lunes, 12 de mayo de 2014

Apología del papel

Me dijo una vez un profesor que era un romántico, por estudiar lo que elegí, y por querer estudiar lo que terminé no eligiendo. Supongo que es verdad, y supongo que se puede contar como romanticismo en el siglo XXI preferir el papel a lo digital. Ya conté hace algunos días que prefería las cartas. Y las prefiero por muchas razones, sobre todo por la historia.

Desde siempre, creo, he despreciado en cierto sentido el tacto, así en general, como sentido. ¿Para qué queremos el tacto, para quemarnos, sentir frío, dolor, picor...? A veces otros cuerpos, otras manos, el papel, la suavidad de las paredes... Sí, es verdad, pero no sé si alguna de estas cosas es imprescindible. Seguramente no lo sea nada, o, al menos para mí, no creo que lo sean, pero hay algo, la historia, que se siente con los dedos, con las manos, con el cuerpo en general. Dejar que unos dedos se posen sobre unas páginas, que toquen y sientan lo mismo que hace cien años tocó otro alguien, exactamente lo mismo; eso es historia y realidad, es tacto, es sentir no "lo de siempre".

Tengo en mi habitación, en la habitación desde la que escribo, unos trescientos libros aproximadamente, muchos de ellos sin leer, supongo que padezco de una bibliofilia que me incita a comprar, creyendo que leeré, cuando sé que leeré otros que aún no he comprado y seguramente no pueda o vaya a comprar. Así son las cosas. De estos libros sin leer, y de los leídos, muchos tienen historia. Hay un Quijote de 1927, un Auguste Rodin escrito en alemán por Rilke y encontrado en Alemania, mojado y con las hojas sueltas, quizá por el agua de un día de tormenta en Bonn, una biblia en alemán que encontré en un tren, con nombre y dirección de una chica de Mannheim. Hay también varios libros que me regaló la abuela de una amiga, alemana también (qué curioso que la mayoría de los libros encontrados, recuperados o regalados que hay en estas estanterías sean alemanes), con el propósito de que me los leyera, con la intención de que aprendiera alemán rápidamente, lenguas en general, como su padre, traductor en la guerra, según me contaba, y superviviente por hablar varios idiomas. También hay algún que otro diccionario del pasado, de latín, de griego, de inglés... Y libros en idiomas que no hablo o que casi no entiendo, encontrados en cajas, recuperados de baúles o de librerías gratuitas en callejas alemanas. Alguno tengo regalado en español. La mayoría, como digo, en alemán. Recuerdo, por ejemplo, con cariño uno que compró una amiga checa en un puesto berlinés y que yo quise comprar; al final me lo acabó regalando, me dijo que era para mí y aquí lo tengo, en la estantería, un libro de cuentos de Bernhard.

Tiene cada uno su historia, y muchos son de segunda mano, o regalados por alguien en un momento concreto o especial, otros tienen su historia propia que desconozco y que nunca podré más que imaginar, como un libro en neerlandés que apareció un día en casa, de un hotel, olvidado por un cliente y que, pensando que era alemán, alguien trajo hasta mí.

Es absurdo pensar que recordaré todas las historias de cada uno de estos libros en el futuro, pero me gusta pensar que, con las fechas, con los nombres, alguien podrá leer en el futuro lo que yo leí, lo que yo compre, conocer alguna historia, inventar otras nuevas, para los mismo libros, exactamente los mismos, tocar las mismas páginas y subrayar las mismas líneas, leer las mismas anotaciones, siempre los mismos trozos, los mismos papeles gastados.

No niego, porque no se puede hacer, la utilidad de lo digital, sería idiota si lo hiciera, pero con tantos libros con historia que se amontonan en las estanterías de mi habitación, con tantos libros de los que todavía podría contar cuándo y dónde los compré (Salamanca, Bonn, Berlín, Utrecht, Madrid, Viena, Zafra. Plasencia...), así, no puedo más que querer seguir comprándolos, para leerlos más tarde o más temprano, para dejarlos a alguien, a quienes, en un futuro, sepan, intuyan o quizá sólo imaginen, que un día fueron míos, para ellos su hermano, su primo, su tío, su padre, su abuelo o un completo desconocido de quien sólo saben el nombre y reconocen, en las primeras páginas, un exlibris con la silueta de Berlín.

1 comentario:

  1. Yo también padezco de esa bibliofilia de la que hablas, de esa ansia por comprar, casi compulsivamente, libros que algún día leeré...o quizás no. Pero supongo que, como a otros muchos lectores, cada día el cuerpo te pide una lectura distinta; y ellos están ahí, en tus anaqueles, esperando ser leídos...o no.
    En cuanto a lo digital, totalmente de acuerdo contigo: sigo prefiriendo el papel, por el tacto, por el olor, por la historia.
    Un saludo.

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