lunes, 11 de diciembre de 2023

Salamanca y los ríos

Llevo dos meses viviendo en un piso junto al Tormes. Desde el salón, cuando los estorninos callan, se puede escuchar el murmullo del fluir del agua, que se cuela en la casa y pone banda sonora a un clima que casi no recordaba. Hace menos frío que la primera vez que pisé esta ciudad, que aquel primer invierno en el que yo veía lucir el sol y, confiado, salía a la calle como si la luz derritiera el aire gélido. Descubrí que el cielo puede estar limpio de nubes y que, al mismo tiempo, la temperatura puede ser insoportable. Eso ahora no lo he vivido aún. No sé si pasará. Si seguirá pasando. 

El primer año que viví aquí, también lo hacía cerca del río y la neblina de las mañanas lo cubría absolutamente todo. Uno se sentía como si viviera en alguna película londinense. Por entonces comencé a escribir en este blog que cada cierto tiempo retomo, como una tradición cada vez más esporádica. Me digo que lo continuaré, que merece la pena escribir, aunque sea sólo de vez en cuando. Pero siento que el tiempo ahora corre mucho más deprisa, sentarse delante de la pantalla y teclear parece una misión mucho más difícil. Escribir aquí, antes, era un momento íntimo. Ahora, de algún extraño modo, las pantallas se han adueñado del día a día y la única forma de desconectar de la luz azul es dando la vuelta el teléfono, no encendiendo el ordenador, haciendo esfuerzos por, justamente, no estar conectado. 

En 2009, internet no estaba aún en todas partes. No existían los teléfonos 5G, nada nos permitía aún sacar el móvil del bolsillo en mitad de un parque y estar de repente en cualquier otro punto del planeta, mirar la información (in)necesaria, buscar en el mapa. Eso no existía. Ahora, de alguna manera, llegar a casa ya no implica comprobar el correo electrónico o las redes sociales y responder a los mensajes que sean. Ahora eso se hace inmediatamente, en cualquier lugar. Me pregunto si tal vez por eso ahora me cuesta mucho más que antes sentarme a escribir aquí. O será tal vez el pudor que antes no tenía, porque escribía cualquier cosa, lo primero que se me pasara por la cabeza. Ahora eso no sucede así. Como si hubiera algo que mantener: una imagen, un estilo, una idea de lo que soy, sé, escribo.

Ahora que vuelvo a habitar esta ciudad, soy consciente, como los viejos, de ese cambio, del paso del tiempo, de cómo eran antes las cosas y cómo son ahora. Del ritmo. Y eso que aquí siento que el ritmo es mucho más lento, como si los días duraran más, como si las horas fueran más largas. No es tedio. Es  calma. Es falta de prisa; también, tal vez, para instalarme, que me ha costado lo mío y, de hecho, aún me está costando. 

Los libros, por ejemplo, son siempre lo primero que pongo en las estanterías. Verlos en las cajas me da una sensación de enfado, como si alguien estuviera a punto de marcharse en lugar de estar llegando: recoge tus cosas y vete. Esta vez, en cambio, los había ido poniendo en las estanterías, pero sin ordenarlos, como si, efectivamente, fuera algo transitorio, algo que no fuera a durar demasiado. Me ha costado varias semanas mirar de frente las baldas y empezar a colocar los volúmenes en el orden correcto. Digamos que, una vez hecho ese trámite, la estancia aquí se me presenta algo más duradera. Pero, aun así, es extraño, porque no es que no quiera quedarme, es que siempre llega el momento de irse.

Cinco o seis años después (el número es ambiguo por eso de las mudanzas de entretiempo) me he largado de Sevilla, justo cuando empezaba a cogerle el ritmo, cuando tenía una familia repleta de amigos y compañeros con los que poder contar y a los que sabía dónde encontrar y en qué momento. Tuve cuatro pisos distintos en mis anteriores años en Salamanca, cuatro en Sevilla, entre medias, Bonn, Bremen, Friburgo, Zagreb y Sofía. Por mucho que mi tiempo aquí se debiera entender como (¿comedidamente?) prolongado, la realidad es que han sido muchas mudanzas en los últimos años y no parece creíble que no vaya a haber otra a corto plazo. Es una sensación, no una certeza, pero ahí está. 

