viernes, 30 de mayo de 2014

Las ilusiones

Uno a veces intenta convencerse de cosas, para bien o para mal, las piensa y se las replantea, les da vueltas, como si con una vuelta más, girándola de tal o cuál manera consiguiera que cambiaran, que encajaran como deben encajar en el puzzle que se ha montado sin saber cómo ni cuándo. La ilusión, a veces, hace el resto, pero la ilusión no es realidad. Para nada. La ilusión es la idealización de algo que creemos que es verdad, "espero mi cumpleaños con ilusión". No es tu cumpleaños, sino que creas la ilusión de que lo es, y, cuando llega, la ilusión que tenías se convierte en realidad y nunca es la misma. Podemos escuchar a alguien decir, por ejemplo, que los niños esperan "con ilusión a los reyes magos". Una mierda. No son verdad esos reyes, les hacemos creer a los niños que lo son, pero es mentira, para qué lo hacemos es otra cuestión, pero les creamos una idea, la alimentamos, aunque sepamos la realidad, sin importarnos mentirles, porque la "ilusión" de los niños es muy importante. Lo será, no digo que no. 

Y así nos vamos creando en la vida. Levántate cada mañana con ilusión, te dicen. Para no ver el día, imagino, para no ver que hace frío, hay guerras en el mundo, hay hambre y miseria. Para no ver la realidad, imagino. Créate una realidad paralela, ilusiónate y no veas lo que hay. Supongo que es todo un poco así. 

La ilusión es importante, te hace sonreír, te hace disfrutar de cosas que siendo realista no disfrutarías, pero, a veces, cuando la ilusión fracasa, cuando ya no queda ni una pizca de ilusión por algo, entonces te das de bruces contra la realidad contra la que has luchado, ilusión tras ilusión. Iluso es lo que has sido. Te ilusionaste con cada buena acción, con cada paso, pero no viste que no era todo, que la realidad estaba debajo y que, posiblemente, no podrías cambiarla, a pesar de lo que pareciera. 

Y, a veces, desistes y te rindes, y cuando eso sucede, es posible que otros recojan tu ilusión, tus ganas de cambiar la realidad, es posible, digo, pero a ti ya no te importa.

Pero esperamos siempre que se enderece o se suelde o nos recupere -por sí solo a veces, como por arte de magia- y que ese saber no se confirme; o si notamos que la cosa es aún más simple, que algo de nosotros fastidia o desagrada o repugna, nos hacemos voluntariosos propósitos para enmendarnos. Son teóricos e incrédulos, sin embargo, esos propósitos. En realidad sabemos que no seremos capaces, o que ya nada depende de lo que hagamos, ni de que nos abstengamos. Es la misma sensación que los antiguos tenían cuando a sus labios o a su pensamiento acudía esa expresión que nuestro tiempo ha olvidado, o más bien ha rechazado, y se lo reconocían: 'La suerte está echada'. Y aunque la frase esté casi abolida, esa sensación persiste, y nosotros todavía la conocemos. 'Ya no hay vuelta de hoja', eso sí me lo digo yo a veces.
Javier Marías, Tu rostro mañana 

lunes, 12 de mayo de 2014

Apología del papel

Me dijo una vez un profesor que era un romántico, por estudiar lo que elegí, y por querer estudiar lo que terminé no eligiendo. Supongo que es verdad, y supongo que se puede contar como romanticismo en el siglo XXI preferir el papel a lo digital. Ya conté hace algunos días que prefería las cartas. Y las prefiero por muchas razones, sobre todo por la historia.

Desde siempre, creo, he despreciado en cierto sentido el tacto, así en general, como sentido. ¿Para qué queremos el tacto, para quemarnos, sentir frío, dolor, picor...? A veces otros cuerpos, otras manos, el papel, la suavidad de las paredes... Sí, es verdad, pero no sé si alguna de estas cosas es imprescindible. Seguramente no lo sea nada, o, al menos para mí, no creo que lo sean, pero hay algo, la historia, que se siente con los dedos, con las manos, con el cuerpo en general. Dejar que unos dedos se posen sobre unas páginas, que toquen y sientan lo mismo que hace cien años tocó otro alguien, exactamente lo mismo; eso es historia y realidad, es tacto, es sentir no "lo de siempre".

