sábado, 20 de febrero de 2010

Don González

LAS PALABRAS INÚTILES


Aborrezco este oficio algunas veces:
espía de palabras, busco,
busco
el término huidizo,
la expresión inestable
que signifique, exacta, lo que eres.

Inmóvil en la nada, al margen
de la vida (hundido
en un denso silencio sólo roto
por el batir oscuro de mi sangre),
busco,
busco aquellas palabras
que no existen
-quizá sirvan: delicia de tu cuello…-
que te acosan y mueren sin rozarte,
cuando lo que quisiera
es llegar a tu cuello
con mi boca
-…o acaso: increíble sonrisa que he besado-,
subir hasta tu boca
con mis labios,
sujetar con mis manos tu cabeza
y ver
allá en el fondo de tus ojos,
instantes antes de cerrar los míos,
paz verde y luz dormida,
claras sombras
-tal vez
fuera mejor decir: humo en la tarde,
borrosa música que llueve del otoño,
niebla que cae despacio sobre un valle
-
avanzando hacia mí,
girando,
penetrándome
hasta anegar mi pecho y levantar
mi corazón salvado, ileso, en vilo
sobre la leve espuma de la dicha.


Ángel González

viernes, 19 de febrero de 2010

Sobre los adoquines

Paseaba por una calle céntrica de una gran ciudad, desconocida hasta el momento en el que apareció ante sus ojos la estación, con sus andenes, sus pasajeros, sus maletas, y fue poner un pie en un adoquín y sentirla como suya. Ya entonces empezó a temer la vuelta, intentó buscar cualquier excusa para permanecer allí sólo unas horas más, las más absurda le servía: no me ha dado tiempo a entrar en aquella cafetería, esperaré hasta la tarde y tomaré allí un café.

Más tarde no fue el café sino una tienda, dar de comer a unas palomas, una chica a la que tenía la intención de ver al día siguiente, en el mismo sitio, como si se tratara de un periódico, como si ella estuviera dispuesta a aparecer por la misma calle, a la misma hora, y hasta con la misma ropa. Poco a poco fue dando excusas, y el aire extravagante y a la vez desinteresado que lo rodeaba cuando se encontraba en el último escalón de la escalerilla del tren, se fue convirtiendo en una casualidad de intriga y bohemia interesada que lo envenenó en poco menos de una semana. Es maravilloso reencontrarse, pensaba, reencontrarse a uno mismo justo donde nade sería capaz de reconocernos, en medio de tanta gente y cerca de tantas vidas desconocidas. Vivir.