Extrañas veces, los ríos se congelan y, entonces, el tiempo se paraliza, la vida se establece. Hace unos días veía unas fotos de patinadores y campistas sobre un Tormes congelado. También decían en Bremen que el Weser se congelaba hace años con facilidad. Incluso el Rin, el Sava y el Danubio se han congelado. Pero ahora la corriente del Tormes parece de primavera y nada hace sospechar que vaya a haber cambios. Tal vez se trate sólo de eso, de no parar, de seguir fluyendo lentamente, al ritmo con que se imponga la vida.


viernes, 21 de octubre de 2022

Un espacio vacío

Hace un año vivía en Sofía. Hace dos, en Zagreb. Hoy vuelvo a habitar Sevilla y pronto incluso constaré en el censo de esta ciudad que nunca he terminado de sentir propia. Intuyo que es una ficción, pero siento que las dos ciudades balcánicas me han marcado más que la capital andaluza. Como si a esas dos ciudades les debiera algo de la persona que soy, como si me hubieran movido a ser como soy ahora, a hacer lo que hago ahora, a pensar como pienso ahora. No obstante, no me sucede eso con Sevilla, no siento que me haya cambiado: recuerdo momentos, gentes, casas, escenas; recuerdo -y últimamente de un modo muy íntimo- una vida en esta ciudad que siempre me ha parecido de paso, como si fuera un trámite estar aquí, como si la forma de vivir aquí no fuera conmigo: no tengo una cafetería a la que ir cuando quiero un café solo conmigo, ni un parque callado por el que pasear a la sombra y escuchar los juegos de los niños como una risa que invade el alma, ni una calle que transitar en calma entre el barullo, ni un recorrido que me invite una y otra vez a transitarlo. 

No siento que Sevilla me invite a entender la realidad de otra manera, ni que me acerque a su intimidad, más bien soy yo quien cuestiona constantemente esta ciudad. Como si todo fuera una fachada de cartón piedra y no hubiera nada detrás a lo que acceder. Todo se ve, todo se exhibe, pero ¿qué hay cuando rascas?

Si pienso en las dos ciudades eslavas que me acogieron durante los que seguramente han sido los inviernos más duros de mi vida, sé adónde iría a pasear, qué recorrido haría solamente por el placer de caminar entre calles desconchadas, en qué banco de qué parque me sentaría a ver pasar a la gente, sé a qué cervecería iría con un libro a, probablemente, no leer, sé qué edificio me quedaría mirando, puedo intuir cómo me han hecho cambiar la forma que tengo de ver el mundo y de verme a mí, conozco el recorrido de varias líneas de varios medios de transporte, las pintadas de sus calles, los restaurantes en los que iría a cenar cuando llegara la hora, dónde esperaría por el mero placer de esperar, de no tener prisa. ¿Dónde está todo eso en Sevilla? ¿Dónde está para mí, quiero decir? Vivo en esta ciudad, pero no termino de sentirla propia. Como si no pudiera conquistarla más que a través de momentos concretos, como si nunca pudiera llevarla conmigo, como si fuera más de los turistas y las tiendas de souvenirs que de quienes vivimos, trabajamos, sentimos, amamos, lloramos, reímos aquí.

