, que miramos uno por uno los autobuses que van llegando, para ver si alguno es el nuestro. Pasa el tiempo y nada, seguimos esperando y sentimos que estaremos más tiempo esperando en Dubrovnik de lo que dura el trayecto. Pero tampoco será así. 

Cuando un autobús blanco para en la dársena en la que esperamos, la gente se alza, muchos estábamos tirados por el suelo, cansados del tiempo y el calor y la sed y el desconocimiento. No hay ni un asiento libre cuando todos los viajeros ocupamos nuestros puestos, preparados para las próximas horas de viaje. Es evidente que no vamos a llegar a las siete y cuarto, porque para eso tendríamos que haber salido hace una hora y no tener retraso en la frontera, pero lo importante es que ya estamos en marcha. El trayecto nos lleva hacia el norte, con el Adriático a nuestra izquierda y el sol pegando en la ventana, yo me rindo al paisaje, a la imagen de los bañistas en las playas dálmatas, al agua y al sol, y poco a poco voy cayendo en un sueño que me llevará directamente a la frontera, no demasiado lejos de donde estamos. Allí comenzará realmente esta pequeña aventura. Volveremos fugazmente a ese mundo en el que no existía internet, en el que se llegaba a los sitios preguntando y a través de recomendaciones humanas y de las que hace google según tu geolocalización. Llevamos ideas anotadas, pero, de alguna manera, la experiencia central del viaje será lo que vayamos encontrando y no lo que ya llevemos pensado. Al menos yo estoy seguro de que eso dota a estos días de algo de humanidad, de algo de autenticidad. Lo sabremos según vayan pasando los días.

El viaje avanza lentamente y, para nuestra sorpresa, hacemos una parada en mitad de la nada, en una especie de área de servicio en la que solamente hay una panadería y un restaurante de comida rápida. Acabamos de pasar Stolac y aún nos queda por delante más de media hora de viaje. Con la hora y pico que llevamos de retraso, no entendemos nada de lo que pasa, pero no podemos hacer nada más que bajarnos y aprovechar para comer algo. Aún no tenemos marcos ni, por supuesto, vamos a poder pagar con tarjeta, pero nos dejan pagar en euros una botella de agua y un burek de queso, que empiezo a temer que sea nuestra única comida hasta mañana. Volvemos al tomar nuestros asientos en el autobús y se nota el cansancio de todos en el ambiente. Hay unos ingleses que van viendo el partido, esperando que su equipo gane y pasen a la final de la Eurocopa. Pierden la cobertura cada poco tiempo y se desesperan. Se les ve el sufrimiento en las caras. 

Cuando parece que el viaje va llegando por fin a término, el autobús gira sospechosamente para hacer una nueva parada en una gasolinera. Esta vez parece que tiene sentido que estemos aquí a pesar del retraso. Supongo que la gasolina es imprescindible para llegar a Mostar, pero empieza a alargarse más de lo que esperamos. Yo pienso en la cantidad de litros que tienen que entrar en ese tanque y me parece absurdo tener que repostar a poco menos de media hora del destino final: ¿quién ha calculado esta ruta? Pero, en estas divagaciones absurdas, de repente, el autobús da la vuelta a la gasolinera y vuelve a parar. Aparece una ambulancia y ahí estamos, viendo cómo uno de los viajeros es atendido por los servicios médicos bosnios. Nadie sabe lo que le pasa. Una joven que habla inglés y alemán se va comunicando con todo el mundo. Nos dice que un irlandés se ha desmayado y que los conductores son los que han llamado a la ambulancia. Pero nadie sabe nada más. Creemos que el chico va con los ingleses que están viendo el partido y les preguntamos, pero, o bien no se conocen de nada y sólo comparten idioma o les da bastante igual el irlandés, porque ellos están a lo que están, que es el partido de cuartos de final de Inglaterra frente a Suiza. Nada más importante, supongo. 

