domingo, 22 de noviembre de 2020

Croacia VIII: terremotos y museos

En marzo de este año, Zagreb sufrió la peor parte de un terremoto que sacudió Croacia. No es algo demasiado ajeno a esta ciudad, en la que la historia se cuenta casi por los terremotos que ha sufrido. Hace 140 años un seísmo sacudió los cimientos de esta ciudad y destruyó gran parte de la catedral. El terremoto del 22 de marzo, de 5,4 grados, y sus más de 50 réplicas dejaron un muerto y casi treinta heridos, además de numerosos edificios en los que son aún visibles los daños. La biblioteca en la que yo tendría que estar trabajando estos días también quedó bastante dañada, especialmente la tercera planta, donde se encontraban los libros de germanística. Era domingo y eran aproximadamente las seis y media de la mañana. Eso salvó muchas vidas. Si hubiera sido solamente un día después, las calles agramitas estarían ya empezando la vida, que no se para a pesar del covid.

En algunos edificios céntricos aún se ven las huellas de los desprendimientos, paredes desconchadas, como de edificios descuidados que estuvieran listos para derrumbarse. Alguien que no supiera de la existencia del terremoto, podría pensar que son restos de una guerra reciente, pero no, no son edificios abandonados a la suerte de las balas. La guerra, sin embargo, es otro tipo de terremoto, siempre más evitable.

Terremotos en la vida hay muchos, y los hay constantemente: físicos, económicos, sentimentales. Las cosas pueden cambiar de un momento a otro, sin previsión. Y es que todo lo que parece estar bien, puede dejar de estarlo. Donde está el cuerpo, está el peligro, ¿no? Pues eso, donde está la vida, puede llegar el terremoto.

Tal vez por eso, por los terremotos, por los cambios, las rupturas, en Zagreb se encuentra el Museo de las Relaciones Rotas. Podría ser un museo dedicado a los cambios políticos y a las relaciones rotas entre los distintos países de Yugoslavia. Pero eso sería muy yugonostágico para el único país que cree mayoritariamente, a excepción de Kosovo, que ha salido beneficiado de la desintegración. Ni siquiera Eslovenia, el primero de los dos en acceder a la Unión Europea, lo tiene tan claro, y es que, en una encuesta de 2016, sólo el 41% de los eslovenos creen que les ha beneficiado, mientras que el 45% cree que les ha perjudicado. En Croacia el porcentaje es 55% a favor, 23% en contra. De ese terremoto, creen al menos los croatas, ellos también salieron beneficiados

El Museo de las Relaciones Rotas es, sin más, eso, un museo dedicado a las relaciones perdidas, entre parejas especialmente, pero también entre padres e hijos, entre abuelos y nietos o historias que hayan llegado a oídos de generaciones posteriores y querían conservarlas para el futuro. Hay de todo: parejas que se amaron y luego ya no, amores imposibles, amores eternos en los que uno de los dos falleció antes de tiempo, porque de algún modo siempre se fallece antes de tiempo. Hay engaños, celos, amantes… El museo está compuesto por objetos donados por alguna de las partes de esas relaciones: una bicicleta, casi recién comprada, que alguien dejó en casa cuando se marchó con su amante; un paracaídas de alguien que perdió la vida cuando uno igual falló; unas botas de moto que alguien compró para su novia y, cuando ésta se fue, no podía soportar verlas puestas en una persona distinta, porque hay cosas que sólo pertenecen a una persona, aunque ya no esté; postales enviadas desde una guerra lejana; una puerta pintada con mensajes para un hijo que ya no está; una cinta de vídeo de una boda, destrozada por unos hijos que odiaron a una madrastra aprovechada; un vestido de novia sin usar; el retrato de un novio desconocido, pintado por una abuela que dejó de pintar antes de casarse; un dragón a modo de cuelgajoyas; un jersey imposible por los caprichos del modelo…

El museo es un lugar curioso, sobre todo porque no suele exponerse la pérdida amorosa, la pérdida sentimental. No suelen exponerse los terremotos de la vida individual. Más allá de libros y películas, que son, a fin de cuentas, algo íntimo, hecho por una persona concreta, para que el público lo masque y lo digiera tranquilamente, en solitario. El museo ofrece la posibilidad a cualquier persona de donar a la colección algo de su vida y mostrarlo, hablar de la pérdida, de la desafección, del desamor, no sólo consigo mismo, como cuando se ve una película o se lee un libro, sino con el público, porque en el museo las protagonistas son las propias historias personales, las del público, las de cualquier persona que pase por allí.