Vuelve a llover en Sevilla y pienso en Zagreb y en Sofía, como si llevara conmigo a esas ciudades más que a este sur que va a mi lado, pero no sé si me acompaña. La mayor parte del tiempo sigue siendo Sevilla -¿lástima reconocerlo?- para mí un espacio vacío.

sábado, 4 de junio de 2022

Una cámara analógica

Cuando estuvimos en Macedonia del Norte P. hizo unas fotos maravillosas con su cámara analógica. Una Zenit cuyo modelo no recuerdo. Yo ya tenía cierto interés por las cámaras analógicas, sobre todo por esa imagen romántica del tiempo detenido en una época en la que todo corre. Existe la necesidad de conseguir algo para ya y se puede hacer. Este texto puede llegar a todas partes hoy mismo, en cuanto le dé al botón de publicar estará disponible en cualquier lugar del mundo con una conexión a internet. Esa rapidez no hará, no obstante, que todo el mundo tenga tiempo para leerlo. Ni siquiera hablo ya de interés, sino de tiempo: cinco, diez minutos, serán demasiado tiempo para dedicarle. Consumimos instantes, necesitamos cada día más estímulos. Así que la idea de hacer hoy una foto y ver el resultado días o incluso meses después no sólo me parece fascinante, sino, en cierto sentido, necesaria. La paciencia. Lo que crece con la calma.

Esa parte de envidia me llevó a comprar en un mercadillo cercano a Alexander Nevski una cámara analógica Zenit ET, fabricada en la URSS. Elegí la que elegí sencillamente porque la marca estaba escrita con caracteres cirílicos. Ya sabía que iba a abandonar Bulgaria a los pocos días, así que me dije a mí mismo que, de alguna manera, si no funcionaba o no conseguía aprender a usarla, al menos tendría un recuerdo búlgaro que, sólo con verlo, me recordara mi breve época en el país.

El modelo dispone de un fotómetro que, aparentemente, no le funciona. Tampoco se puede esperar gran cosa de una cámara fabricada antes del año 1979, la verdad. Pero, evidentemente, me gustaría que funcionara correctamente, así que le escribí a S. Ella tiene bastantes cámaras analógicas, le gusta y sabe de fotografía no como yo, que ni siquiera sé si la cámara ha sido capaz de hacer algo con el primer carrete que le he puesto– y sé que conocía un sitio en el que le arreglaban los problemillas que le iban surgiendo con cámaras antiquísimas y que no parecían tener solución. Vete al Taller de H., me dijo, está cerca del Alcázar, pero tiene un horario muy extraño.  

Allí que me fui,  pero nada. El taller no estaba en el sitio indicado. No es que no estuviera abierto por eso del horario extraño, es que no estaba. No existía. Sabía que S. no me había mentido, así que me acerqué a una galería de arte: era el sitio menos moderno y plagado de decoración clásica para atraer turistas de toda la plaza. Me parecía que era donde mejor podrían decirme algo. Una pareja desayunaba a la sombra, resguardada tras unos lienzos, como defendiéndose de la algarabía de los bares del otro lado de la plaza: café y un minibocadillino. Les pregunté por el taller y su respuesta fue clara: cerrado, ya no existe, el hombre se jubiló. Pero. El pero me abrió los ojos. Vete a la alimentación de ahí de la calle de la izquierda. Es posible que tengan el teléfono del hombre y que te puedan poner en contacto con él. Creían, me dijeron, que seguía haciendo apaños. Era una suerte, en realidad, porque nadie más hacía esas cosas hoy en día.

Entre los turistas y las obras para más bares para turistas, justo enfrente de un local que están rehabilitando para montar lo que será, probablemente, un restaurante con los mismos platos que en todos los de la calle, una tienda de alimentación, un supermercado de barrio al que probablemente nunca le habría prestado atención de no ser por que era el lugar que buscaba. Pensé que sería un sitio pequeño, pero realmente era un supermercado. Pequeño, pero supermercado: zumos, cervezas, leche, carnes, fiambres, fruta, champús, pastas de dientes… en fin, un supermercado de barrio en mitad de la zona más turística de la ciudad. Me pareció mágico. C. es la dueña. Le conté la historia: ando buscando esto y he acabado llegando aquí porque en la galería me han dicho que tal vez vosotros… Sí, aquí estás en un sitio inmejorable para eso. Espera un segundo y te atiendo. Detrás del mostrador, que es una máquina frigorífica en la que se conservan fiambres y quesos, a la izquierda, una estantería hace gala de cinco o seis cámaras fotográficas analógicas relativamente modernas. Parecen indicar que el lugar es el que buscan quienes tratan de dar con H. Aquí tienes el teléfono, llámalo y a ver qué te dice.