Desde la gasolinera vemos cómo termina de ponerse el sol. No se ve nada, no hay nada, parece un desierto y esta gasolinera la única en muchos kilómetros a la redonda, como en esas películas en las que los protagonistas siempre se quedan sin combustible y tienen que caminar hasta el lugar más cercano. Pero en esta ocasión el desierto está lleno de vegetación y montañas. Detrás de esas colinas, en algún lugar, estará Mostar, un destino al que cada poco que pasa deseamos llegar con más ganas y el que parece no ser posible acercarse. 

El tipo que va junto a L. le cuenta, ya de vuelta en el trayecto, que Mostar es un sitio carísimo, pensado para los turistas. Él, nos dice, es de ahí, pero trabaja en Dubrovnik, así que va y viene todos los fines de semana, y desde hace no mucho usa este autobús porque lo han pillado a muchos más kilómetros por hora de la cuenta mientras iba en moto y le han retirado el carné. Que no se nos ocurra pillar ningún taxi para ir a ningún sitio en Mostar, nos dice, porque van a engañarnos. No duda ni un poco al afirmar esto, así que, cuando llegamos, seguimos su consejo y caminamos el par de kilómetros que separan la estación de autobuses y el apartamento en el que pasaremos la noche. Son casi las diez de la noche cuando llegamos y empezamos a caminar. Al acercarnos, por fin, al apartamento, una señora nos habla, la saludamos, entendemos que es la madre de la dueña del apartamento. Nos da indicaciones a través del teléfono, ayudada del traductor de google. Suficiente para lo que necesitamos saber. Nos muestra el apartamento y, a pesar del cansando que nos acompaña y que es más grande que nosotros, nos encaminamos al puente viejo y al centro, a buscar al que cenar. Llegamos a Irma-Tirma, un restaurante con una señora majísima que nos dice que nos atiende, pero que tenemos que pagarle antes de las once si lo vamos a hacer con tarjeta, ésa es su única condición. Aceptamos, nos sentamos y nos tomamos unos platos de ensaladas y distintos tipos de carne picada que, junto a la cerveza, nos parecen los mayores manjares posibles.

Estamos en Bosnia y mañana será otro largo día, pero de momento podemos brindar tranquilos. Hemos llegado a Mostar y no importa nada más.

lunes, 18 de noviembre de 2024

De nuevo los Balcanes (II): Un nuevo Dubrovnik

Aterrizamos en Dubrovnik por la tarde, cerca de que empiece a anochecer. El aeropuerto es otro completamente distinto desde la última vez que estuve aquí. No es que lo hayan trasladado o reformado o lo que sea que pudieran haber hecho físicamente con él, no. La cuestión es que ahora hay gente, parece un aeropuerto de una ciudad turística de la costa en verano. Parece lo que es, quiero decir. 
 
Mi primera impresión es extraña, me lleva a tiempos en los que el covid lo donimaba todo y este aeropuerto estaba vacío, apenas unas pocas personas esperábamos al vuelo Dubrovnik-Zagreb y nada más. Todo estaba cerrado, únicamente un mostrador o dos para ese solitario vuelo y ya. Juraría, aunque no lo recuerdo, que tuve que venir en taxi, pero me extraña haber pagado lo que costaría un taxi en ese momento. No lo sé, sólo recuerdo el vacío, las cientos de sillas esperando ser útiles para los cuerpos cansados de las hordas de turistas de una temporada normal. Recuerdo el silencio. El insoportable silencio de un tiempo que parecía apocalíptico. 
 
Y también recuerdo que el taxista que me llevó del aeropuerto de Zagreb a casa, en la Ulića Huga Badalića, me anduvo contando que había sido jugador profesional de balonmano y que había visitado España varias veces cuando jugaba con equipos alemanes. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez fuera jugador de baloncesto, ¿qué importa eso ya, si pensé escribir sobre esa historia y nunca lo hice, como tantas otras veces?

