viernes, 21 de octubre de 2022

Un espacio vacío

Hace un año vivía en Sofía. Hace dos, en Zagreb. Hoy vuelvo a habitar Sevilla y pronto incluso constaré en el censo de esta ciudad que nunca he terminado de sentir propia. Intuyo que es una ficción, pero siento que las dos ciudades balcánicas me han marcado más que la capital andaluza. Como si a esas dos ciudades les debiera algo de la persona que soy, como si me hubieran movido a ser como soy ahora, a hacer lo que hago ahora, a pensar como pienso ahora. No obstante, no me sucede eso con Sevilla, no siento que me haya cambiado: recuerdo momentos, gentes, casas, escenas; recuerdo -y últimamente de un modo muy íntimo- una vida en esta ciudad que siempre me ha parecido de paso, como si fuera un trámite estar aquí, como si la forma de vivir aquí no fuera conmigo: no tengo una cafetería a la que ir cuando quiero un café solo conmigo, ni un parque callado por el que pasear a la sombra y escuchar los juegos de los niños como una risa que invade el alma, ni una calle que transitar en calma entre el barullo, ni un recorrido que me invite una y otra vez a transitarlo. 

No siento que Sevilla me invite a entender la realidad de otra manera, ni que me acerque a su intimidad, más bien soy yo quien cuestiona constantemente esta ciudad. Como si todo fuera una fachada de cartón piedra y no hubiera nada detrás a lo que acceder. Todo se ve, todo se exhibe, pero ¿qué hay cuando rascas?

Si pienso en las dos ciudades eslavas que me acogieron durante los que seguramente han sido los inviernos más duros de mi vida, sé adónde iría a pasear, qué recorrido haría solamente por el placer de caminar entre calles desconchadas, en qué banco de qué parque me sentaría a ver pasar a la gente, sé a qué cervecería iría con un libro a, probablemente, no leer, sé qué edificio me quedaría mirando, puedo intuir cómo me han hecho cambiar la forma que tengo de ver el mundo y de verme a mí, conozco el recorrido de varias líneas de varios medios de transporte, las pintadas de sus calles, los restaurantes en los que iría a cenar cuando llegara la hora, dónde esperaría por el mero placer de esperar, de no tener prisa. ¿Dónde está todo eso en Sevilla? ¿Dónde está para mí, quiero decir? Vivo en esta ciudad, pero no termino de sentirla propia. Como si no pudiera conquistarla más que a través de momentos concretos, como si nunca pudiera llevarla conmigo, como si fuera más de los turistas y las tiendas de souvenirs que de quienes vivimos, trabajamos, sentimos, amamos, lloramos, reímos aquí.

Vuelve a llover en Sevilla y pienso en Zagreb y en Sofía, como si llevara conmigo a esas ciudades más que a este sur que va a mi lado, pero no sé si me acompaña. La mayor parte del tiempo sigue siendo Sevilla -¿lástima reconocerlo?- para mí un espacio vacío.

sábado, 4 de junio de 2022

Una cámara analógica

Cuando estuvimos en Macedonia del Norte P. hizo unas fotos maravillosas con su cámara analógica. Una Zenit cuyo modelo no recuerdo. Yo ya tenía cierto interés por las cámaras analógicas, sobre todo por esa imagen romántica del tiempo detenido en una época en la que todo corre. Existe la necesidad de conseguir algo para ya y se puede hacer. Este texto puede llegar a todas partes hoy mismo, en cuanto le dé al botón de publicar estará disponible en cualquier lugar del mundo con una conexión a internet. Esa rapidez no hará, no obstante, que todo el mundo tenga tiempo para leerlo. Ni siquiera hablo ya de interés, sino de tiempo: cinco, diez minutos, serán demasiado tiempo para dedicarle. Consumimos instantes, necesitamos cada día más estímulos. Así que la idea de hacer hoy una foto y ver el resultado días o incluso meses después no sólo me parece fascinante, sino, en cierto sentido, necesaria. La paciencia. Lo que crece con la calma.

Esa parte de envidia me llevó a comprar en un mercadillo cercano a Alexander Nevski una cámara analógica Zenit ET, fabricada en la URSS. Elegí la que elegí sencillamente porque la marca estaba escrita con caracteres cirílicos. Ya sabía que iba a abandonar Bulgaria a los pocos días, así que me dije a mí mismo que, de alguna manera, si no funcionaba o no conseguía aprender a usarla, al menos tendría un recuerdo búlgaro que, sólo con verlo, me recordara mi breve época en el país.

