martes, 12 de julio de 2016

El sol y las historias

A veces sale también el sol en esta ciudad, cuando el viento arrastra las nubes perpetuas hacia un horizonte que parece lejano y no lo es. Por las ventanas se intuyen los rayos de sol hasta bien tarde en la noche, hasta la hora en la que en invierno la ciudad ya casi duerme y sólo unos pocos dejamos la tranquilidad del sueño para más tarde. Amanece en mitad aún de la madrugada y los pájaros nos acercan a la vida cantando más temprano de lo que a mí personalmente me gustaría. 

A través de los cristales entra hoy el sol y llega a los pies de la cama frente a la que estoy y casi me ilumina las piernas. Tengo la manía de dormir con las cortinas descorridas, las persianas levantadas, de ver el sol desde el primer momento en el que abro los ojos. No suele pasar, bien es cierto, que me despierte y haga sol o no llueva -tengo la sensación de que este último año ha llovido bastante más que el pasado-, pero aun así me gusta que me despierte el sol, me gusta la sensación de despertarme con el mundo y no con el sonido de un despertador traicionero, que no avisa antes de actuar. Siempre me he enfadado con mis padres cuando entraban en mi habitación por la mañana temprano, o por la noche, y decidían que bajar la persiana era mejor opción que dejarla subida. Nunca he entendido esa obsesión que tenemos todos de creer que lo que a nosotros nos parece bien les parece bien también a los demás. Supongo que es difícil aceptar que hay preferencias diferentes, como cuando nos enteramos de que a alguien no le gusta el chocolate, o la cerveza, o los huevos fritos, y pensamos que podríamos alimentarnos eternamente de esos tres alimentos si no nos fueran a llevar a la destrucción arterial. Me gustan las persianas levantadas, como me gusta que haya luz cuando duermo; para no ver, ya cierro yo los ojos, he pensado siempre. Cuando de pequeño dormía en casa de mi abuela, recuerdo, no me agradaba dormir en esas habitaciones sin ventanas, aunque lo hiciera. Tal vez fuera miedo, pero, sea como fuere, se ha convertido ahora en una preferencia; me gusta sentir que, mientras yo me meto en la cama, mientras las sábanas se revuelven bajo mi cuerpo por el sueño o por el sexo, en la calle la vida continúa y yo me independizo de ella. La oscuridad no me permite sentirlo. No consigo encontrar la comodidad en estar completamente a oscuras y vivir desaparecido. Aborrezco la total oscuridad, diría, como también aborrezco la absoluta presencia de luz, cegadora e innecesaria.

Hoy es uno de esos días en los que el sol se deja ver de vez en cuando y pienso en otros lugares en los que he disfrutado del sol y de los colores y las sombras. Suena música en el mismo ordenador desde el que escribo y estoy apoyado contra la pared, en el suelo, dejando que la luz del sol me roce y las piernas e ilumine esas pequeñas pelusillas blancas que se elevan hacia el techo en una danza acompasada, hipnotizadora y secreta. Como si fuera ya camino de encontrarte. Pienso en esta canción como pienso en muchas otras, que me llevan al verano en otras latitudes, mientras saco de ellas poco más que unos versos concretos que modifico en función de los recuerdos. Las canciones van cambiando sin ningún tipo de orden, pasan de un grupo a otro. Llevas años enredada en mis manos, en mi pelo, en mi cabeza. Pienso en la cantidad de canciones que hablan de amor, en la cantidad de historias de parejas que se cuentan, y me pregunto cuántas encajarán dentro de una misma historia cambiando Conil de la Frontera por Madrid, Sevilla por Valladolid. 

Es curiosa la experiencia de saberse uno más del mundo, de reconocer en los demás que tienen vidas tan intensas como las nuestras. Es curioso saber que hay lugares donde ya no se nos reconoce y que una vez disfrutamos con estas mismas canciones y sus historias, que la gente a la que conocemos está en algún lugar del mundo haciendo una vida independiente de la nuestra y bajo este sol con otras sombras. A veces no lo pensamos, a veces sólo vemos que el sol entra por nuestra ventana, que la ventana está mejor bajada que subida, pero no que todos los demás tienen una vida independiente, unas sensaciones, unos sufrimientos, unas victorias, unos orgasmos, unos malestares, unas opiniones, unas sombras, unas canciones y unas historias. Y es tu corazón una montaña rusa: bajando por tu blusa se escribe esta canción. Cuántas montañas rusas serán cuántos corazones y cuántos serán pares de botas sucias, me pregunto. Cuántos se habrán ensuciado de caminar en el barro de qué historias y de qué recuerdos.  

Mientras el sol entra por esta ventana, mientras mi cerveza se termina, alguien me escribe al móvil: para ellos están la playa, la arena, el agua y el salitre; para mí, el aire, las nubes que vuelven a llegar y la cerveza y otras cientos de historias, la conciencia de que hay otros y la seguridad maldita de que lo nuestro es único y, sobre todo, irrepetible.