Ahora esta ciudad se ha transformado en lo que yo sabía que era y decenas de turistas esperan un autobús carísimo que los lleve al centro. Diez euros por persona para que muchos tengan que hacer el viaje de pie. Un trayecto que se alarga casi tres veces más de lo normal por el tráfico incesante en una ciudad que, teóricamente, no debería acoger a tanta gente. Pero así funcionan este mundo, el capitalismo y las redes sociales. Dubrovnik es preciosa, pero se puso de moda, sobre todo, a partir de Juego de Tronos. Ahora todo el mundo quiere hacerse fotos en los escenarios de la serie, pero imagino que pocos querrían convivir con los dragones, ni tampoco pagar lo que cuesta un piso en esta ciudad, en la que la mayoría de la población ha terminado expulsada del interior de las murallas para poder acoger a los que vienen a dormir temporalmente aquí. La experiencia ni siquiera es inmersiva: las mismas tiendas, los mismos bares, las misas cadenas de panadería que en casi cualquier parte. Los free tours se dispersan por toda la ciudad en muchos y diversos idiomas. Es un escenario, literalmente. Precioso, sí, pero apenas nada parece real. Nosotros mismos hacemos un free tour, porque qué hacer, si no, en esta ciudad. Ya que estamos aquí, pues hacemos el turista. 
 
Nuestro viaje tenía que comenzar aquí, pero vamos a pasar menos de 24 horas en la ciudad y en Croacia: no está en nuestro itinerario por preferencia, sino porque la logística para llegar a Bosnia es la que es: Madrid-Dubovnik era el vuelo más barato, y la economía era una de nuestras preocupaciones para las dos semanas que vamos a pasar en los Balcanes. 

Antes del free tour, que hacemos por la mañana, después de llegar, hemos aprovechado para dar un paseo nocturno por la ciudad. Primero vamos al piso que hemos alquilado. Está en el patio de la casa de una familia. Han creado, dentro de su propio espacio, en el que viven todo el año, un pequeño apartamento para dos o tres personas, con una pequeña cocina y un baño. La noche va a ser la más cara de todo el tiempo que pasemos en la región y estaremos más lejos que nunca del centro: a 40 minutos andando del interior de las murallas. Dejamos las cosas y vamos al centro en el autobús urbano que nos indica la señora de la casa. Me pregunto si trabajará o si simplemente vivirá de esto. A casi 150€ la noche en una ciudad en la que casi todo el año es temporada alta, probablemente no necesite mucho más para vivir. 

Cuando llegamos al centro, es casi imposible encontrar un sitio para sentarse. Todo el mundo está pendiente de la eurocopa. España acaba de clasificarse contra Alemania, nos hemos enterado mientras íbamos en el autobús, y ahora juegan Portugal y Francia. Vemos los penaltis por el rabillo del ojo desde las escaleras en las que no sentamos. Las mesas son algo así como unos taburetes medianamente anchos, los asientos, unos cojines puestos en las escaleras. Podemos darnos con un canto en los dientes por haber encontrado este sitio, ciertamente, porque está todo lleno y la gente se agolpa en todas partes. 

Yo no puedo parar de pensar en la otra vez que estuve en esta ciudad, en la que todos los bares estaban cerrados, solamente una hamburguesería quedaba abierta en el interior de las murallas, y yo cené ahí dos noches seguidas. Subí a las murallas y era el único turista. Parecía mentira que eso estuviera así ahí, solamente para mí. Y ahora todo lo contrario, las colas de gente por todas partes, una ciudad con muchísima vida, en la que se cruzan millones de historias, aunque sean temporalmente, porque aquí todo parece efímero, porque nada parece pensado para durar más allá del beneficio: estos cojines, estas mesas que se recogen con rapidez... todo está pensado para dar un servicio rápido y efímero. Luego, en invierno, tal vez, vuelva cierta calma y, como en muchos lugares de costa, cerrará casi todo, aunque los turistas no dejen de venir, porque aquí se vive de eso, de que venga el turista, de los negocios con la gente que llega del mar. En realidad ha sido un poco siempre así en esta ciudad que fue independiente mucho antes de que se pensara en las independencias en muchos otros sitios. Los negocios siempre les han gustado por aquí, cuentan. La diplomacia eran su mejor ejército, es decir, las intrigas y las mentiras. 

