jueves, 24 de septiembre de 2020

Maletas, libros y viajes

Lo que peor llevo de hacer maletas para estancias largas es elegir los libros. Uno sabe qué le apetece leer ahora, pero no qué le apetecerá leer cuando llegue el invierno y las noches sean largas y el frío esté tras las paredes de la casa. Es imposible decidir. Cuando viajo a Alemania no tengo demasiados problemas, me llevo lo que me apetece en ese momento y allí ya compraré lo que sea; pero ahora, en Croacia, la cosa cambia. Donde la cosa es, concretamente, el idioma.

Hay quien lee con premeditación: tiene un listado de libros que quiere haber leído hasta final de año y eso hace. Yo, en cambio, me lo planteo así y, en lugar de una lista, lo que tengo es una pila. Se supone que cuando termine el que tengo entre manos en cada momento, lo único que tendré que hacer es colocarlo en su sitio en la estantería y empezar el que está arriba del todo del montón, pero ese montón va cambiando de orden y de lugar y, por supuesto, una vez transgredida la ley de la permanencia, ya da igual, no tiene importancia cuál esté arriba o no, mi cuerpo se siente con el derecho de elegir lo que cree que en ese momento le vendrá mejor, aunque esté al final de todo o, incluso, fuera de la pila.

Tengo libros en distintas estanterías, los de una parte de la habitación están ordenados, el resto son el más absoluto desorden. Hoy he estado varias horas para encontrar un libro que tal vez, y sólo tal vez, me lleve a Zagreb y que no estaba en la pila de próximas lecturas. He de reconocer, por otra parte, que pilas ahora mismo hay cinco y, claro, eso dificulta las cosas: una sobre la mesilla, con libros que sólo leo cuando estoy en Zafra; otra en la estantería baja de la izquierda de la cama, con libros que, por lo que sea, sólo leo a ratos, historias independientes entre sí; y tres sobre el escritorio, una con libros que me llevaré irremediablemente a Zagreb, entre los que se incluyen Gebrauchsanweisung für Kroatien (Indicación de uso para Croacia), de la autora finalmente descartada de mi tesis Jagoda Marinić - por cierto, y esto no viene a nada, tendría que escribirle a Ilija Trojanow para que me diera el email de esta señora, que hace más de un año que me lo dijo -; otra con los que creo que me llevaré y otra con los que leeré cuando vuelva, es decir, la pila “oficial”. Todo organizado y a la vez no.

En la lista de libros que me llevaré se encuentra Eine winterliche Reise zu den Flüssen Donau, Save, Morawa und Drina oder Gerechtikeit für Serbien (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Moravia y Drina o Justicia para Serbia), el polemiquísimo libro de Peter Handke. Voy a encontrarme con un profesor experto en la relación del Nobel con los Balcanes y en la recepción de su obra en la zona, así que parece apropiado llevar algo para comentar, aunque sólo sea esto, pero, por otro lado, no sé si Zagreb es el sitio ideal para leer este libro. Ya lo veremos.  

Por primera vez me siento hasta cierto punto desprotegido en un viaje así: cinco meses en un país en el que no entiendo prácticamente nada, en el que espero poder leer algún cartel y poco más… Y esto en mitad de una pandemia y mientras trato de revivir la tesis. Tal vez por eso me preocupa realmente qué arsenal literario llevarme. Arsenal, sí, porque de algún modo, serán defensa y, tal vez, refugio. 

viernes, 18 de septiembre de 2020

Las primeras lluvias tras el verano

Los primeros días de lluvia después del verano me transportan a Bremen. Hay quien escribe mucho sobre el verano, sobre el actual y sobre los veranos felices de la infancia; del sol, las playas, los amores efímeros con olor a salitre, el pueblo y las amistades que permanecen impasibles al paso del tiempo y que se afianzan sólo en los meses estivales. No hay demasiado de eso en mi infancia, más bien al contrario. El verano es para mí la sombra de un cuarto del que huir del calor, es algún día de piscina y poco más.

El verano tiene, para mí, más que ver con la muerte que con la vida, tiene más de apatía que de alegría, más de desconsuelo que de libertad. La primera muerte familiar que tuve que penar fue en verano para certificar este sentimiento. Nada tiene que ver para mí el verano con los anuncios de cervezas y de gente en la playa, más bien llega con las noches de insomnio, el sudor y la escasa vitalidad, la desidia y el cantar de las chicharras, que anuncia un día perdido. Más tiene que ver el verano en mi imaginario con estar encerrado en casa para protegerse del sol que con salir a conocer mundo, a descubrir ciudades, paisajes, olores y sabores. Si el infierno existe, es un verano sin agua.

Así que, cuando llegan las primeras lluvias, vuelven las ganas perdidas de escribir, de leer, de viajar, de empaparme las botas, de ir de un sitio a otro. Pienso en los trenes que tantas veces tuve que coger en Alemania, los viajes repentinos entre ciudades, las excursiones de un lado a otro. Eso era la libertad. Hoy me ha llegado todo esto por las lluvias, pero también porque he entrado en una tienda de una cadena alemana en Zafra. Alemana de verdad. Completamente alemana. Los colores, la decoración, los productos… Era como estar realmente en cualquier ciudad bávara, o sajona, cualquier sitio que no fuera éste. He pensado, entonces, en la globalización y en lo fácil que es estar en un sitio hoy y en cualquier otro mañana. O lo era. A la vista está que ahora, lo mismo, no lo es tanto.

También he pensado en Delmenhorst, en esa pequeña ciudad en la que trabajé durante dos cursos y cuyas calles comerciales se iban vaciando poco a poco. Hoy estaba así la calle Sevilla de Zafra: si la crisis hace mella, la lluvia no creo que sea buena para los comerciantes. Yo me sentía, sin embargo, más en casa que en otros momentos. Los pocos compradores se protegían con paraguas y chubasqueros y yo los miraba echando de menos mi chaquetón rojo, ya casi desahuciado entre la ropa de invierno, pero caminando a paso lento por el centro de la calle, como inconsciente del agua, porque nada mejor que sentirse en casa para descuidarse.

Llevo años de un lado a otro, de una ciudad a otra, de una casa a otra, buscando y huyendo, casi siempre por necesidad, otras por cabezonería. Ahora la costumbre y la precariedad hacen que estar quieto sean más una traición y una utopía que un deseo realista. Y hoy, después de un verano completo aquí, durante unos segundos, he sentido plenamente estar rodeado de hogar, éste y otros, todos, en mitad de la calle, bajo la lluvia.