Efectivamente, lo llamo. Le cuento la historia. Me dice que encantado de echarme una mano y que vaya en busca de tal bar en tal calle y que pregunte por P., le diga que llevo una cámara para él y que deje mi nombre y mi número para contactar conmigo. Que él va para allá, la recoge y le echa un vistazo y me dice. Así que allá que voy, en busca de un bar con una puerta estrecha que no había visto en mi vida. Entro y avanzo por un pasillito en el que ya hay turistas comiendo, que levantan levemente la mirada para ver quién se adentra en el restaurante. Es acogedor y tiene buena pinta. No es el típico sitio de turistas, aunque evidentemente es su público principal. Quiero creer que no hay tartar de atún en la carta. Pregunto por P. Soy yo, me dice un señor de mi altura aproximada y unos 55 años. Traigo una cámara para H., ah, perfecto. Le pregunto si tendría un papel y arranca una hoja de la libreta de comandas para que apunte mis datos. Abro la funda de cuero de la cámara, meto el papel dentro y la vuelvo a cerrar. Le doy la cámara y las gracias y salgo por la puerta pensando qué curiosa es siempre la vida oculta de las ciudades, cómo se tejen redes y contactos, cómo entre unos vecinos y otros se ayudan y se comunican, entre gente que se ha dado los buenos días durante a saber cuántos años. Y pienso también qué habría pasado de haber preguntado en otro sitio, en uno de esos restaurantes nuevos para turistas, con la sangría a cinco euros y los camareros mal pagados. Pero también pienso en P. y en Bulgaria, y en la paciencia que requiere la vida para labrar amistades y llegar adonde sea que se llegue al final de todo.

viernes, 10 de diciembre de 2021

Bulgaria II: Tres lecciones

Bulgaria me está dando lecciones muy intensas en bastante poco tiempo. Lo primero que se aprende al llegar es que hay que mirar bien al suelo, porque caminar por estas calles no es siempre sencillo: un ojo al suelo y otro al frente para evitar el tropiezo. Esa lección tendría que haberla traído aprendida de casa. Deberíamos traerla aprendida todos, de hecho: es imposible avanzar si no se mira bien el terreno, si no se sabe dónde se está y cómo se está, si no se calcula la distancia necesaria entre un pie y el otro, si no se aprecia el socavón en la tierra por la que nos movemos. Ir como pollo sin cabeza no siempre es buena técnica, y no es lo mismo que improvisar.

La segunda lección imprescindible en este país es que no hay que hablar con la cabeza ni hacerles caso a las cabezas de la gente. Físicamente, quiero decir. Al pedir agua en un restaurante, por ejemplo, el camarero puede mover la cabeza con un gesto que puede parecernos de resignación, casi de desagrado. En cambio, ése será su gesto para indicar que sí, que vale, que claro que nos traerá agua. Es una especie de por supuesto. Y esto también tendríamos que traerlo aprendido de casa. En muchas ocasiones vemos y apreciamos gestos y actitudes que nos confunden, que nos dejan perdidos, que parecen decir claramente una cosa y, en realidad, están diciendo otra. Los gestos, los actos, muchas veces son impulsivos. A veces actuamos de un modo que no esperábamos, o vemos en los demás reacciones que no creíamos posible ver. Para bien y para mal. Hay una cosa, no obstante, que es muy difícil de confundir: los ojos. Por mucho que el gesto nos parezca de resignación, si fijamos la mirada en los ojos, podremos ver alguna leve arruga de aceptación, de acuerdo. La mirada es muy difícil de cambiar, de modificar. En unos ojos se ve el enfado, el miedo, el amor, la nostalgia. Y todo eso a pesar de que la cabeza y el cuerpo digan que no.