Después del free tour, nos vamos a comer a la estación de autobuses y nos tomamos nuestro primer cevapi, No será el último. Pero el viaje está casi a punto de comenzar, realmente. Esto sólo ha sido la introducción a lo que vendrá, la experiencia Balcánica está por comenzar. Yo me espero casi cualquier cosa, porque algo empiezo a saber de cómo funciona todo por aquí, pero mis compañeras de viaje son novatas del todo. Para que comience la inmersión, el autobús que nos llevará a Mostar llega a la estación con casi una hora de retraso. De algún modo, ése es el comienzo real de esta pequeña aventura. Ya llegaremos a ello.


domingo, 18 de agosto de 2024

De nuevo los Balcanes: algo así como un prólogo

El viaje ya terminó hace un tiempo, pero por fin me he sentado a escribir sobre las semanas en los Balcanes. No hay estilo, no hay lógica, tal vez ni siquiera haya sentido. Pero hay historias y lugares una vez más. Comencemos por el principio. 


El tiempo cada vez avanza más rápido. Quiero decir, los días siguen teniendo la misma cantidad de horas y de minutos, pero cada vez dan para menos. Como si lo que antes tardaba diez minutos en hacer, me ocupara varias horas. Dormir, duermo lo mismo o menos, y, sin embargo, el resto del tiempo está perdido en divagar entre la nada y la nada, sin avanzar siquiera en un único pensamiento estable. El mundo moderno se ha apoderado también de mí y trato de quitármelo de encima. Esto lo pienso mientras voy en el avión que aterrizará en Dubrovnik, y el pensamiento me lleva, no sé si inexplicablemente, a la tranquilidad. Porque sé que a partir de mañana, del día después de llegar a Croacia, no tendré internet y el tiempo tomará de nuevo otro ritmo. No es la solución ideal para retrasar la velocidad de la vida, pero es una solución temporal. Quiero lo que tengo justamente delante, no contestar al minuto, estar conmigo y yo. Supongo que eso dice de mí que me falta control, porque hay gente que no vive así, que no contesta al minuto, que no lee los emails en cuanto los recibe. Pero me pregunto cómo lo hacen: mi teléfono apenas suena o vibra o hace nada cuando llegan llamadas o mensajes, la mayoría de las notificaciones están bloqueadas, sólo se enciende de vez en cuando una luz y, para evitar pensar en ella, el teléfono suele estar boca abajo en la mesa, para no verla. Si no está, no existe. Y, aun así, en cuanto agarro el aparatino, ya han desaparecido unos cuantos minutos de mi tiempo. Es fascinante a la vez que aterrador. Es mucho más fácil perder el tiempo ahí que centrarse en el leer un libro. La mente humana. En cualquier caso, a partir de mañana, en cuanto crucemos la frontera entre Croacia y Bosnia, el internet desaparecerá. Podría haber comprado una tarjeta con una cantidad cualquiera de gigas de datos para gastar, pero no lo he hecho ni pienso hacerlo. Necesito el tiempo. Necesito desconectar lo máximo que me permita la falta de internet. Como cuando viajábamos antes, como las primeras veces que iba a Alemania, con el mapa de Berlín del derecho y del revés, o cuando me tuve que aprender el camino desde la estación de Bonn a la residencia, o la de Würzburg, la primera calle en este sentido, luego esta o la otra se toma hacia la izquierda o la derecha... Así era indispensable estar pendiente de las calles, los accidentes urbanos: la pegatina en la señal, el paso de peatones, el nombre de la calle, el árbol torcido, la tienda con el cartel del color que fuera. Los próximos días serán así de nuevo. Pero antes habrá que volver a Dubrovnik, y recordar lo que ya sabíamos, remirar, con ojos nuevos y un tiempo nuevo, esta ciudad y este país. Iremos avanzando.

lunes, 11 de diciembre de 2023

Salamanca y los ríos

Llevo dos meses viviendo en un piso junto al Tormes. Desde el salón, cuando los estorninos callan, se puede escuchar el murmullo del fluir del agua, que se cuela en la casa y pone banda sonora a un clima que casi no recordaba. Hace menos frío que la primera vez que pisé esta ciudad, que aquel primer invierno en el que yo veía lucir el sol y, confiado, salía a la calle como si la luz derritiera el aire gélido. Descubrí que el cielo puede estar limpio de nubes y que, al mismo tiempo, la temperatura puede ser insoportable. Eso ahora no lo he vivido aún. No sé si pasará. Si seguirá pasando. 

