lunes, 28 de octubre de 2013

Pérdida

He perdido algo y no sé exactamente qué es. Por las mañanas me levanto con ganas de hacer algo, de contarle algo al mundo, pero a medida que pasan las horas, que las imágenes de aquello que me rodea me atacan, pierdo el contacto con mis dedos y mi mente es incapaz de desarrollar más de dos frases seguidas. Veo en mí mismo a Lord Chandos, pero mi indecisión es mayor, no me atrevo a dejar de escribir así porque sí, me resisto a ser una piltrafa que en cuanto ve su expresión deteriorada por su mala mente o por la inexpresividad de las palabras que lo eran todo, se ha vuelto asustadizo y teme no ser nada ni nadie, no llegar a ser lo que había sido ya antes.

¿Qué es más difícil, entonces, seguir adelante con algo por lo que has querido darlo todo y has estado casi consiguiéndolo durante unos años o abandonar todas las ilusiones puestas sobre la mesa en cuanto el clamor de la batalla retumba más cerca de lo que había parecido nunca? ¿Dónde está la valentía en abandonar sin esfuerzo? ¿Dónde está el esfuerzo en continuar con algo a sabiendas de que hay fuerzas de algún tipo que lo impiden? ¿Qué hace uno, qué debe hacer, cuando no puede, no sabe, no consigue seguir?


Cualquier decisión va a ser más difícil de tomar de lo que pudiera parecer. Por experiencia sé que el fracaso existe y, por lo tanto, fracasar es una opción, a pesar de lo poco agradable que pueda ser, pero fracasar sabiendo que es una de las opciones más probables es una de las mayores necedades que puedan sufrirse. ¿Qué hay sin embargo del fracaso por la indiferencia o la rendición? La única batalla que se pierde es la que se abandona, dicen los exaltados del mundo en el que vivimos. Yo veo batallas perdidas que ni siquiera se han comenzado, seré un cobarde, un traidor a mis ideales, seré lo que sea que alguien, en su sano o insano juicio quiera llamarme, lo seré todo, lo que sea, no importa, lo que sí sé que soy es un pesimista,  y sin embargo me niego a  rendirme así porque sí. Las batallas perdidas las hemos perdido nosotros, yo, pero las hemos perdido contra el mundo, contra alguien, algún poderoso, algún ejército, algún algo. Esas batallas tienen, o quizás podrían tener, alguna excusa, alguien con más fuerza, más medios, más dinero y armas, más hombres, menos escrúpulos. Eso puede ser. ¿Pero cómo se pierde una batalla contra uno mismo? ¿Cómo se gana una batalla contra uno mismo? ¿Cómo puede uno ser feliz si pierde, o si gana? ¿Cuál es la victoria y la derrota en ese caso? ¿Cuándo se da por vencido el adversario que no es más que el propio ser y a la vez, en una estrambótica muestra de cinismo e irracionalidad, el más lejano de todos? ¿Cómo puede ser uno tan enemigo y a la vez tan cómplice?

viernes, 9 de agosto de 2013

Verano

El verano, la vuelta y la huida, el retorno a un lugar que ya no nos pertenece, que tampoco ha dejado de hacerlo. El silencio por las calles a la tarde, la caída eterna de un sol que saluda y se despide entre los montes secos y las dehesas de la infancia. El tiempo de echar de menos, de rodearse de otros, aquéllos a los que la costumbre tiene lejos. El tiempo de callar, de morderse las entrañas, de arañarse las arterias, de gritarse a uno mismo con los dedos en el pecho. Mirar a la calle y descubrir el vacío. Correr las cortinas, bajar las persianas, despedirse del mundo.

Las carreteras, el camino, la huida sin búsqueda. El encuentro, la paz.

martes, 14 de mayo de 2013

Sobre el Rin y los pueblos


Prometí intentar traducir el texto de Carl Zuckmayer y aquí está el resultado. No soy traductor, y, ya se sabe, no se le pueden/deben pedir peras al olmo.