El modelo dispone de un fotómetro que, aparentemente, no le funciona. Tampoco se puede esperar gran cosa de una cámara fabricada antes del año 1979, la verdad. Pero, evidentemente, me gustaría que funcionara correctamente, así que le escribí a S. Ella tiene bastantes cámaras analógicas, le gusta y sabe de fotografía no como yo, que ni siquiera sé si la cámara ha sido capaz de hacer algo con el primer carrete que le he puesto– y sé que conocía un sitio en el que le arreglaban los problemillas que le iban surgiendo con cámaras antiquísimas y que no parecían tener solución. Vete al Taller de H., me dijo, está cerca del Alcázar, pero tiene un horario muy extraño.  

Allí que me fui,  pero nada. El taller no estaba en el sitio indicado. No es que no estuviera abierto por eso del horario extraño, es que no estaba. No existía. Sabía que S. no me había mentido, así que me acerqué a una galería de arte: era el sitio menos moderno y plagado de decoración clásica para atraer turistas de toda la plaza. Me parecía que era donde mejor podrían decirme algo. Una pareja desayunaba a la sombra, resguardada tras unos lienzos, como defendiéndose de la algarabía de los bares del otro lado de la plaza: café y un minibocadillino. Les pregunté por el taller y su respuesta fue clara: cerrado, ya no existe, el hombre se jubiló. Pero. El pero me abrió los ojos. Vete a la alimentación de ahí de la calle de la izquierda. Es posible que tengan el teléfono del hombre y que te puedan poner en contacto con él. Creían, me dijeron, que seguía haciendo apaños. Era una suerte, en realidad, porque nadie más hacía esas cosas hoy en día.

Entre los turistas y las obras para más bares para turistas, justo enfrente de un local que están rehabilitando para montar lo que será, probablemente, un restaurante con los mismos platos que en todos los de la calle, una tienda de alimentación, un supermercado de barrio al que probablemente nunca le habría prestado atención de no ser por que era el lugar que buscaba. Pensé que sería un sitio pequeño, pero realmente era un supermercado. Pequeño, pero supermercado: zumos, cervezas, leche, carnes, fiambres, fruta, champús, pastas de dientes… en fin, un supermercado de barrio en mitad de la zona más turística de la ciudad. Me pareció mágico. C. es la dueña. Le conté la historia: ando buscando esto y he acabado llegando aquí porque en la galería me han dicho que tal vez vosotros… Sí, aquí estás en un sitio inmejorable para eso. Espera un segundo y te atiendo. Detrás del mostrador, que es una máquina frigorífica en la que se conservan fiambres y quesos, a la izquierda, una estantería hace gala de cinco o seis cámaras fotográficas analógicas relativamente modernas. Parecen indicar que el lugar es el que buscan quienes tratan de dar con H. Aquí tienes el teléfono, llámalo y a ver qué te dice.

Efectivamente, lo llamo. Le cuento la historia. Me dice que encantado de echarme una mano y que vaya en busca de tal bar en tal calle y que pregunte por P., le diga que llevo una cámara para él y que deje mi nombre y mi número para contactar conmigo. Que él va para allá, la recoge y le echa un vistazo y me dice. Así que allá que voy, en busca de un bar con una puerta estrecha que no había visto en mi vida. Entro y avanzo por un pasillito en el que ya hay turistas comiendo, que levantan levemente la mirada para ver quién se adentra en el restaurante. Es acogedor y tiene buena pinta. No es el típico sitio de turistas, aunque evidentemente es su público principal. Quiero creer que no hay tartar de atún en la carta. Pregunto por P. Soy yo, me dice un señor de mi altura aproximada y unos 55 años. Traigo una cámara para H., ah, perfecto. Le pregunto si tendría un papel y arranca una hoja de la libreta de comandas para que apunte mis datos. Abro la funda de cuero de la cámara, meto el papel dentro y la vuelvo a cerrar. Le doy la cámara y las gracias y salgo por la puerta pensando qué curiosa es siempre la vida oculta de las ciudades, cómo se tejen redes y contactos, cómo entre unos vecinos y otros se ayudan y se comunican, entre gente que se ha dado los buenos días durante a saber cuántos años. Y pienso también qué habría pasado de haber preguntado en otro sitio, en uno de esos restaurantes nuevos para turistas, con la sangría a cinco euros y los camareros mal pagados. Pero también pienso en P. y en Bulgaria, y en la paciencia que requiere la vida para labrar amistades y llegar adonde sea que se llegue al final de todo.