viernes, 31 de octubre de 2014

Un pequeño apunte personal

Cuando supe que por fin me vendría a vivir al norte de Alemania, a trabajar en un instituto de Baja Sajonia, no pude evitar sonreírme y pensar en Fernando Aramburu. 

Sálvense, a partir de ahora y por supuesto, todas las enormes distancias entre el easonense -me gusta a mí esta palabra, oye- y yo. 

Sabía, y sé, sin despreciarlo, que para escribir, para retomar el contacto que tengo perdido con la literatura (la mía y la propia, pero sobre todo la mía) es necesaria la soledad, y de eso en este país no suele faltar. Es cierto que las similitudes son para quien las quiera ver, y posiblemente en este caso no haya ninguna. 

No es que sea un admirador incondicional del escritor, no he leído toda su obra, de hecho, han sido sólo tres libros y de los más recientes -Los peces de la amargura, como lectura obligatoria en Bachillerato, Viaje con Clara por Alemania y Años lentos, estos dos mientras vivía en Bonn- y reconozco que me gusta su literatura, aunque hubo algo en los dos últimos que no terminó de convencerme, como si la relectura de algunos pasajes no se hubiera llevado nunca a cabo. Esto puede ser, no obstante, consecuencia de haberlos leído con un ojo demasiado crítico. Es, en fin, un autor que me gusta, que me cae simpático -todo lo simpática que puede una persona a la que no conoces de nada, sólo a través de narradores y personajes inventados-, al que nombro cuando pienso en autores españoles y que, como yo, vive en Alemania.

viernes, 24 de octubre de 2014

Julio IV: Soria, día 3

El tercer y último día por tierras sorianas cambiamos de coche y de conductor. Pasó de conducir D. a hacerlo P. Se notaba, sobre todo, en la carretera: una, mucho más experimentada que el otro, se movía con fluidez por el asfalto. Después de terminarnos en el desayuno unos lacitos de hojaldre maravillosos, tomamos dirección hacia Tiermes, un pequeño emplazamiento celtíbero del que se conservan unos pocos restos bastante curiosos. 

La carretera no era demasiado mala, como cabría esperar después de lo que habíamos visto los días anteriores. El último tramo, sin embargo, era notoriamente más estrecho; con dificultad pasaban dos coches por ella, algo a lo que no nos enfrentamos a la ida, pero sí a la vuelta. Junto al yacimiento se encuentra una ermita también románica, como el arte que nos acompañó durante los tres días en la provincia. Como en las ermitas que ya habíamos visto, ésta es de una sola nave y también posee un pórtico con esculturas, siguiendo el modelo de la que ya habíamos visto en San Esteban. 

En el yacimiento sólo había otro coche, rojo, como el nuestro, y tres chavales poco mayores que nosotros caminaban por entre las ruinas dejando notar su presencia por voces que rompían el misterioso silencio del paisaje, que, sin ser llano y sin eco, no era elevado o montañoso. Parecíamos estar por encima del resto del espacio sin estarlo del todo. Tal vez un par de metros, tres quizá. Frente a la ermita, una especie de cuadra, un edificio como de adobe y madera, no demasiado ancho, con ventanas, espacios abiertos a modo de barra de bar, de mostrador de un puesto de una plaza. Junto al pueblo celtíbero, o más bien sobre él, apareció con el tiempo un municipio romano, del que se dejan ver el foro y ciertos espacios dedicados al comercio. Especialmente elocuente es el teatro, tallado en la piedra, de época romana, del que se observa con cierta claridad el graderío. Más bajo que el resto del yacimiento, los romanos supieron aprovechar la caída de la roca para formar en ella las gradas, que, desde la altura del pueblo, van bajando en forma de escaños hasta la parte que ocuparía el escenario.

Tras salir de Tiermes, nos dirigimos hasta Uxama, otro yacimiento en el que se conservan ruinas romanas y una atalaya árabe. Llegamos justo cuando estaban a punto de cerrar la atalaya, a la que se puede subir y desde la que se ve un pedazo de muralla del Burgo de Osma y un par de murallas más. La guía empleada en el centro de interpretación del yacimiento llegó a la atalaya con el coche poco antes que nosotros a pie. El sol y el calor nos impedían avanzar demasiado rápido. Nunca imaginé que pudiera pasar tanto calor en Soria. Era más o menos como estar en casa, en Extremadura, pero inesperado. Nos invitó a subir y esperó por nosotros a cerrar el espacio. Ni siquiera P. sabía que se podía subir. Nunca había subido aquí arriba, nos confesaba mientras avanzábamos por una escalera de caracol hasta la parte superior de la atalaya. Desde arriba, además de la muralla y las atalayas, se ve un enorme campo de invernaderos que parece el mar por el color del plástico de las carpas. Manzanas, creo recordar, dijo P. que se plantaban allí. Árboles, en todo caso, que parecen sólo agua. Bajamos por una mezcla de dos prisas: la del calor y la que nos imponía saber que alguien nos esperaba abajo para cerrar e irse a casa a comer, aunque, de seguro, su no hubiera hecho ese calor, habríamos parado más tiempo a contemplar el inmenso espacio, amarillo casi todo, en contraste con el azul clarísimo del cielo. Eterno, aunque quizá sólo duradero, sobre unas ruinas árabes, con más de mil años de antigüedad, se extendía el tiempo sobre Soria. 

Es curioso cómo la historia se junta en un único día, cómo uno puede pasar de estar contemplando piedras que pusieron habitantes de la península antes de que llegaran los romanos, aquéllos que nos legaron de alguna forma nuestra lengua, y ver, civilización por civilización, cómo hemos llegado hasta ahora. 