La tercera lección que me ha traído este país es que hay que sobreponerse a lo que venga y cambiar las decisiones tantas veces como sea necesario. Lo que hace unos años no era posible, ahora tal vez sí, pero también lo que ayer parecía viable, hoy tal vez ya no lo sea. Elegir los proyectos que más ilusionan en un momento determinado es primordial, sí, y hacerlo siempre mirando las condiciones del suelo que se pisa y prestando atención a los ojos que uno encuentra en el camino, también.

jueves, 4 de noviembre de 2021

Bulgaria I: Dos meses después

Están a punto de cumplirse dos meses desde que llegué a Bulgaria y aún no termino de acostumbrarme. Dicen que los comienzos son duros, pero diría que para mí está siendo más duro afrontar finales. Cuando me vine aquí ya sabía que no era el mejor momento, que tal vez no era lo que necesitaba, pero no podía dejar pasar la oportunidad. Ahora que van pasando los días y va acercándose el invierno veo claramente que no es el mejor momento para estar aquí. Personal y profesionalmente es difícil hacerse un hueco en un ambiente completamente nuevo sin haber podido cerrar con lo anterior.

Antes de venir hablé con distintas personas sobre mis dudas, mis miedos, mis inseguridades… muchas me dijeron que adelante, que no pensara en las dificultades, que todo iría bien. Es cierto que al final todo va bien, claro. La vida se basa un poco en eso. Hubo quienes me miraron a los ojos y me hicieron cuestionarme si era realmente el momento ideal. Lo cierto es que seguramente no lo fuera ya entonces. Después de años trabajando en la tesis, creía que cambiar de aires me vendría bien para avanzar y cerrarla definitivamente. También hay que añadir que esperaba más calma y menos incertidumbre, así que no puedo decir que se estén presentando las cosas como esperaba. Llevo aquí casi dos meses y hasta ahora no he sido capaz de sentarme a escribir sobre la experiencia, como si estuviera empañada constantemente por todo lo que sucede y por el extraño pero frenético ritmo que tienen ahora mis días: clases, tesis, cursos… todo y más cuando sólo necesitaría un poco de tiempo.

El tiempo también es extraño: es la primera vez que vivo en un huso horario distinto de casi toda la gente que conozco. Aún dependo de los tiempos en España para muchas cosas: llamadas, reuniones, mensajes… es como que de alguna manera es imprescindible vivir en dos horarios a la vez. Durante las últimas semanas he recibido varias llamadas cuando estaba a punto de meterme en la cama. Llamadas importantes con temas un tanto peliagudos que tenía que contestar y que luego probablemente me quitarían algo de sueño. Como si viviera entre dos vidas y no pudiera establecerme en ninguna, porque para hacerlo necesito cerrar primero una y, para cerrarla necesito dedicarle más tiempo y más energías, magnitudes consumidas por la otra. Ya no me extrañan los nombres de las calles ni de las paradas del metro, la publicidad ni escuchar a la gente en un idioma desconocido del que apenas puedo descifrar unas pocas palabras: los números, gracias, buenos días, disculpe, la cuenta, por favor. Pero de repente se me hace mucho más evidente la dificultad de vivir en dos espacios diferentes: en Sevilla y en Sofía. A veces el problema es tener de más y no poder quedarse con lo necesario.

Es como si de verdad estuviera desubicado, como si no lograra sentir que estoy aquí, porque tal vez no lo esté más que físicamente. A veces, de hecho, me pregunto qué hago entre las calles de esta ciudad, como si estar aquí, más que ilusión, me trajera desavenencias conmigo mismo y muchas preguntas. Las dudas, he aprendido con la tesis, son las que nos acaban haciendo avanzar. Con certezas, al final, estaremos siempre en el mismo punto. El problema de las dudas es que hay que responderlas, no desaparecen solas. Y las respuestas conllevan siempre riesgos y renuncias. Aunque se acierte.

