Cuando estuvimos
en Macedonia del Norte P. hizo unas fotos maravillosas con su cámara analógica.
Una Zenit cuyo modelo no recuerdo. Yo ya tenía cierto interés por las cámaras
analógicas, sobre todo por esa imagen romántica del tiempo detenido en una
época en la que todo corre. Existe la necesidad de conseguir algo para ya y se
puede hacer. Este texto puede llegar a todas partes hoy mismo, en cuanto le dé
al botón de publicar estará disponible en cualquier lugar del mundo con una
conexión a internet. Esa rapidez no hará, no obstante, que todo el mundo tenga
tiempo para leerlo. Ni siquiera hablo ya de interés, sino de tiempo: cinco,
diez minutos, serán demasiado tiempo para dedicarle. Consumimos instantes, necesitamos
cada día más estímulos. Así que la idea de hacer hoy una foto y ver el
resultado días o incluso meses después no sólo me parece fascinante, sino, en
cierto sentido, necesaria. La paciencia. Lo que crece con la calma.
Esa parte de envidia
me llevó a comprar en un mercadillo cercano a Alexander Nevski una cámara
analógica Zenit ET, fabricada en la URSS. Elegí la que elegí sencillamente
porque la marca estaba escrita con caracteres cirílicos. Ya sabía que iba a
abandonar Bulgaria a los pocos días, así que me dije a mí mismo que, de alguna
manera, si no funcionaba o no conseguía aprender a usarla, al menos tendría un
recuerdo búlgaro que, sólo con verlo, me recordara mi breve época en el país.
El modelo dispone
de un fotómetro que, aparentemente, no le funciona. Tampoco se puede esperar
gran cosa de una cámara fabricada antes del año 1979, la verdad. Pero,
evidentemente, me gustaría que funcionara correctamente, así que le escribí a
S. Ella tiene bastantes cámaras analógicas, le gusta y sabe de fotografía –no como yo, que ni siquiera sé si la
cámara ha sido capaz de hacer algo con el primer carrete que le he puesto– y
sé que conocía un sitio en el que le arreglaban los problemillas que le iban
surgiendo con cámaras antiquísimas y que no parecían tener solución. Vete al Taller de H., me dijo, está
cerca del Alcázar, pero tiene un horario muy extraño.
Allí que me fui, pero nada. El taller no estaba en el sitio indicado.
No es que no estuviera abierto por eso del horario extraño, es que no estaba.
No existía. Sabía que S. no me había mentido, así que me acerqué a una galería
de arte: era el sitio menos moderno y plagado de decoración clásica para atraer
turistas de toda la plaza. Me parecía que era donde mejor podrían decirme algo.
Una pareja desayunaba a la sombra, resguardada tras unos lienzos, como
defendiéndose de la algarabía de los bares del otro lado de la plaza: café y un
minibocadillino. Les pregunté por el taller y su respuesta fue clara: cerrado,
ya no existe, el hombre se jubiló. Pero. El pero me abrió los ojos. Vete a la
alimentación de ahí de la calle de la izquierda. Es posible que tengan el
teléfono del hombre y que te puedan poner en contacto con él. Creían, me
dijeron, que seguía haciendo apaños. Era una suerte, en realidad, porque nadie
más hacía esas cosas hoy en día.
Entre los turistas
y las obras para más bares para turistas, justo enfrente de un local que están
rehabilitando para montar lo que será, probablemente, un restaurante con los
mismos platos que en todos los de la calle, una tienda de alimentación, un
supermercado de barrio al que probablemente nunca le habría prestado atención
de no ser por que era el lugar que buscaba. Pensé que sería un sitio pequeño, pero
realmente era un supermercado. Pequeño, pero supermercado: zumos, cervezas,
leche, carnes, fiambres, fruta, champús, pastas de dientes… en fin, un supermercado
de barrio en mitad de la zona más turística de la ciudad. Me pareció mágico. C.
es la dueña. Le conté la historia: ando buscando esto y he acabado llegando
aquí porque en la galería me han dicho que tal vez vosotros… Sí, aquí estás en
un sitio inmejorable para eso. Espera un segundo y te atiendo. Detrás del
mostrador, que es una máquina frigorífica en la que se conservan fiambres y quesos,
a la izquierda, una estantería hace gala de cinco o seis cámaras fotográficas
analógicas relativamente modernas. Parecen indicar que el lugar es el que
buscan quienes tratan de dar con H. Aquí tienes el teléfono, llámalo y a ver
qué te dice.
Efectivamente, lo
llamo. Le cuento la historia. Me dice que encantado de echarme una mano y que vaya
en busca de tal bar en tal calle y que pregunte por P., le diga que llevo una
cámara para él y que deje mi nombre y mi número para contactar conmigo. Que él
va para allá, la recoge y le echa un vistazo y me dice. Así que allá que voy,
en busca de un bar con una puerta estrecha que no había visto en mi vida. Entro
y avanzo por un pasillito en el que ya hay turistas comiendo, que levantan
levemente la mirada para ver quién se adentra en el restaurante. Es acogedor y
tiene buena pinta. No es el típico sitio de turistas, aunque evidentemente es
su público principal. Quiero creer que no hay tartar de atún en la carta. Pregunto
por P. Soy yo, me dice un señor de mi altura aproximada y unos 55 años. Traigo
una cámara para H., ah, perfecto. Le pregunto si tendría un papel y arranca una
hoja de la libreta de comandas para que apunte mis datos. Abro la funda de
cuero de la cámara, meto el papel dentro y la vuelvo a cerrar. Le doy la cámara
y las gracias y salgo por la puerta pensando qué curiosa es siempre la vida oculta
de las ciudades, cómo se tejen redes y contactos, cómo entre unos vecinos y
otros se ayudan y se comunican, entre gente que se ha dado los buenos días
durante a saber cuántos años. Y pienso también qué habría pasado de haber preguntado
en otro sitio, en uno de esos restaurantes nuevos para turistas, con la sangría
a cinco euros y los camareros mal pagados. Pero también pienso en P. y en
Bulgaria, y en la paciencia que requiere la vida para labrar amistades y llegar
adonde sea que se llegue al final de todo.