El primer año que viví aquí, también lo hacía cerca del río y la neblina de las mañanas lo cubría absolutamente todo. Uno se sentía como si viviera en alguna película londinense. Por entonces comencé a escribir en este blog que cada cierto tiempo retomo, como una tradición cada vez más esporádica. Me digo que lo continuaré, que merece la pena escribir, aunque sea sólo de vez en cuando. Pero siento que el tiempo ahora corre mucho más deprisa, sentarse delante de la pantalla y teclear parece una misión mucho más difícil. Escribir aquí, antes, era un momento íntimo. Ahora, de algún extraño modo, las pantallas se han adueñado del día a día y la única forma de desconectar de la luz azul es dando la vuelta el teléfono, no encendiendo el ordenador, haciendo esfuerzos por, justamente, no estar conectado. 

En 2009, internet no estaba aún en todas partes. No existían los teléfonos 5G, nada nos permitía aún sacar el móvil del bolsillo en mitad de un parque y estar de repente en cualquier otro punto del planeta, mirar la información (in)necesaria, buscar en el mapa. Eso no existía. Ahora, de alguna manera, llegar a casa ya no implica comprobar el correo electrónico o las redes sociales y responder a los mensajes que sean. Ahora eso se hace inmediatamente, en cualquier lugar. Me pregunto si tal vez por eso ahora me cuesta mucho más que antes sentarme a escribir aquí. O será tal vez el pudor que antes no tenía, porque escribía cualquier cosa, lo primero que se me pasara por la cabeza. Ahora eso no sucede así. Como si hubiera algo que mantener: una imagen, un estilo, una idea de lo que soy, sé, escribo.

Ahora que vuelvo a habitar esta ciudad, soy consciente, como los viejos, de ese cambio, del paso del tiempo, de cómo eran antes las cosas y cómo son ahora. Del ritmo. Y eso que aquí siento que el ritmo es mucho más lento, como si los días duraran más, como si las horas fueran más largas. No es tedio. Es  calma. Es falta de prisa; también, tal vez, para instalarme, que me ha costado lo mío y, de hecho, aún me está costando. 

Los libros, por ejemplo, son siempre lo primero que pongo en las estanterías. Verlos en las cajas me da una sensación de enfado, como si alguien estuviera a punto de marcharse en lugar de estar llegando: recoge tus cosas y vete. Esta vez, en cambio, los había ido poniendo en las estanterías, pero sin ordenarlos, como si, efectivamente, fuera algo transitorio, algo que no fuera a durar demasiado. Me ha costado varias semanas mirar de frente las baldas y empezar a colocar los volúmenes en el orden correcto. Digamos que, una vez hecho ese trámite, la estancia aquí se me presenta algo más duradera. Pero, aun así, es extraño, porque no es que no quiera quedarme, es que siempre llega el momento de irse.

Cinco o seis años después (el número es ambiguo por eso de las mudanzas de entretiempo) me he largado de Sevilla, justo cuando empezaba a cogerle el ritmo, cuando tenía una familia repleta de amigos y compañeros con los que poder contar y a los que sabía dónde encontrar y en qué momento. Tuve cuatro pisos distintos en mis anteriores años en Salamanca, cuatro en Sevilla, entre medias, Bonn, Bremen, Friburgo, Zagreb y Sofía. Por mucho que mi tiempo aquí se debiera entender como (¿comedidamente?) prolongado, la realidad es que han sido muchas mudanzas en los últimos años y no parece creíble que no vaya a haber otra a corto plazo. Es una sensación, no una certeza, pero ahí está. 