Sobre el Rin, algo más sobre eso. Sobre el Rin. Sobre el gran molino del pueblo. ¡Sobre el lagar de Europa! Tranquilamente ahora póngase delante todos sus antepasados desde el nacimiento de Cristo. Aquí hubo un capitán de batalla romano, un tipo negro, moreno como una aceituna madura, que enseñó latín a una joven rubia. Y tras él llegó a la familia un comerciante de especias judío, un hombre serio, que antes de casarse se volvió cristiano y fundó la tradición católica en casa. Y tras esto se unió un médico griego, o un legionario celta, un lansquenete grisón, un caballero sueco, un soldado de Napoleón, un desertor cosaco, un filonero de la Selva Negra, un joven molinero peregrino de Alsacia, un gordo barquero de Holanda, un magiar, un pandur húngaro, un oficial de Viena, un actor francés, un músico de Bohemia. Todos ellos han vivido, se han peleado, se han emborrachado y han cantado y han engendrado hijos junto al Rin. Y aquel Goethe, ése viene de la misma olla, y Beethoven y Gutenberg, y Matthias Grünewald y, ah, siga buscando en una enciclopedia. ¡Fueron los mejores, querido! ¡Los mejores del mundo! ¿Y por qué? Porque ahí se han mezclado los pueblos. ¡Mezclado! Como el agua de las fuentes y los arroyos y los ríos, para correr juntos en una viva y gigantesca corriente. Sobre el Rin, es decir: sobre Occidente. Esto es nobleza natural. Esto es raza. Esté orgulloso de ello, Hartmann, y deje los papeles de su abuela en retirada. Salud.
Carl Zuckmayer, en "Des Teufels General

sábado, 11 de mayo de 2013

Donde se queman libros, se acaban quemando personas (H.Heine)

El 10 de mayo de 1933 tuvo lugar en Alemania uno de los episodios más tristes, denigrantes, duros y absurdos contra la cultura que cualquier país, ciudadano, entidad y, en general, sociedad, pueda llevar a cabo, la Bücherverbrennung (Quema de libros).

En las plazas de muchas ciudades alemanas se quemaron todos los libros que se encontraron de autores que no eran adeptos a la causa de Hitler, los llamados Undeutsch, un término que niega lo alemán. La mayoría de estas plazas están muy cerca de las Universidades, y no en especial como amenaza a los intelectuales, qué va, sino por quien lo llevó a cabo. En Berlín, por ejemplo, en la Bebelplatz, los estudiantes seguidores de las ideas del partido nacional-socialista quemaron cientos de libros, y allí se encuentra el monumento subterráneo en memoria a esos libros y a sus autores: un cristal deja ver, en el suelo, una sala donde las paredes son estanterías blancas y vacías, en las que, según tengo entendido, cabrían 20.000 libros. No creo equivocarme en la cifra.

Erich Kästner, uno de los autores cuyos libros fueron quemados ese día, pasó por la Bebelplatz de Berlín durante la Bücherverbrennung y escribió después lo que sintió. Yo no quiero ni imaginarme cómo sería para él, y para muchos otros, ese momento.

Para recordar que han pasado ochenta años de este deleznable acontecimiento, en Bonn, donde las asociaciones de estudiantes, profesores, el alcalde de Bonn y el de Beuel (actualmente uno de los distritos más importantes de la ciudad), los bibliotecarios y ciudadanos de a pie se acercaron a la Marktplatz, abarrotada por el acontecimiento, a quemar libros, hoy se ha inaugurado un monumento. No son más que unas placas de bronce con el nombre de un autor y uno de los títulos quemados. Estas placas están situadas como si fueran libros tirados, por lo que tenemos que suponer una especie de centro, que sería la hoguera, y los libros alrededor, como sumándose a los castigados. En el punto central, donde se supone el foco, una placa recuerda el acontecimiento y los nombres de decenas de autores que vieron sus libros arder. Bajo ésta, enterrados, los libros que aparecen en las placas repartidas alrededor del recordatorio, en una caja hermética. El alcalde ha recibido la llave para abrir el monumento, es decir, la caja, y cedérsela a los institutos, instituciones y colegios para coger y meter libros. Un monumento, como ha dicho su creador, del pueblo.

En esta inauguración había, sobre todo, personas mayores, seguramente aquéllos que eran jóvenes cuando la Bücherverbrennung, o sus hijos, aquellos que no creían que sus padres no supieran lo que estaba pasando.

