Hace un año vivía en Sofía. Hace dos, en Zagreb. Hoy vuelvo a habitar Sevilla y pronto incluso constaré en el censo de esta ciudad que nunca he terminado de sentir propia. Intuyo que es una ficción, pero siento que las dos ciudades balcánicas me han marcado más que la capital andaluza. Como si a esas dos ciudades les debiera algo de la persona que soy, como si me hubieran movido a ser como soy ahora, a hacer lo que hago ahora, a pensar como pienso ahora. No obstante, no me sucede eso con Sevilla, no siento que me haya cambiado: recuerdo momentos, gentes, casas, escenas; recuerdo -y últimamente de un modo muy íntimo- una vida en esta ciudad que siempre me ha parecido de paso, como si fuera un trámite estar aquí, como si la forma de vivir aquí no fuera conmigo: no tengo una cafetería a la que ir cuando quiero un café solo conmigo, ni un parque callado por el que pasear a la sombra y escuchar los juegos de los niños como una risa que invade el alma, ni una calle que transitar en calma entre el barullo, ni un recorrido que me invite una y otra vez a transitarlo.
No siento que Sevilla me invite a entender la realidad de otra manera, ni que me acerque a su intimidad, más bien soy yo quien cuestiona constantemente esta ciudad. Como si todo fuera una fachada de cartón piedra y no hubiera nada detrás a lo que acceder. Todo se ve, todo se exhibe, pero ¿qué hay cuando rascas?
Si pienso en las dos ciudades eslavas que me acogieron durante los que seguramente han sido los inviernos más duros de mi vida, sé adónde iría a pasear, qué recorrido haría solamente por el placer de caminar entre calles desconchadas, en qué banco de qué parque me sentaría a ver pasar a la gente, sé a qué cervecería iría con un libro a, probablemente, no leer, sé qué edificio me quedaría mirando, puedo intuir cómo me han hecho cambiar la forma que tengo de ver el mundo y de verme a mí, conozco el recorrido de varias líneas de varios medios de transporte, las pintadas de sus calles, los restaurantes en los que iría a cenar cuando llegara la hora, dónde esperaría por el mero placer de esperar, de no tener prisa. ¿Dónde está todo eso en Sevilla? ¿Dónde está para mí, quiero decir? Vivo en esta ciudad, pero no termino de sentirla propia. Como si no pudiera conquistarla más que a través de momentos concretos, como si nunca pudiera llevarla conmigo, como si fuera más de los turistas y las tiendas de souvenirs que de quienes vivimos, trabajamos, sentimos, amamos, lloramos, reímos aquí.
Vuelve a llover en Sevilla y pienso en Zagreb y en Sofía, como si llevara conmigo a esas ciudades más que a este sur que va a mi lado, pero no sé si me acompaña. La mayor parte del tiempo sigue siendo Sevilla -¿lástima reconocerlo?- para mí un espacio vacío.
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