lunes, 23 de junio de 2014

Poesía, poetas, un poema y el mar.

Vuelvo cada cierto tiempo a la poesía, siempre en busca de algo, a veces de consuelo, otras de ideas, de incertidumbres o certezas. Vuelvo, eso sí, casi siempre a los mismos poetas, sin arriesgarme demasiado a entrar en lo desconocido. Y es que, desde hace un par de años, me enfrento a ella con escepticismo. Son siempre poetas en español. En alemán nunca he conseguido descifrar, al menos no todavía, los secretos de los poemas, no de los que me he propuesto, sólo vagamente a poetas relativamente sencillos.

Me hablaron ayer, sin embargo, de poesía, de poetas, de uno en concreto, o mejor, me mostraron ayer poesía (...from your lips and your hands.). Gracias. Con esto, o sea, por este impulso, me he visto hoy en la necesidad de volver a los libros de poesía, los pocos que me quedan en Salamanca y buscar en ellos algo que guiara el estado de ánimo, los sentimientos, los calmara o, quizá, los ordenara.

He vuelto, como hago a veces, a La ciudad blanca, al mar de Lisboa y a un mar cualquiera. No puedo deshacerme de las ganas de ir al mar y encontrarlo gigante, inmenso, sentir que el horizonte es y no es el final. Sentir que todo se diluye y esperarlo y no quererlo a la vez.

Que el mar marque el inicio de algo nuevo.


COSTA DA CAPARICA

1

Frente al paisaje mudo,
el oreo del viento
sobre los juncos.

Sobre la playa a solas,
sólo el vuelo rasante
de unas gaviotas.

Si a la tarde vuelves,
has de ver en el agua
un nombre breve.

2

Hacia poniente el sol
descubre un nuevo límite,
otro horizonte.
                       Aquí entre la espuma,
mis manos en el agua
conforman el poema:
la firmeza de ser en cada ola
memoria húmeda del texto
o la opción de unos niños
de jugar con la arena.

3

El sol hacia poniente
dibuja la otra orilla.

Anochece.
                 La tarde es apenas
un esfuerzo de luz, unos colores
que quiebran
la limpia geometría
de esa línea de sombra
donde se pierde el mar
o se deshace.

Ángel Campos Pámpano, en La ciudad blanca

Cuánto mar últimamente sin haber ninguno.

viernes, 13 de junio de 2014

Cambiar de ciudad, cambiar de vida

En cierto sentido uno no elige, muchas veces, lo que hace o deja de hacer. Las cosas vienen dadas, impuestas o aceptadas, sin muchas dudas o preguntas, las decisiones se toman por inercia, a veces, porque alguien ha demostrado, inculcado, hecho o deshecho cualquier tipo de cosa, espectáculo o favor que nos hace cambiar, de repente, la forma de ver algo, de entender algo, de pensar algo. 

Yo estoy donde estoy por muchas razones. Primero quise ser traductor, hablar mil idiomas y ser capaz de transmitir el conocimiento de unas lenguas a otras. Luego supe -o más bien me hicieron saber- que eso no era lo que realmente quería, que lo que quería era dar clase, ser profesor y ser filólogo. Decidir qué filología no fue tarea fácil, si hubiera sido por seguir el ejemplo de quienes me mostraron las virtudes de estos estudios, sería clasicista o hispanista, sin ninguna duda. Supongo que fue por esa disyuntiva, por no saber cuál de los dos mejores caminos elegir, que elegí la tercera vía, la propia, la de lo conocido sólo a medias y el buen recuerdo de la poco conocida Alemania y su gente. Sinceramente no creo haberme equivocado, a pesar de todo. 

Luego vino elegir Salamanca. Esa tarea fue bastante más sencilla. Una vez elegida la carrera, fue por eliminación. No había muchas más opciones que me convencieran y que fueran asequibles para una familia de clase media, con hipoteca y dos hijos. ¿Gastos de uno estudiando fuera? Ja. En fin, que mis ganas de ser traductor y estudiar en Granada se fueron por el retrete al poco de entrar en primero de Bachillerato. No las de Granada, esas siguen intactas, sólo las de traducción. 

Pero Salamanca también se acaba y ahora toca elegir otra vez. Y otra vez sé que Granada no será. Antes no pudo serlo, tampoco ahora. Pero bueno, eso importa poco, porque cambiar de ciudad es cambiar de vida, y cambiar de vida es cambiar de todo, y más ahora. Aun así, aunque la ciudad aún no esté clara, tampoco hay claro nada. Hace cinco años, después de los exámenes de la PAU y antes, tenía(mos) instrucciones muy claras: "Disfrutad de la que va a ser la mejor época de vuestra vida, seréis más pobres que las ratas, eso sí, pero os dará igual". Ahora no hay instrucciones. De aquí a un par de semanas se habrá acabado la vida como universitario (a falta de siete asignaturas de una carrera inacabada y tal vez inacabable), para pasar a ser alguna otra cosa todavía desconocida. ¿Qué se hace ahora, qué hay después de lo que en tu vida se supone que ha sido lo mejor de lo que va a haber siempre? ¿Quién lo sabe y cómo se afronta? ¿Habrá de repente aulas repletas de niños? ¿De adolescentes? ¿De adultos? ¿Habrá siquiera aulas? ¿Será ahora mesa y no pupitre? ¿Qué y dónde? ¿Cómo se enfrenta ahora uno al final? Porque el principio se desconoce cuándo llegará, pero el final tiene una fecha. Se acaba, de momento, Salamanca, vivirla, vaya, no recordarla, eso nunca, ni a ella ni a quienes la hacen. 