Extrañas veces, los ríos se congelan y, entonces, el tiempo se paraliza, la vida se establece. Hace unos días veía unas fotos de patinadores y campistas sobre un Tormes congelado. También decían en Bremen que el Weser se congelaba hace años con facilidad. Incluso el Rin, el Sava y el Danubio se han congelado. Pero ahora la corriente del Tormes parece de primavera y nada hace sospechar que vaya a haber cambios. Tal vez se trate sólo de eso, de no parar, de seguir fluyendo lentamente, al ritmo con que se imponga la vida.


viernes, 21 de octubre de 2022

Un espacio vacío

Hace un año vivía en Sofía. Hace dos, en Zagreb. Hoy vuelvo a habitar Sevilla y pronto incluso constaré en el censo de esta ciudad que nunca he terminado de sentir propia. Intuyo que es una ficción, pero siento que las dos ciudades balcánicas me han marcado más que la capital andaluza. Como si a esas dos ciudades les debiera algo de la persona que soy, como si me hubieran movido a ser como soy ahora, a hacer lo que hago ahora, a pensar como pienso ahora. No obstante, no me sucede eso con Sevilla, no siento que me haya cambiado: recuerdo momentos, gentes, casas, escenas; recuerdo -y últimamente de un modo muy íntimo- una vida en esta ciudad que siempre me ha parecido de paso, como si fuera un trámite estar aquí, como si la forma de vivir aquí no fuera conmigo: no tengo una cafetería a la que ir cuando quiero un café solo conmigo, ni un parque callado por el que pasear a la sombra y escuchar los juegos de los niños como una risa que invade el alma, ni una calle que transitar en calma entre el barullo, ni un recorrido que me invite una y otra vez a transitarlo. 

No siento que Sevilla me invite a entender la realidad de otra manera, ni que me acerque a su intimidad, más bien soy yo quien cuestiona constantemente esta ciudad. Como si todo fuera una fachada de cartón piedra y no hubiera nada detrás a lo que acceder. Todo se ve, todo se exhibe, pero ¿qué hay cuando rascas?

Si pienso en las dos ciudades eslavas que me acogieron durante los que seguramente han sido los inviernos más duros de mi vida, sé adónde iría a pasear, qué recorrido haría solamente por el placer de caminar entre calles desconchadas, en qué banco de qué parque me sentaría a ver pasar a la gente, sé a qué cervecería iría con un libro a, probablemente, no leer, sé qué edificio me quedaría mirando, puedo intuir cómo me han hecho cambiar la forma que tengo de ver el mundo y de verme a mí, conozco el recorrido de varias líneas de varios medios de transporte, las pintadas de sus calles, los restaurantes en los que iría a cenar cuando llegara la hora, dónde esperaría por el mero placer de esperar, de no tener prisa. ¿Dónde está todo eso en Sevilla? ¿Dónde está para mí, quiero decir? Vivo en esta ciudad, pero no termino de sentirla propia. Como si no pudiera conquistarla más que a través de momentos concretos, como si nunca pudiera llevarla conmigo, como si fuera más de los turistas y las tiendas de souvenirs que de quienes vivimos, trabajamos, sentimos, amamos, lloramos, reímos aquí.

Vuelve a llover en Sevilla y pienso en Zagreb y en Sofía, como si llevara conmigo a esas ciudades más que a este sur que va a mi lado, pero no sé si me acompaña. La mayor parte del tiempo sigue siendo Sevilla -¿lástima reconocerlo?- para mí un espacio vacío.

sábado, 4 de junio de 2022

Una cámara analógica

Cuando estuvimos en Macedonia del Norte P. hizo unas fotos maravillosas con su cámara analógica. Una Zenit cuyo modelo no recuerdo. Yo ya tenía cierto interés por las cámaras analógicas, sobre todo por esa imagen romántica del tiempo detenido en una época en la que todo corre. Existe la necesidad de conseguir algo para ya y se puede hacer. Este texto puede llegar a todas partes hoy mismo, en cuanto le dé al botón de publicar estará disponible en cualquier lugar del mundo con una conexión a internet. Esa rapidez no hará, no obstante, que todo el mundo tenga tiempo para leerlo. Ni siquiera hablo ya de interés, sino de tiempo: cinco, diez minutos, serán demasiado tiempo para dedicarle. Consumimos instantes, necesitamos cada día más estímulos. Así que la idea de hacer hoy una foto y ver el resultado días o incluso meses después no sólo me parece fascinante, sino, en cierto sentido, necesaria. La paciencia. Lo que crece con la calma.