Entre las dudas de siempre está cuándo empezar qué proyectos. Hace tiempo que voy retrasando algunos personales porque no los puedo llevar a cabo lejos de casa o porque estoy ocupado con otras cosas o simplemente porque me falta energía. Esperaba encontrar en Bulgaria el tiempo y las oportunidades necesarias para retomarlos de alguna manera. Pero de momento no está siendo así. ¿Cuánto más tiempo pueden esperar las ideas? ¿Cuánto pueden posponerse los proyectos? Tal vez sea necesario sincronizar relojes e ideas, y sincronizar también vidas, y tal vez la primera sea la mía propia y haya de hacerlo desde el origen, desde lo primigenio, con la intensidad que despierta la parte por descubrir de lo conocido. El viaje a la semilla que sólo puede realizar uno mismo. Tal vez esta idea sea sólo pasajera. Tal vez el pasajero aquí sea yo.

Llegué a Bulgaria buscando un camino nuevo, pero quizás el camino necesario lo haya dejado entre las carreteras rectísimas y llanas, rodeadas de pastos, encinas y olivos del lugar del que partí.

 

 

martes, 3 de agosto de 2021

Estar parado

Desde que volví de Croacia apenas he sido capaz de escribir unas pocas líneas de algo que no sea la tesis que lleva viviendo conmigo ya más de cuatro años. No es una sensación nueva la de no tener nada que decir, aunque eso siempre sea mentira. A veces parece que el silencio es la única manera que se tiene de contar todo lo que sucede cuando lo que sucede no es movimiento. Reflexión, calma, introspección. A veces es simplemente la respuesta al hecho de encontrarse perdido entre todas las posibilidades.

Falta menos de un mes para que se me termine el contrato en la Universidad de Sevilla, a partir de ahí, vuelta de nuevo a empezar, sin saber dónde, sin saber tal vez por qué. Para entonces aún no habré terminado de corregir Espacio e identidades transculturales en la narrativa actual en lengua alemana, pero no debería faltar mucho. Es la primera vez que escribo el título del trabajo de manera pública, para que se quede en internet. Ni siquiera tengo decidido el subtítulo, y eso ahora importa poco, la verdad. Después de más de cuatro años de investigación y una pandemia, la sensación es que todavía falta mucho. Pero en algún momento hay que ponerle fin.

Así que sí que están sucediendo cosas, pero parece que no las veo. Levanto poco las posaderas de la silla de escritorio que compré el año pasado en un almacén de bricolaje en Almendralejo. Fui a por ella porque necesitaba algo en lo que aguantar las tediosas tardes de insufrible verano y encontré esto. Ni tan mal. Podría haber contado cómo fui a por ella, por ejemplo, o cómo ha llegado un perro nuevo y precioso a casa. O qué siento cada vez que escucho a Ciro, el perro mayor que ha estado en esta casa durante quince años, tose y se le ve escapar la vida en cada golpe de tos: tiene los ojos llorosos, como si una lámina traslúcida cubriera la vista para no irse de una sola vez, sino apagar su imagen del mundo poco a poco. O podría haber contado el día que fui a ver a A. después de más de un año sin verla (“¡Abuela!”, “¿qué pasa hijo?”), y cómo impresiona sentir que es y que no es, que está y que no está. Podría haber escrito sobre ese día y la falta de valor para volver, el miedo de saber que sigue siendo ella, y que a la vez ya no puede ser ella nunca más.

Desde que volví de Croacia han pasado muchas cosas y con ninguna me he sentido capaz de sentarme a escribir, como si estar parado no fuera suficiente para escribir. Sólo en el tren de vez en cuando he sido capaz de acertar con el baile de dedos exacto para ir dejando ver sobre la página en blanco de la pantalla aparecer las palabras que formaran algún tipo de texto con sentido. Poco sentido. O poco sentimiento.

Volví de Croacia y quise cerrar ese capítulo con algún texto sobre los finales, pero todos se quedaron incompletos. Como si el capítulo no quisiera o no pudiera cerrarse aún. Como si no fuera real haber vuelto. Tal vez ni siquiera lo sea, claro. Tal vez aún tenga que volver para cerrarlo de verdad. Quién sabe.