El museo tiene la ventaja de que habla directamente con los sentimientos de quien está delante de esos objetos, porque todos tenemos historias así, porque todos hemos vivido amores y desamores, porque todos hemos creído que algo sería para siempre y luego no, porque todos, queramos reconocerlo públicamente o no, hemos amado, hemos sufrido y nos hemos tenido que desprender de objetos que nos recordaban a alguien, o los hemos guardado como si fueran un pecado… Al final estamos hechos de historias que funcionan y de historias que fracasan, de terremotos inesperados.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Croacia VII: lo que importa en un paseo

Hace no demasiado alguien me dijo que había dejado de aparecer yo en lo que escribo, que era como si no fueran míos mis textos, que hablaba de fuera más que de dentro. Tuve un poco de miedo al leer eso, miedo de perder lo que soy para convertirme en otra cosa, de abandonar la nostalgia por las risas falsas de las fotos. Pero sigo sin salir en las fotos, sigo sin saber sonreír más que de lado, sigo teniendo los ojos tristes de esa manera familiar, sin estar para nada triste.

Dejé de escribir del dolor y del delirio de las noches de insomnio para escribir sólo del insomnio. ¿Tenemos que encajar en algo? Hay quien dice que la vida no es sólo dolor, tristeza y muerte, eso es cierto, pero para eso está la vida, la literatura – si es que esto puede llamarse literatura – está para llenar el vacío que deja la pérdida, el desconocimiento, la ausencia, la ansiedad. El mundo nos impone estar bien, nos impone no mostrar lo que no gusta, no mostrar el desconsuelo.

Dejé de escribir que no hay nada más lúgubre y desolado que un hospital de provincias en una noche de otoño, que no hay nada peor que descender de un tren vacío, en una estación desierta y acercarse en silencio a un hospital, entrar por la puerta trasera y mirar sonriendo con dolor a la cama con la presencia de una abuela que se va y aún no lo sabe. Qué sonrisa tan falsa y tan real. Quién puede querer esa sensación y sin embargo qué imposible ignorarla. Quién puede querer leer el llanto de quien con cada paso se acerca al final, lo sabe y no puede ni quiere evitarlo, porque los finales no se pueden evitar. Pero lo leemos, porque nos reconocemos en él.

Dejé de escribir de lo que realmente importa para escribir de lo que quería que importara. Pero las cosas no funcionan así, así funciona la censura. Los cuatro días que he pasado prácticamente en silencio entre Pula y Rovinj han sido felices, y han traído consigo imágenes de lo que no he escrito, pero importa.   

domingo, 1 de noviembre de 2020

Croacia VI: Rovinj/Rovigno, una vida sobre el mar

Cuando le dije al tipo del alojamiento que me quedaba tres noches me miró extrañado. Primero pensé que no tenía ni idea de lo que vendía, luego ya supuse que era más bien que nadie esperaba una estancia tan larga en esta ciudad. Es agradable sí, pero en un rato y medio se ve, sobre todo si tenemos en cuenta que está casi todo cerrado.

Así que ayer sábado, con todo visto en Pula, puse rumbo a Rovinj/Rovigno, a unos 40 kilómetros desde la capital de Istria. Fue un absoluto acierto. Recorrer las calles del pueblo, empedradas, luminosas, alegres por sus formas más que por su vida, fue, seguramente, lo más entretenido de estos días en Istria. Entretenido por sorprendente, porque ni tenía intención al principio de visitar este lugar ni esperaba la imagen impresionante del pueblo subido sobre las rocas de la costa. No hay arena rodeando el pueblo, sólo rocas y rocas, pero el acceso al mar no es complicado, ya que hay bajadas y escaleras que ayudan a subir y bajar a los bañistas. Sólo a una señora vi atreviéndose a adentrarse en el agua. Iba con otra mujer de aproximadamente la misma edad, pero la segunda se quedó en la orilla, al cuidado de las cosas, tal vez. La primera, se desnudó y entró en el agua ayudándose de una de las barandas. Las vi cuando bajaba todo lo posible por las rocas hasta el mar y, a la vuelta, ya sólo se veía a la que esperaba junto a la entrada al mar. Desde arriba sí se divisaba una cabeza flotando en el agua, disfrutando del Adriático en la piel. Recordé otras costas y otros mares, la desnudez propia y la de M. en las costas almerienses o gallegas. Pensé en el pudor, tan absurdo y tan real, tan opresor o represor, tan capaz de anular voluntades, de crear miedos e inseguridades. Y también pensé en la expresión de “nadar y guardar la ropa”, y ahí estaban esas señoras, una nadando y la otra guardando la ropa. ¿Cuáles serían las razones de cada una para ocupar el puesto que ocupa?