Dejo aquí lo que ha leído el alcalde al final de si intervención, una cita de Carl Zuckmayer, del libro "Des Teufels General", uno de los que se supone que ardería en alguna de las muchas hogueras repartidas por el país. La dejo en alemán pero prometo intentar traducirla estos días y dejarla por aquí:

Vom Rhein - noch dazu. Vom Rhein. Von der großen Völkermühle. Von der Kelter Europas! Ruhiger Und jetzt stellen Sie sich doch mal Ihre Ahnenreihe vor - seit Christi Geburt. Da war ein römischer Feldhauptmann, ein schwarzer Kerl, braun wie ne reife Olive, der hat einem blonden Mädchen Latein beigebracht. Und dann kam ein jüdischer Gewürzhändler in die Familie, das war ein ernster Mensch, der ist noch vor der Heirat Christ geworden und hat die katholische Haustradition begründet. Und dann kam ein griechischer Arzt dazu, oder ein keltischer Legionär, ein Graubündner Landsknecht, ein schwedischer Reiter, ein Soldat Napoleons, ein desertierter Kosak, ein Schwarzwälder Flözer, ein wandernder Müllerbursch vom Elsaß, ein dicker Schiffer aus Holland, ein Magyar, ein Pandur, ein Offizier aus Wien, ein französischer Schauspieler, ein böhmischer Musikant - das hat alles am Rhein gelebt, gerauft, gesoffen und gesungen und Kinder gezeugt - und - und der der Goethe, der kam aus demselben Topf, und der Beethoven und der Gutenberg, und der Matthias Grünewald und - ach was, schau im Lexikon nach. Es waren die Besten, mein Lieber! Die Besten der Welt! Und warum? Weil sich die Völker dort vermischt haben. Vermischt - wie die Wasser aus Quellen und Bächen und Flüssen, damit sie zu einem großen, lebendigen Strom zusammenrinnen. Vom Rhein - das heißt: vom Abendland. Das ist natürlicher Adel. Das ist Rasse. Seien Sie stolz darauf, Hartmann - und hängen Sie die Papiere Ihrer Großmutter in den Abtritt. Prost.
Carl Zuckmeyer, Des Teufels General

martes, 7 de mayo de 2013

Bonn: Altstadt, el barrio en el que vivo.

La primera vez que pisé Alemania fue en abril, a finales de abril del año 2007. No era normal, nos decían, el calor que estaba haciendo, y sería así, pero no nos importó demasiado a todos los que íbamos porque pudimos disfrutar del sol y de los paisajes alemanes, entre ellos la impactante Selva Negra. Además, acostumbrados a las altas temperaturas que se dan en Extremadura en verano, el calor de aquí sólo incomodaba porque no era esperado y nuestra ropa no era la más adecuada para soportarlo, por lo demás, felicidad.

Fue ésa la imagen que me llevé de aquí, el sol y el calor que todos decían que aquí no existía, así que, en cierto sentido, para mí, aunque sé que no es así, Alemania tiene algo de cálida.

Las demás veces que he venido, he ido descubriendo la niebla, el frío y la lluvia. La nieve. La vida de casa, con esa forma típica que tienen de crear ese ambiente casero con olor a madera y a vela y que, extranjeros de nosotros, seguramente nunca podamos crearlo.