Últimamente me siento como parado y a la vez perdido, como esos antiguos edificios que ven pasar los días. La gente los observa, saben que están ahí por algo, que tienen alguna función, que la tuvieron. Antiguas estaciones de tren en mitad de un trayecto rural: ya no reciben viajeros, pero todos pasan por ellas. Como si de alguna manera estuvieran y no, entre el existir y el desaparecer, entre la presencia y la ausencia. Sobre ellas cae el peso del tiempo: de los años y de las tempestades. Pero resisten, cambian, mutan, silenciosas. No son indiferentes, están a la espera. Nadie sabe de qué. Simplemente, a veces, cuando uno menos lo espera, dentro de ellas nace un árbol, cría un zorro, levanta el vuelo un cernícalo. A veces el silencio trae consigo la vida.

domingo, 28 de febrero de 2021

Croacia XXIII: Los días soleados y el equipaje

Zagreb se descubre ahora como una ciudad soleada. El invierno ha sido bastante suave, dicen sus habitantes. Sólo ha nevado un par de veces y no ha durado demasiado el manto blanco; apenas ha dado tiempo a que se ennegreciera con el paso de las ruedas y los humos y las tristezas propias del invierno. Mis últimos días aquí los estoy pasando en los parques, sentado en alguno de los miles de bancos que existen en estas calles y que hasta ahora me habían pasado desapercibidos. Es curiosa la perspectiva que da la luz del sol de las calles: hacen del espacio otro distinto, aunque el lugar sea el mismo. Nos relacionamos con las avenidas de otro modo, pasamos más tiempo donde antes apenas parábamos.

No volvía al Maksimir desde octubre, ni siquiera había pisado el Jarun, desconocía plazas amplias y soleadas que se abren bajo la luz del día como extensos campos en mitad del asfalto… No imaginaba la ciudad en primavera y tengo la sensación de que la echaré de menos por abandonarla antes de tiempo. Las cafeterías volverán a abrir con la llegada de marzo y yo ya no estaré para ver las mesas de nuevo llenas, para observar cómo vuelven a llenarse las calles con el ajetreo propio de esta capital que se gusta a sí misma por Ilica y la Plaza del Ban Josip Jelacić, o en los alrededores del teatro, o con los patinadores alrededor del lago artificial creado en las inmediaciones del Sava. Aún no me he ido y ya quisiera volver a ver las verdes orillas del río que llega hasta Belgrado para unirse al Danubio. Parece tranquilo, pero sus aguas corren veloces en dirección al este, como han corrido estos meses para mí. Sin pausa y como si no fluyeran, he pasado días enteros sin abandonar la habitación que me ha acogido: fuera el frío era intenso y desapacible la vida; dentro no había demasiado, pero la seguridad de estar en terreno conocido. Tal vez a veces también es necesario aventurarse al frío ingrato de las calles y la vida. La memoria y lo que somos también se nutren de esos días de invierno tristes y amargos. Son buen sustento para aprovechar luego este sol que aún no quema y que calienta más por dentro que por fuera.  

A partir de marzo los cafés dejarán de ser sólo viajeros, las terrazas de los bares en la calle, en los parques, en las plazas, volverán a sonar vivas. Y yo ya no estaré para verlo. Era el riesgo que corría cuando vine, pero no deja de ser amarga la coincidencia: yo me voy y la vida vuelve. Tal vez debería quedarme, tal vez debería ahorrarme la vuelta y mantenerme en esta ciudad que aún está por descubrir y que se muestra repleta de zagrebíes que florecen por todas las esquinas, que hacen difícil encontrar un banco al sol en el que descansar o trabajar o leer o ver pasar el tiempo. La ciudad empieza a revivir tras una eterna hibernación que este año ha sido especialmente larga, como un letargo del que no se sabes si se terminará de salir en algún momento. La prudencia de los últimos meses ha arrasado con los mercadillos navideños en una ciudad que se gusta de ser preciosa en Navidad.