Se os hará corto, decían. Vaya si tenían razón. Aun así, cambiar, no suele ser para mal. 

sábado, 7 de junio de 2014

Diarios y desganas

Hace unos años, en Alemania, en Heidelberg, en verano, me compré una libreta, bien sobria y bien cara, para escribir en ella de todo y más: anotaciones, direcciones, números de teléfono, anécdotas, poemas, etc. Todo lo que me fuera necesario en algún momento, porque sí, por recordar, por un viaje inesperado. Lo que fuera. En un principio pensaba terminarla en un año, como mucho, y ya va camino de cumplir el tercero si nada lo remedia.

Está más bien estropeada, no porque yo la haya tratado mal, sino porque ha venido conmigo a todas partes desde que la tengo. Solía -ya no tanto y no sé porqué- llevarla en el bolsillo, en la mochila o donde fuera, por si tenía que anotar algo, pegar algo o guardar algo. Una de esas veces que la llevaba conmigo me cayó encima el mayor chaparrón de mi vida. No exagero. Tardé cinco minutos en llegar de mi casa a la parada del metro, en Bonn. Cogí el metro para dos paradas nada más, pero desde mi casa a la parada se puso a llover como si se acabara el mundo. Ya llovía, no es que empezara, así que yo iba con mi abrigo y preparado para lo que pudiera pasar, botas, calcetines, libros más o menos cubiertos entre plásticos, de todo. Pero fue inútil. La mochila con los libros sobrevivió, pero se acabó rompiendo una de las costuras. Y los libros... bueno, uno tiene sus heridas, pero los apuntes... alguno tuve que tirarlo y otros suerte que estaban en una carpeta de plástico. Bendito plástico, a veces. La libreta, eso sí, no se salvó de la tragedia. Ahora mismo está cogida con celofán, la cuerdita gris que hace las veces de punto de lectura se salió y tuve que volver a pegarla de mala manera, las hojas parecen un mar embravecido y cansa muchísimo escribir en ellas porque están duras y no retoman una forma plana por nada del mundo... El bolígrafo negro con el que suelo escribir acabó destiñéndose por el agua y en algunas hojas, sobre todo las del principio, las letras se llegan a triplicar en colores que van desde el morado al rosa... En fin, que supongo que tendré que cambiarla por comodidad, de nuevo. Digo por comodidad porque las pocas hojas que le quedan son las más dañadas y me cuesta mucho escribir en ellas. Me cuesta escribir físicamente, digo, porque psicológicamente, como podéis comprobar quienes leéis esto, me lleva costando unos meses...

En principio la libreta era para escribir. Escribir de forma creativa quiero decir. O para apuntar cosas necesarias. Luego pasó a ser una libreta en la que apuntaba cosas que leía, citas, referencias, esquemas... un poco de todo. La compré cara para no tirarla. Siempre he tenido esa manía de tirar, romper o quemar las cosas de mi más tierna juventud de escritor que no es, de poeta que nunca fue, de narrador que sigue queriendo. Nunca me ha gustado releerme, y mucho menos releerme y pensar "pues vaya mierda". No, nunca. Por eso pensé que si me gastaba un dinero que me parecía excesivo, luego no tiraría la libreta. Una forma de autoimponerme el recuerdo y el reconocimiento de lo pasado y la evolución. Quizá sólo sea un absurdo, quién sabe.

El caso es que la libreta ahora tiene de todo dentro. En su bolsillito guardo billetes de metro en idiomas que no entiendo, entradas de museos, billetes de avión de personas ajenas, reservas de cenas que ya comí, billetes de tren pagados a destiempo y tres nombres, de tres cantantes alemanes, de una historia, de un cuento, que reescribo siempre y que es real, de la chica del avión, de aquella que me dijo "man sieht sich immer zweimal im Leben".


Y, entre las hojas, además de mis historias, de mis días y mis noches, citas, como digo, direcciones, de gente que me leerá y lo sabrá y gente que no. Direcciones de residencias pucelanas y holandesas, de costas granadinas, de hostales en los que las noches no son eternas, reservas de libros, números de teléfono de emergencia, el primer billete de tren a Franconia, por emergencia también ese viaje, caminos que seguir descritos, para no perderme entre ciudades checas, números de vuelos, notas en hoteles que no te tienen la reserva en él, sino en otros (Dear Mr. Manuel Aragón Ruiz -nunca nadie sabe poner el apellido completo, qué va-, you will stay in our hotel Gulden Vries...)... Historias, en fin, o parte de ellas, que se escribieron y ya no se escriben, que están y ya no están. Y últimamente no tengo ganas, ni fuerzas de escribirlas, ni de recordármelas, a saber por qué.

Me he propuesto, en fin, retomarla. Aunque tenga que comprar una nueva, igual de cara, pero no mojada e imposible.

Entre las notas, la siguiente:
"Tut das Unnütze, singt die Lieder, die man aus eurem Mund nicht erwartet! Seid unbequem, seid Sand, nicht das Öl im Getriebe der Welt!"*

Günter Eich, Träume
No sé, en fin, cómo de incómodo puedo ser, ni cuánto merece este cuaderno que lo sea. Plantearse las cosas, en este mundo, suele ser suficiente. Sigámoslo haciendo.

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(*¡Haced lo inútil, cantad las canciones que no se esperan de vuestra boca! ¡Sed incómodos, sed arena, no el aceite en el engranaje del mundo!)