Rovinj en croata, Rovigno en italiano, no puede evitar la comparación con la Toscana. Si Pula parecía Italia, Rovinj lo parece aún más. Es increíble cómo tenemos una serie de ideas preconcebidas sobre los lugares, cómo relacionamos ciertas imágenes con unos lugares y no con otros. Qué idea más absurda la de las fronteras, y qué real también, como el pudor. Las calles estrechas, empinadas, las fachadas descuidadas, las contraventanas abiertas al mar y al aire de la vida, la ropa tendida entre las casas, haciendo de éste un lugar habitable, mucho más que para los turistas, para quienes se atreven a vivir aquí nueve meses sólo entre ellos, sin quienes vienen de fuera a interrumpir su calmadísima vida. Las calles estrechas que no tienen salida, que sólo llevan a casas, las que sólo llevan al mar, las terrazas sobre el agua… imagino a los pescadores en la noche, de madrugada, yendo o volviendo de trabajar, con sus aperos entre esas calles… imagino a los niños que hayan crecido en lugares como éste, marineros sin buscarlo, capitanes de barcos de juguete con inercia a la autenticidad. ¿Serán distintos los juegos de estos niños? En el mar, un hombre salta de barcaza en barco hasta llegar al lugar que busca, ayudado con una especie de lanza, se acerca los vehículos al punto en el que se encuentra. Otros tienen que pisar tu barco para llegar al suyo y, de algún modo extraño, eso me hace pensar en la hermandad que conlleva el mar. Ahí uno está solo, o lo estaría, si no fuera por otros como él. Qué lugar tan duro y atrayente.

En lo alto de la pequeña península en la que se encuentra Rovinji/Rovigno, la iglesia de Santa Eufemia, con sus puertas de frente al mar. Se cree que esta basílica alberga la mayor parte de los restos de la mártir, venerada no sólo por la iglesia católica, sino también por la ortodoxa.

Volviendo de la iglesia, paré con un vendedor ambulante al que le compré un queso con trufas, muy típicas de la zona. Hablamos en italiano – él – y en esa mezcla entre italiano real, italiano inventado y español – yo – que se da cuando dos personas quieren entenderse. Le pregunté si era italiano, que había oído que en la zona había muchos. Me dijo que no, que era “de aquí” y que “aquí” todo el mundo hablaba italiano, pero que nadie lo usaba en su día a día. No tardó, sin embargo, la ciudad en contradecirlo. Poco más adelante, dos niñas en patinete, probablemente hermanas, iban hablando esa lengua latina. Podrían no ser de allí, es cierto, y lo pensé, pero al poco, una familia que hablaba croata, paró a una señora mayor por la calle, de éstas que pasean su pueblo sin prestar atención a los turistas, y la conversación se desarrolló íntegramente en italiano. Luego, la familia siguió con su lengua eslava tan ricamente. También se escapó de alguna de las casas, durante la preparación de la cena, alguna frase en italiano que, en el silencio de las piedras – y a pesar del horroroso ruido que hace una de mis botas al caminar – era imposible no escuchar. Se habla italiano y se usa, tal vez no mucho, pero la cultura italiana y la influencia de la lengua no se pueden obviar desde el mismo momento en el que entras en cualquier lugar y te saludan con un consuetudinario ciao. Es hermoso cuando las lenguas conviven sin odiarse.  

Me volví a Pula en el bus, entre campos y campos de olivos y echando de menos la moto que dejé en casa. Ella y yo tenemos un proyecto y muchas cosas que contarnos. Habrá que esperar aún un poco.