Pero después del invierno siempre llega la primavera, y tras ver los árboles sin hojas, pelados por el frío y la lluvia, las calles atestadas de una nieve que primero es blanquísima y luego pasa a ser de un gris poco agradable por el paso de los vehículos una y otra vez sobre ella, tras ese frío que te invita a quedarte en casa con la calefacción y un té con aroma de canela, florece la vida. Y no es una metáfora de la primavera, no. No es sólo que los árboles se hayan cargado en menos de un mes de hojas verdes y relucientes, no es que Perséfone haya vuelto a la tierra abandonando el inframundo y Deméter la reciba con esta decoración imposible, aunque esto casi, porque cuando uno pasea por las calles en las que vive, las que ha estado recorriendo en invierno, procurando no resbalar, en la soledad de las noches, o de las mañanas, o del mediodía, esa soledad absurda e inconcebible para quien no nace aquí y no sabe que la calle no es el lugar para vivir, sino sólo una forma de llegar de un punto a otro, y las ve tan diferentes, siente que aquí sí ha llegado un dios, una diosa, que las ha hecho revivir. Entonces uno es capaz de entender que las religiones hayan existido, porque no es concebible, o no lo parece a simple vista, que lo que antes parecía muerto, el mismo espacio en el que la mayor belleza estaba en los edificios creados por el hombre, ahora tenga colores que van del verde al rosa, del blanco al rojo. No es sólo que ahora esas mismas calles se hayan vuelto vivas por los árboles, no es sólo que la naturaleza supere ahora con creces la imagen de las casas más o menos elegantes que ocupan el barrio de Altstadt en Bonn, no, es que ahora la primavera ha hecho algo de magia, la que sea y como sea que la haga, y no sólo llena de vida vegetal las calles y las plazas, sino que también la vida humana las atesta. Los bares, numerosos para ser Alemania, han sacado las mesas a la calle, cada rayo de sol se aprovecha con la mayor capacidad y, desde algo antes de la hora de comer, no hay prácticamente un resquicio de sol que no esté ocupado por quienes degustan cerveza Kölsch o cualquier otra. Hacia las dos de la tarde la comida y las cervezas han dejado ya paso al café, Eiscafé, dicen, café helado, porque la temperatura, que estos días está rondando los 20-25ºC, acompaña.

Parece que vivo en otra ciudad distinta, Bonn ya era bonita en invierno, pero en primavera, como le pasaba a la Alemania que conocí por primera vez, es preciosa, al menos el barrio en el que vivo.


viernes, 12 de abril de 2013

Bromas

Hay días en los que te levantas sabiendo que todo es una broma, que nada tiene sentido y estás convencido de ello. Pero la mañana avanza y la broma sigue ahí, acechándote, observándote desde las paredes, los libros, los sobres preparados para enviar, cerrados, con dirección y remite, y a los que sólo les falta un sello y un buzón que los lleve al destino en el que, quizá, ya no haga falta que estén. Y entonces sabes que de bromas nada, que el sobre sigue sobre la mesa por un motivo, que los libros hablan si los abres, pero cuentan cosas que, éstas sí, ahora, parecen broma, que las paredes están llenas de lo que ha sido, no de lo que está siendo. Hasta el champú en el baño parece seguir la broma al resto de la habitación.

Hay días en los que coger el teléfono para llamar resulta extraño, resulta inútil, absurdo, prohibido.

Hay días, digo, en los que desaparecer de la broma que no es es imposible, en los que los aviones se pierden y las carreteras se terminan, en los que escribir no es una opción. En esos días pienso en los niños que gritan en la calle, en los que juegan con balones en los parques, en su risa, en su extraña forma de libertad. Y pienso también en los comisarios.

En esos días hay que hacer de la realidad una broma.

miércoles, 3 de abril de 2013

Mañana

Mañana comprarás pan blanco, tierno, escucharás la radio del coche mientras llueve afuera y la carretera se crea con cada curva, estarás de vuelta por las calles que ya te sabes, habiendo dejado atrás otras que conoces sólo a medias. Estarás soñando con hoy al dormir como hace un tiempo, y cenarás también lo que hace un tiempo -menú para dos, con pollo y setas, arroz- donde siempre, pero esta vez no como tantas otras veces.

Volverás, mañana, y no estarás aquí, tras los aviones, tras los trenes, tras la vida.

Aunque todo parezca igual, nosotros no seremos los mismos.

jueves, 14 de marzo de 2013

La carrera y la bolsa

Yo estaba sentado en un banco cuando lo vi aparecer corriendo y esquivando a la gente, no sé qué narices haría aquél loco.