Pero ¿qué hacer? Nada, la vida casi siempre es también azar: se elige una fecha, un destino, una palabra y realmente no se sabe qué consecuencias tendrá eso, ni qué beneficios ni qué opciones traerá. Se tiran los dados y sale un número, con eso hay que actuar. Tenemos la sensación de control con cada paso, pero no siempre es real, y lo hemos vivido con esta pandemia. Podemos elegir, pero no podemos determinar. Yo he elegido pasar esta semana entre parques, al sol, a la sombra, viendo cómo decenas de personas pasaban frente a mí, muchas de ellas acompañadas de sus perros, felices animales, dueños del terreno verde, del césped, de los charcos. No son pocos los perros que he visto adentrarse en el agua a darse un chapuzón, esconder todo su cuerpo y dejar solo sus cabezas en la superficie, y luego salir poco a poco por el límite entre el agua y la tierra, por esa zona fangosa en la que no parecen tener inconveniente en adentrarse; y salen como si crecieran de debajo de la tierra, como si nacieran de la frontera líquida. Una vez fuera, se sacuden el pelo y se lanzan a la carrera tras sus dueños, que los llaman insistentemente y con un resultado siempre tardío.

La ciudad despierta y aumentan las ganas de evitar las despedidas, de no tener que dar un último paseo, de no tener que decir adiós a las calles por las que he pasado y apenas he visto a la luz del día, o de los bares de los que tomé nota para visitar y en los que nunca me he sentado, de los restaurantes que seleccioné para ir probando en las noches de los fines de semana y que nunca llegué a pisar. Llegué casi en octubre y de ese mismo mes ya tuve que pasar diez días de cuarentena, y antes de que terminara noviembre el gobierno decidió cerrar bares y restaurantes. Las tiendas han seguido abiertas, pero ¿qué compra alguien que lleva todo en la maleta, que se pelea con la báscula para arañarle unas pocas décimas al peso del equipaje?

Esa sensación también es desagradable, la de llevar la vida dentro de dos maletas, una de hasta 23 kilos, otra de hasta 12. Ahí van todo lo que he tenido y usado en los últimos cinco meses de mi vida. Más cosas, de hecho, porque ahí van también libros nuevos, algún que otro recuerdo, licores previstos para alguna celebración… En Zagreb se quedarán algunas prendas de ropa medio rotas o rotas por completo, una manta roja que me acompañaba desde mi año en Bonn, que llevaba conmigo unos ocho años. El problema cuando se está siempre de casa en casa, con las maletas llenas, es que hay que elegir bien el equipaje, y a veces es necesario dejar algo atrás. No se puede cargar con todo y lo único que no sacrifico son los libros, lo demás puede sustituirse siempre. Entre los libros que vienen conmigo, uno que compré para leer un poco sobre la tradición literaria en Bosnia, que ha llegado hasta nuestros días por la necesidad de mantener las historias populares de las culturas que no eran dominantes, de las culturas que estaban excluidas de los textos escritos. Se titula Historia de las literaturas yugoslavas desde los orígenes hasta la actualidad, está escrita en alemán a mediados de los años 60. Lo adquirí un soleado día de noviembre en una librería de viejo del centro de Zagreb, junto al mercado de Dolac, en una calle empinada y que da muestras de ser uno de los lugares más vivos con el buen tiempo. Qué relativa es la actualidad, me digo cuando lo veo, y qué distinta, como la vida sobre estos adoquines y estos parques hace dos meses –o hace dos semanas– y ahora.

Al final, lo único que hacemos es hacernos a lo que nos vamos encontrando, a los números que aparecen en los dados, y hay que ser fuerte y capaz para adaptarse y tomar decisiones, como los pueblos balcánicos que se dedicaron a transmitirse sus historias a lo largo de los siglos únicamente a través de la palabra, de lo puramente oral. O como quienes tienen que abandonar pertenencias para poder volar, como quienes tienen que dejar atrás partes sí mismos para seguir adelante, para poder llegar adonde sea que el azar vuelva a indicar. O como Zagreb, soleada y alegre de nuevo tras un año marcado por los terremotos y la pandemia, y por un invierno de absoluto silencio en unas calles normalmente bulliciosas. El sol, la lluvia, el equipaje y el azar, al final, están íntimamente relacionados.