Esa parte de envidia me llevó a comprar en un mercadillo cercano a Alexander Nevski una cámara analógica Zenit ET, fabricada en la URSS. Elegí la que elegí sencillamente porque la marca estaba escrita con caracteres cirílicos. Ya sabía que iba a abandonar Bulgaria a los pocos días, así que me dije a mí mismo que, de alguna manera, si no funcionaba o no conseguía aprender a usarla, al menos tendría un recuerdo búlgaro que, sólo con verlo, me recordara mi breve época en el país.

El modelo dispone de un fotómetro que, aparentemente, no le funciona. Tampoco se puede esperar gran cosa de una cámara fabricada antes del año 1979, la verdad. Pero, evidentemente, me gustaría que funcionara correctamente, así que le escribí a S. Ella tiene bastantes cámaras analógicas, le gusta y sabe de fotografía no como yo, que ni siquiera sé si la cámara ha sido capaz de hacer algo con el primer carrete que le he puesto– y sé que conocía un sitio en el que le arreglaban los problemillas que le iban surgiendo con cámaras antiquísimas y que no parecían tener solución. Vete al Taller de H., me dijo, está cerca del Alcázar, pero tiene un horario muy extraño.  

Allí que me fui,  pero nada. El taller no estaba en el sitio indicado. No es que no estuviera abierto por eso del horario extraño, es que no estaba. No existía. Sabía que S. no me había mentido, así que me acerqué a una galería de arte: era el sitio menos moderno y plagado de decoración clásica para atraer turistas de toda la plaza. Me parecía que era donde mejor podrían decirme algo. Una pareja desayunaba a la sombra, resguardada tras unos lienzos, como defendiéndose de la algarabía de los bares del otro lado de la plaza: café y un minibocadillino. Les pregunté por el taller y su respuesta fue clara: cerrado, ya no existe, el hombre se jubiló. Pero. El pero me abrió los ojos. Vete a la alimentación de ahí de la calle de la izquierda. Es posible que tengan el teléfono del hombre y que te puedan poner en contacto con él. Creían, me dijeron, que seguía haciendo apaños. Era una suerte, en realidad, porque nadie más hacía esas cosas hoy en día.

Entre los turistas y las obras para más bares para turistas, justo enfrente de un local que están rehabilitando para montar lo que será, probablemente, un restaurante con los mismos platos que en todos los de la calle, una tienda de alimentación, un supermercado de barrio al que probablemente nunca le habría prestado atención de no ser por que era el lugar que buscaba. Pensé que sería un sitio pequeño, pero realmente era un supermercado. Pequeño, pero supermercado: zumos, cervezas, leche, carnes, fiambres, fruta, champús, pastas de dientes… en fin, un supermercado de barrio en mitad de la zona más turística de la ciudad. Me pareció mágico. C. es la dueña. Le conté la historia: ando buscando esto y he acabado llegando aquí porque en la galería me han dicho que tal vez vosotros… Sí, aquí estás en un sitio inmejorable para eso. Espera un segundo y te atiendo. Detrás del mostrador, que es una máquina frigorífica en la que se conservan fiambres y quesos, a la izquierda, una estantería hace gala de cinco o seis cámaras fotográficas analógicas relativamente modernas. Parecen indicar que el lugar es el que buscan quienes tratan de dar con H. Aquí tienes el teléfono, llámalo y a ver qué te dice.