De ahí, al Burgo de Osma-Ciudad de Osma. Es un lugar bastante bonito, agradable, al menos. La Calle Mayor la conforman unos soportales hechos a bases de columnas de piedra y de madera. Especialmente guardo en la memoria las de madera, me sorprendió verlas ahí, aunque seguramente fueran menos de las que yo imagino ahora con el tiempo ya pasado. Esta Calle Mayor tenía bastante movimiento dada la hora de las cañas o el vermú. Es, además, la calle que conecta el centro administrativo y la catedral. En la punta administrativa, una plaza también porticada, se encuentran no sólo el ayuntamiento y sucursales bancarias, sino que hay un edificio que me sorprendió bastante y que ahora sirve a la ciudad como hotel: la Universidad de Osma o Universidad de Santa Catalina. Por lo que pudimos saber, allí se imparten cursos de verano de otras universidades españolas, entre las que se encuentra la de Salamanca, algo que, como estudiantes de la Universidad charra, a los tres nos era desconocido. Parece ser que la Pontificia y Real Universidad burguense fue inaugurada en el siglo XVI hospiciada por la Catedral de la Asunción, de estilo gótico, que se encuentra justo en la otra punta de la mencionada Calle Mayor y ya pegada a la muralla. 

Lo cierto es que las prisas del día no nos permitieron detenernos mucho en ninguna parte, y la temperatura no ayudaba, sólo pensábamos en llegar a casa y resguardarnos del calor. Lo hicimos nada más salir del Burgo de Osma, comimos, descansamos un poco, y fuimos a tomar ese café anterior a los viajes que despeja la mente y el cuerpo y que tomamos en la piscina, protegidos bajo una sombrilla y comentando el viaje y los posibles futuros encuentros. D. y yo nos despedimos de P. dirección Palencia, con la misma música que al venir, por la misma carretera sólo que en dirección contraria, sin perdernos esta vez, con un viaje que, por alguna extraña razón, nos pareció más corto, hablando de nosotros y de ella, de lo habido y por haber, Dejando en el aire muchas cosas, pero tocándolas levemente, con Sabina y Fito de banda sonora, huyendo del calor soriano y recordando los días, tomando notas para escribir estas líneas más de tres meses después. 

Al llegar a Palencia, cervezas y cervezas. Chistes y ganas de seguir. Quién (me) diría, al empezar la carrera, que, de algún modo, la acabaría así, en Palencia-Soria, con ellos dos, con la promesa de encontrarnos de nuevo, en Alemania, sin saber entonces dónde. Del mismo modo que tampoco sabemos cómo ni porqué. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Cosas que no esperas

Alguien tiene un amigo que hace música y organiza concierto. Él mismo es músico y se encarga de estas cosas. Ésa, más o menos, es la explicación que me han dado para lo que acabo de vivir. Nunca me habían invitado a un concierto en un "doblao", en un desván. Cuando he llegado a la casa esperaba encontrarme con N. la chica que, de repente y sin esperármelo, me invitó a ir a su nuevo piso, en el que organizaban un concierto. Sonaba demasiado extraño como para poder perdérmelo. 

N. es la inquilina del piso que fui a ver con la esperanza de podérmelo quedar a partir de noviembre. Ella tiene la esperanza de que también me pueda mudar a él, pero a ver, porque, de momento, otra chica ya se ha quedado esta noche allí a dormir porque no tiene nada más. Está difícil la cosa para muchos, no sólo para mí. Justo después de mostrarme el piso me dijo lo del concierto, me lo apuntó en un trozo de su libreta y me dio la dirección y la hora. Allí estaré, pensé. Y allí he estado.

Al llegar N. aún no estaba y he estado allí dando tumbos, por el piso, en la cocina he visto a unos tipos demasiado elegantes en comparación con el resto de la gente, luego ya he subido el doblao y he estado escuchando lo que unos y otros cantaban, con guitarras o a capella, todo improvisado. Arriba habría unas quince personas, sentadas en el suelo alrededor de las guitarras. Al fondo, dos puertas, y justo en el lado opuesto una habitación bastante acogedora, por el aspecto que se le ve desde la entrada. El techo inclinado a dos aguas, de madera, deja una ventana en uno de los lados, abierta y sin cristal, que deja sacar más de un tercio de cuerpo al aire. Cuelga una rueda de bicicleta amarrada con cuerdas de colores a las dos paredes más amplias. Sobre la rueda, una copa de cristal, enganchada en los radios. En una barra improvisada se puede leer: Cervezas un euro, donativo para la banda. Pero no había cervezas, hoy eran gratis y estaban en el frigorífico de la cocina, abajo. Yo llevaba las mías, ya que no sabía qué me iba a encontrar. 

En el extremo en el que estaban las puertas, amplificadores, un bajo, una guitarra eléctrica, en la esquina, una batería. Hay también dos micrófonos. Aquello parece más serio de lo que yo esperaba. Me informo del grupo pero nadie me dice un nombre, sólo sé que vienen de Dinamarca, que ni siquiera hablan alemán.

Al poco rato de estar allí suben los tipos elegantes de la cocina y se preparan. Son los músicos. Son una banda que parece más o menos seria. Amateur tal vez, pero de ningún modo amigos de los inquilinos, que era lo que yo esperaba. Lo que viene a continuación es música, rock, bastante decente aunque bastante repetitiva a veces, Un concierto en toda regla, vaya. Lo repiten cada cierto tiempo con música de diferentes tipos. Espero volver; toque la música que toque.