jueves, 11 de junio de 2020

Cuarentena XIX: Nuevos planes y fin

Leía esta mañana el poema de Izet Sarajlić que lleva por título "Cambio de dirección" y pienso que sí, que hay cambios de dirección menos afortunados que otros, aunque también son más certeros y, seguramente, permanentes. Veintiocho direcciones dice Sarajlić en el poema que ha tenido Alfonso Gatto. Yo cuento las mías, sólo en las que alguna vez he recibido algún envío de alguien: trece. No sé si es mucho o es poco, sólo sé que se me hace extraño imaginar dejar de cambiar. Y, sin embargo, de alguna manera empiezo a sentir que es necesario. No será ahora tampoco. 

A veces un único gesto, una única palabra, pueden cambiar el rumbo de la vida. Otras veces es una única cerveza, una única copa que tomas de más y te obliga a dormir la resaca, llegar tarde y encontrarte con alguien que cambia tu vida. A veces es simplemente un libro, asistes a su presentación y conoces al autor, o a alguien entre el público que te propone a saber qué proyecto artístico o vital. A veces incluso lo que lo cambia todo es la acción de otra persona: un paso en falso hacia adelante y la caída al vacío, por ejemplo. 

En realidad todo puede cambiar tan rápido que no somos conscientes de nada. Ahora ha sido una pandemia mundial la que obligará a millones de personas a deshechar sus planes, sus proyectos. Algunos tal vez puedan retomarse con el tiempo. Otros... nunca se sabe. 

Ahora que la pandemia parece que nos da un respiro y ya el confinamiento no es tan severo, los planes vuelven a estar presentes: playas, quedadas, barbacoas, cumpleaños... No hemos aprendido nada, realmente. Yo tampoco. 

Hace tres años no tenía ninguna intención, ni la más mínima, de realizar una estancia relacionada con mi trabajo en Croacia. No hubiera tenido ningún sentido. Ahora estoy a la espera de que todo vuelva a la normalidad para sumar una nueva dirección en un país que no he pisado en mi vida, cuyo idioma no entiendo... A todos nos pasa alguna vez en la vida, que cambiamos a lo desconocido, a lo ajeno. Tal vez no sea la aventura más difícil del mundo, ni la más apasionante, pero visto cómo va el mundo, vista la incertidumbre, y la conciencia de ella, quién sabe. 

La pandemia me robó el verano y parece que me va a ofrecer otro bien distinto, aunque no tengo la sensación de que la normalidad esté llegando. También me ha robado los planes del otoño y el invierno. Pero, al menos de momento, me está ofreciendo otros. Para entonces, la nueva dirección ya es conocida: Ulica Huga Badalica. Sólo falta que sea posible llegar hasta allí. 

Yo, por ahora, sigo encerrado en casa la mayor parte del tiempo, sin la necesidad de salir, sin las ganas de salir, sin embargo, supongo que esta sección de cuarentena ha dejado de tener sentido desde el momento en el que los nuevos planes son algo medianamente factible. Sospecho que ése es el síntoma de que se recupera la vida, justamente ése: que se recupera la posibilidad de que los planes que tenemos, por el simple hecho de tenerlos, vuelvan a venirse abajo. 


lunes, 1 de junio de 2020

Cuarentena XVIII: el verano, los ríos, Sevilla y yo

Mayo ha pasado sin pena ni gloria y la nueva normalidad está a punto de llegar, dicen. Ya es junio y está aquí ese calor eterno de las tardes de verano. Casi se pueden escuchar las chicharras con su ruido triste y solitario. Parece que ya los campos se han teñido de amarillo y ni siquiera los he visto, pero lo siento. 

Del calor sólo me gustan los cuerpos, la impúdica desnudez que viene con él, la naturalidad con la que se asumen un torso o unas piernas, con la que se asumen, las figuras. El verano pasado fue de playas nudistas y silencio en calas pedregosas, semiocultas, como si lo que sucediera allí fuese algo prohibido. Fue un verano de sol como hacía mucho que no vivía: mis veranos suelen ser de sombra. En el interior, lejos de la costa, el verano obliga a la calma y las noches sirven para la vida, así que el día pasa en la oscuridad de una casa con las persianas bajadas. Todo duerme durante el día para recobrar el tiempo durante la noche. Es obligatorio huir del sol si se quiere sobrevivir. Este verano volverá a ser un verano interior, imagino. 

La pandemia lo ha cambiado todo. Yo debería estar preparando mi maleta para unos meses de trabajo y viaje por los Balcanes: Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Macedonia... Y sin embargo estoy empaquetando los libros para volver al pueblo por un tiempo indefinido. Podría conformarme con el calor de Sevilla, pero tal vez el encierro en el pueblo sea más productivo para la tesis y demás proyectos que empiezan a coger (re)tomar un sentido. Éste será el último verano de tesis y no hay opción a perderlo. El trabajo de investigación en Zagreb tendrá que cambiarse por el trabajo de escritura en casa. Funcionará, espero. 

La cuestión es que no será un verano de desnudos y sol, ni será un verano hispalense: toca también abandonar mi cuarto piso en tres años en la ciudad. Dice mi compañera M. que alguien le dijo alguna vez que ésta era una ciudad trampa, que ella lleva treinta años yéndose y al final siempre encuentra un motivo para quedarse. Yo llevo tres años buscando motivos para quedarme, para convertirla en un hogar, y ahora que parecía estar cerca de conseguirlo, el mundo conspira contra ello. 

Me marcho creyendo que volveré en algún momento, pero con la sensación de que siempre he estado de paso. La seguridad sobre una vuelta duradera es aún incierta y la decisión tampoco ha sido sencilla, pero parecía lo más sensato para tratar de sacar todos los propósitos del verano adelante. 

Ayer salí a pasear por Sevilla y estuve varias horas vagando sin rumbo. Tuve la sensación de que echaré de menos algo de esta ciudad, pero aún no sé el qué. Vivir en el centro me ha proporcionado la posibilidad de conocerla sin turistas, sin ruido, sin el ajetreo eterno; no ya por la cuarentena, sino porque he podido evitar las calles abarrotadas, he podido pasear sin rumbo fijo, sin importarme dónde iba a aparecer, siempre eligiendo la calle más desconocida y menos transitada: más de una vez he llegado a calles sin salida y en algunas ocasiones me he enfrentado a mi institno y he tenido que sacar el teléfono para poder encontrar el camino de vuelta a casa. Tal vez sea eso lo que vaya a echar de menos: poder perderme. Aunque, qué más daría, si la vida es sólo estar perdidos. 

Leía el otro día en un poema de Izet Sarajlić que "Nosotros maldecimos, blasfemamos, conscientes de que nunca podrá convertir / el Miljacka en el Guadalquivir o en el Sena". Al leerlo tuve la sensación de que todos los ríos son el mismo río, que el Guadalquivir se ha convertido para mí en el Tormes, en el Rin y en el Weser, tal vez incluso en el Neckar. ¿Y si es por eso que esta ciudad aún no ha sido hogar? ¿Y si es que aquí he buscado y busco encontrarme con otras aguas y otros tiempos? Parecía que ahora encontraba las aguas del Guadalquivir y no otras, pero la ciudad trampa me deja escapar una vez más.

Habrá que ver si hay reencuentro, y si es definitivo.