Efectivamente, lo llamo. Le cuento la historia. Me dice que encantado de echarme una mano y que vaya en busca de tal bar en tal calle y que pregunte por P., le diga que llevo una cámara para él y que deje mi nombre y mi número para contactar conmigo. Que él va para allá, la recoge y le echa un vistazo y me dice. Así que allá que voy, en busca de un bar con una puerta estrecha que no había visto en mi vida. Entro y avanzo por un pasillito en el que ya hay turistas comiendo, que levantan levemente la mirada para ver quién se adentra en el restaurante. Es acogedor y tiene buena pinta. No es el típico sitio de turistas, aunque evidentemente es su público principal. Quiero creer que no hay tartar de atún en la carta. Pregunto por P. Soy yo, me dice un señor de mi altura aproximada y unos 55 años. Traigo una cámara para H., ah, perfecto. Le pregunto si tendría un papel y arranca una hoja de la libreta de comandas para que apunte mis datos. Abro la funda de cuero de la cámara, meto el papel dentro y la vuelvo a cerrar. Le doy la cámara y las gracias y salgo por la puerta pensando qué curiosa es siempre la vida oculta de las ciudades, cómo se tejen redes y contactos, cómo entre unos vecinos y otros se ayudan y se comunican, entre gente que se ha dado los buenos días durante a saber cuántos años. Y pienso también qué habría pasado de haber preguntado en otro sitio, en uno de esos restaurantes nuevos para turistas, con la sangría a cinco euros y los camareros mal pagados. Pero también pienso en P. y en Bulgaria, y en la paciencia que requiere la vida para labrar amistades y llegar adonde sea que se llegue al final de todo.

viernes, 10 de diciembre de 2021

Bulgaria II: Tres lecciones

Bulgaria me está dando lecciones muy intensas en bastante poco tiempo. Lo primero que se aprende al llegar es que hay que mirar bien al suelo, porque caminar por estas calles no es siempre sencillo: un ojo al suelo y otro al frente para evitar el tropiezo. Esa lección tendría que haberla traído aprendida de casa. Deberíamos traerla aprendida todos, de hecho: es imposible avanzar si no se mira bien el terreno, si no se sabe dónde se está y cómo se está, si no se calcula la distancia necesaria entre un pie y el otro, si no se aprecia el socavón en la tierra por la que nos movemos. Ir como pollo sin cabeza no siempre es buena técnica, y no es lo mismo que improvisar.

La segunda lección imprescindible en este país es que no hay que hablar con la cabeza ni hacerles caso a las cabezas de la gente. Físicamente, quiero decir. Al pedir agua en un restaurante, por ejemplo, el camarero puede mover la cabeza con un gesto que puede parecernos de resignación, casi de desagrado. En cambio, ése será su gesto para indicar que sí, que vale, que claro que nos traerá agua. Es una especie de por supuesto. Y esto también tendríamos que traerlo aprendido de casa. En muchas ocasiones vemos y apreciamos gestos y actitudes que nos confunden, que nos dejan perdidos, que parecen decir claramente una cosa y, en realidad, están diciendo otra. Los gestos, los actos, muchas veces son impulsivos. A veces actuamos de un modo que no esperábamos, o vemos en los demás reacciones que no creíamos posible ver. Para bien y para mal. Hay una cosa, no obstante, que es muy difícil de confundir: los ojos. Por mucho que el gesto nos parezca de resignación, si fijamos la mirada en los ojos, podremos ver alguna leve arruga de aceptación, de acuerdo. La mirada es muy difícil de cambiar, de modificar. En unos ojos se ve el enfado, el miedo, el amor, la nostalgia. Y todo eso a pesar de que la cabeza y el cuerpo digan que no.

La tercera lección que me ha traído este país es que hay que sobreponerse a lo que venga y cambiar las decisiones tantas veces como sea necesario. Lo que hace unos años no era posible, ahora tal vez sí, pero también lo que ayer parecía viable, hoy tal vez ya no lo sea. Elegir los proyectos que más ilusionan en un momento determinado es primordial, sí, y hacerlo siempre mirando las condiciones del suelo que se pisa y prestando atención a los ojos que uno encuentra en el camino, también.