Tengo en mi habitación, en la habitación desde la que escribo, unos trescientos libros aproximadamente, muchos de ellos sin leer, supongo que padezco de una bibliofilia que me incita a comprar, creyendo que leeré, cuando sé que leeré otros que aún no he comprado y seguramente no pueda o vaya a comprar. Así son las cosas. De estos libros sin leer, y de los leídos, muchos tienen historia. Hay un Quijote de 1927, un Auguste Rodin escrito en alemán por Rilke y encontrado en Alemania, mojado y con las hojas sueltas, quizá por el agua de un día de tormenta en Bonn, una biblia en alemán que encontré en un tren, con nombre y dirección de una chica de Mannheim. Hay también varios libros que me regaló la abuela de una amiga, alemana también (qué curioso que la mayoría de los libros encontrados, recuperados o regalados que hay en estas estanterías sean alemanes), con el propósito de que me los leyera, con la intención de que aprendiera alemán rápidamente, lenguas en general, como su padre, traductor en la guerra, según me contaba, y superviviente por hablar varios idiomas. También hay algún que otro diccionario del pasado, de latín, de griego, de inglés... Y libros en idiomas que no hablo o que casi no entiendo, encontrados en cajas, recuperados de baúles o de librerías gratuitas en callejas alemanas. Alguno tengo regalado en español. La mayoría, como digo, en alemán. Recuerdo, por ejemplo, con cariño uno que compró una amiga checa en un puesto berlinés y que yo quise comprar; al final me lo acabó regalando, me dijo que era para mí y aquí lo tengo, en la estantería, un libro de cuentos de Bernhard.

Tiene cada uno su historia, y muchos son de segunda mano, o regalados por alguien en un momento concreto o especial, otros tienen su historia propia que desconozco y que nunca podré más que imaginar, como un libro en neerlandés que apareció un día en casa, de un hotel, olvidado por un cliente y que, pensando que era alemán, alguien trajo hasta mí.

Es absurdo pensar que recordaré todas las historias de cada uno de estos libros en el futuro, pero me gusta pensar que, con las fechas, con los nombres, alguien podrá leer en el futuro lo que yo leí, lo que yo compre, conocer alguna historia, inventar otras nuevas, para los mismo libros, exactamente los mismos, tocar las mismas páginas y subrayar las mismas líneas, leer las mismas anotaciones, siempre los mismos trozos, los mismos papeles gastados.

No niego, porque no se puede hacer, la utilidad de lo digital, sería idiota si lo hiciera, pero con tantos libros con historia que se amontonan en las estanterías de mi habitación, con tantos libros de los que todavía podría contar cuándo y dónde los compré (Salamanca, Bonn, Berlín, Utrecht, Madrid, Viena, Zafra. Plasencia...), así, no puedo más que querer seguir comprándolos, para leerlos más tarde o más temprano, para dejarlos a alguien, a quienes, en un futuro, sepan, intuyan o quizá sólo imaginen, que un día fueron míos, para ellos su hermano, su primo, su tío, su padre, su abuelo o un completo desconocido de quien sólo saben el nombre y reconocen, en las primeras páginas, un exlibris con la silueta de Berlín.

lunes, 5 de mayo de 2014

Los poetas

Me he preguntado alguna vez para qué siguen existiendo los poetas, o incluso cómo es posible que sigan existiendo, si todo lo que escriben, da igual qué, ya lo habrá dicho alguien, de alguna otra forma, y seguramente mejor. No hay nada nuevo en la poesía: vacío, amor, muerte, odio, vida, incertidumbre, destino... temas universales, como el hombre, tratados por hombres de antes y de ahora. ¿Para qué existirán, pues, los poetas, si repiten lo mismo en otros versos? ¿cuál será la necesidad que los impulse a reescribir una y otra vez lo que otros ya han escrito?

Hoy creo saber la respuesta, y sencilla casi tanto como lógica: porque son otros los que habían escrito, porque decir por uno mismo no es lo mismo que decir por los demás, aunque el sentimiento sea el mismo, aunque la verdad sea igual de verdadera y el ideal igual de universal. 

No nos sirven los versos de Quevedo si queremos decir lo que dice Quevedo, sólo si queremos reconocerlo, no nos sirven los de Goethe si lo que queremos es expresar lo mismo que expresara Goethe, nos valen sólo si queremos transmitir la idea... Pero para decir, para explicar, para contar no nos valen. 

Podrán quizá valer a quien los lea, que los leerá igual, como versos escritos por alguien, versos que repiten alguna idea dicha ya por algún otro en el pasado. Sí, eso sí. Alguien dice algo, otro alguien vuelve a decir lo mismo y otro lo mismo y así largamente en la interminable versificación del mundo. Pero si somos nosotros quienes buscamos expresar, nos convertimos entonces en poetas, creamos, con la necesidad de decir, los versos, no sólo los recordamos. 

Por eso siguen existiendo los poetas, porque aunque ya está todo dicho, necesitamos tener también nuestra palabra.