jueves, 18 de febrero de 2010

Soy un poco despistado

Vaya viaje de mierda, es lo que ando pensando ahora mismo. Sí. Vaya mierda de viaje.
Para una vez que el autobús sale puntual de Salamanca, todo lo demás se tuerce. Para empezar hemos estado a punto de matarnos en una rotonda, se nos ha cruzado un camión a toda leche y ha tenido que frenar el conductor de una manera que no es ni medio normal, pero bueno, estamos vivos. Llegamos a Cáceres. Ahí empieza lo bueno, o más bien, lo desconcertante. Voy a bajar del autobús y me doy cuenta de que no llevo el monedero, así que vuelvo a por él, lo cojo, salgo del bus y me pongo a organizarme las cosas que llevo metidas en los bolsillos: teléfono, llaves, billete del viaje, mp3, y aire. ¿Dónde narices está el monedero! Vuelvo a subir al autocar, a ver si es que lo he dejado al final en la mochila, que con el despiste que tengo… Nada. Abro el maletín del ordenador, me pongo a sacarlo todo, desesperado. Nada. Miro debajo de los asientos, en ellos, en el maletero de arriba: tampoco nada. Salgo fuera, miro por los bancos con la esperanza de que esté por allí, caído en el suelo: tampoco, nada. Voy al servicio, y mientras voy, meto las manos rápidamente en todos los bolsillos: sólo aire y desesperación. Vuelvo al bus, el conductor me mira con mala cara: quiere irse a tomar un café, pero a mí me da igual, quiero mi monedero, y no por el dinero, porque veinte euros no me suponen tampoco gran cosa, pero el resto de cosas sí: el DNI, la tarjeta del médico, el bonobús -con la pereza que da ir a hacer otro-, el carné ferroviario, el de ALSA, ¡el de la USAL!, que si ya estuvieron cerca de cuatro meses para mandármelo, esta vez no creo que me llegue antes de mi cumpleaños -en octubre-. Pues bueno, mientras pienso todo esto sigo mirando por todos los bolsillos, reabriendo la mochila, el maletín, cagándome en mis despistes… Me acuerdo de las fotos que llevaba en la cartera… y ya, por último, me acuerdo de la tarjeta de crédito… Sigo buscando por todas partes, con la sensación de que no tengo nada, de que ahora mismo soy un completo desconocido -como si el DNI solucionara algo-, como si no fuera nadie, ahora mismo puedo ser quien quiera ser, no tengo nombre, no tengo edad, ni estudio, ni tampoco trabajo, eso sí, tampoco tengo dinero, y a lo máximo que aspiro es a llegar a mi casa, donde mis padres me den, al menos, comida. Pues bien, sigo pensando en todo esto, pensando que es imposible que haya perdido la cartera. A ver, repasemos: bajo del autobús ¿con el monedero en la mano? y me empiezo a tocar en los bolsillos a ver dónde tengo cada cosa, ¿después que he hecho con la cartera? Y aquí ya es donde empieza el problema, porque ni siquiera estoy seguro de que tuviera la cartera al bajar del bus. Y pensando esto he vuelto a subir, he vuelto a mirar y he vuelto a maldecir mi despiste, ¿en qué narices estaría metida mi mente para eliminar la parte que se centraba en el monedero, con el hambre que tenía? Pues eso, que he vuelto a subir, he vuelto a mirar y he vuelto a encontrarme con nada, con las ganas de tener en mis manos todas mis cosas, todo, el monedero, aunque fuera sin el billete azulito, y las dos o tres monedas que habría, que dudo que llegaran a los dos euros.
Y mientras pienso en qué puedo haber hecho -o pueden haberme hecho sin que yo me diera cuenta-, escribo esto, que parece que me ayuda a cagarme en mí pero en voz bajita, que ya tenía a todos mis compasajeros desquiciados de hablar cabreado por el móvil. Algún día perderé también la cabeza.

martes, 16 de febrero de 2010

Viaje a lo menos conocido

La Literatura Hispanoamericana es esa gran desconocida y con tanto renombre en todo el mundo dentro del grupo de literatura en lengua española. Encontramos poemarios, novelas, teatros, muy variados y de un sincretismo abrumador, poco estudiados, pero ¿quién no ha leído algo de Borges, de García Márquez, de Mario Vargas Llosa o de Monterroso -aunque sólo sea el cuento del dinosaurio: "Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí-? Es una literatura completamente libre, en la que las fronteras entre lo real y lo imaginario no es que sean diáfanas, no, es que son inexistentes dentro de la obra. Somos nosotros, lectores, los que ponemos las fronteras, pues no aceptamos que una persona esté sin comer siete años, no imaginamos que a alguien le salga una cola de cerdo, que se pueda sangrar durante varios días sin parar, o que, como se cuenta en "Viaje a la semilla", de Alejo Carpentier, se pueda vivir hacia atrás.

El estudio de Alejo y, concretamente de ese "Viaje a la semilla" me tiene más o menos ocupado y -más que menos- entretenido. Un cuento inverosímil, en el que no hay acción "jolibudiense", ni tampoco anécdota, pero en el que la historia transcurre completamente al contrario: se nace dentro de un féretro, se muere dentro de un útero. Vamos, como la vida misma.

El final dice así:

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

"Viaje a la semilla", de Alejo Carpentier

sábado, 13 de febrero de 2010

Disfraz de diario

En Carnaval lo habitual es dejar de ser uno mismo, el yo corriente, para convertirse en uno mismo, el yo deseado. Lo habitual, por lo tanto, es hacer lo que nos gustaría hacer el resto del año y que, sea por vergüenza o criterio de lógica social, no hacemos. Y eso no lo digo yo, eso ha sido siempre así.

Por mi parte, me alegro de no necesitar los carnavales.

sábado, 6 de febrero de 2010

La noche vendrá, vendrá

No se suceden las noches y los días como en un reloj se preceden las horas. No son así. Las noches alargan la agonía de una luna desvirtuada. Están para ser vividas de un modo muy distinto a los días, o a las horas, a los simples años. Una noche es ella y su contrario; el descanso y el desenfreno, la soledad y la pasión compartida -también la egoísta-, la compañía desconocida y la selecta...

Suerte que las noches no terminan.