viernes, 19 de febrero de 2010

Sobre los adoquines

Paseaba por una calle céntrica de una gran ciudad, desconocida hasta el momento en el que apareció ante sus ojos la estación, con sus andenes, sus pasajeros, sus maletas, y fue poner un pie en un adoquín y sentirla como suya. Ya entonces empezó a temer la vuelta, intentó buscar cualquier excusa para permanecer allí sólo unas horas más, las más absurda le servía: no me ha dado tiempo a entrar en aquella cafetería, esperaré hasta la tarde y tomaré allí un café.

Más tarde no fue el café sino una tienda, dar de comer a unas palomas, una chica a la que tenía la intención de ver al día siguiente, en el mismo sitio, como si se tratara de un periódico, como si ella estuviera dispuesta a aparecer por la misma calle, a la misma hora, y hasta con la misma ropa. Poco a poco fue dando excusas, y el aire extravagante y a la vez desinteresado que lo rodeaba cuando se encontraba en el último escalón de la escalerilla del tren, se fue convirtiendo en una casualidad de intriga y bohemia interesada que lo envenenó en poco menos de una semana. Es maravilloso reencontrarse, pensaba, reencontrarse a uno mismo justo donde nade sería capaz de reconocernos, en medio de tanta gente y cerca de tantas vidas desconocidas. Vivir.

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