Paseaba por una calle céntrica de una gran ciudad, desconocida hasta el momento en el que apareció ante sus ojos la estación, con sus andenes, sus pasajeros, sus maletas, y fue poner un pie en un adoquín y sentirla como suya. Ya entonces empezó a temer la vuelta, intentó buscar cualquier excusa para permanecer allí sólo unas horas más, las más absurda le servía: no me ha dado tiempo a entrar en aquella cafetería, esperaré hasta la tarde y tomaré allí un café.
Más tarde no fue el café sino una tienda, dar de comer a unas palomas, una chica a la que tenía la intención de ver al día siguiente, en el mismo sitio, como si se tratara de un periódico, como si ella estuviera dispuesta a aparecer por la misma calle, a la misma hora, y hasta con la misma ropa. Poco a poco fue dando excusas, y el aire extravagante y a la vez desinteresado que lo rodeaba cuando se encontraba en el último escalón de la escalerilla del tren, se fue convirtiendo en una casualidad de intriga y bohemia interesada que lo envenenó en poco menos de una semana. Es maravilloso reencontrarse, pensaba, reencontrarse a uno mismo justo donde nade sería capaz de reconocernos, en medio de tanta gente y cerca de tantas vidas desconocidas. Vivir.
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