Hacer una maleta no es elegir lo que se mete dentro, sino lo que se deja fuera, no es la ropa que llevamos la que importa, sino la que no podemos llevar, la que queda encima de la cama porque resulta imposible hacer otro hueco (uno más después de los que ya hemos tapado) para esa camisa, para ese pantalón que nos gusta pero que parece innecesario que llevemos, para esa camisa que querríamos ponernos el sábado por la noche pero que será demasiado fresca para el tiempo que, previsiblemente, hará.
Y si es difícil hacer una maleta para una semana, más lo es para un año, no por la ropa, que en este caso deja casi de pensarse lo que sí y lo que no, sino por todo lo demás, especialmente los libros, porque pesan, pero, a veces, son necesarios.
Miro a la estantería de cuatro huecos que hay en la habitación y no veo lo que busco, no está la poesía a la que se vuelve a cada poco, no González, ni García Montero, ni Benedetti, ni Hierro, nada: un diccionario, una gramática, un libro de ejercicios, algo de clásicos alemanes de Reclam (Schiller, Hauptmann, Keller), crítica y teoría literaria, uno de Mendoza, regalo de poco antes de venir, un par de principitos (en inglés y en dialecto francón) y un libro que, por el título, parece reírse de mí,
Die Heimkehr, eso es, precisamente, lo que tengo que hacer para leer lo que ahora mismo necesito, quiero leer,
volver a casa. pero a qué casa, si hace ya tanto que no estoy en la que me recogerá dentro de poco.
Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.
Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.
Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.
Dijo también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de nubes.
Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.
De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.
No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.
Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.
Tiempo de habitaciones separadas.
Luis García Montero, en Habitaciones separadas.