Bajó a toda prisa del autobús y miró el reloj del móvil, que avanzaba más rápido de lo que él querría. Sujetó bien fuerte la bolsa que llevaba entre las manos y echó a correr en dirección a la estación, atropellando a la gente a su paso, que lo miraban hechos una furia, gritándole de todo. Tropezó en el primer escalón de la entrada y tuvo que apoyarse en una columna para mantenerse en pie. Cuando alcanzó el centro de la estación y encontró los carteles de información, buscó rápidamente el tren: salía en cuatro minutos desde el andén número cinco. Volvió a la carrera y bajó, rápidamente y saltando, los escalones del pasaje subterráneo que da acceso a los andenes; al saltar del último escalón dio de golpe contra una de las maletas de una vieja que lo miró con desprecio y le habló, seguramente le insultó, en una lengua ininteligible.Continuó su carrera hacia el andén y, cuando por fin lo encontró, subió las escaleras y primero avanzó hacia la izquierda, buscando a alguien en su interior, llegó casi hasta el final y decidió que allí no estaba, no sabía por qué, tenía que estar en la otra dirección. Avanzó pegado al tren y mirando en su interior cuando faltaban sólo dos minutos para que se cerraran las puertas y partiera. Por fin la distinguió en el interior de un vagón y la saludó, con ambos brazos en alto, jadeando, ella sonrió y se acercó a la puerta del vagón, él le entregó una bolsa y ella, aún con la sonrisa en la cara, lo abrazó y lo besó en los labios poco antes de que sonara el aviso de que las puertas iban a cerrarse y ella desapareciera dentro del tren, con la bolsa en la mano, mirando hacia fuera y sonriendo, como si le hubieran hecho el mayor regalo de su vida, como si partir no fuera el final sino el principio.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Caminos de Europa

Europa no es Europa. Europa es más que un viaje, o que muchos. Es más que un hotel con muchas camas, y mucho más que una cama en muchos hoteles. Europa son los trenes que la recorren desde Brujas hasta Olomouc, y también aquéllos que van desde Olomouc a Moscú y aún desconocemos. Los que recorren el espacio conocido y el desconocido, los que nos llevan a la verdad, las esperas sinceras en las estaciones al aire libre.

Europa no existe, tampoco las concepciones de ella, si no se la camina.

Las caras en los vagones de hace sesenta años, las de ahora, las que sonríen a pesar de todo, las que por detrás, como una máscara de comedia griega, lloran, sin entender, sin saber por qué. Porque toda acción tiene dos resultados. Las caras de los miles de viajeros que hayan subido al mismo tren, a lo largo de muchos años, todas sus caras, mirándote reír, o llorar, pero observándote desde el silencio y el vacío. El calor de la calefacción, la aceptación. La risa sincera.

Europa se puede dividir aún en muchas mitades: este  y oeste; contigo y sin ti; conocida y desconocida; rica y pobre; con euro y sin euro; con besos y sin besos. Pero aparte de todo eso queda Bratislava, indivisible, y sus calles y sus cuestas y su castillo, sus recovecos y sus piedras. Aparte están el chocolate y las literas, los intentos fallidos de un rato mejor, más íntimo, los abrazos necesarios, las estaciones con prisa.

A Europa no se vuelve, en ella se retoma el camino.

martes, 12 de febrero de 2013

Las fronteras de mi lengua

A veces, me pasa a veces, sí, siento las fronteras de la lengua. No las siento porque no pueda ir o venir de aquí o de allí, no porque no pueda comprar el pan en Alemania, o no pueda ir a Francia a comprar un libro, o a Holanda, o no porque no pueda, que no puedo, entender una radio en finés, o la tele en polaco, en húngaro o en checo. No. Nada de eso. A veces, no muchas, porque no estoy todo el día dándole vueltas, para qué engañarnos. Pero me pasa cuando pienso en un pasado no demasiado remoto, cuando quiero escribir algo para que llegue a otras partes del mundo, cuando lo que escribo creo que merece la pena -eso también pasa sólo a veces- y siento que estaría genial que alguien, amigos, en Polonia, en Hungría, en la República Checa, en Irlanda, en Ucrania, en Finlandia pudieran leerlo. A veces, cuando pienso que quiero escribir por ellos, por lo que ellos han traído a mi vida, por los recuerdos que tan felizmente se guardan en la memoria. Esas veces, en esos momentos, me arrepiento de no ser capaz de escribir cuatro frases seguidas en alemán, en un alemán mío parecido a mi español. Esas veces quiero una lengua universal en las palabras y no sólo en la mirada.

jueves, 31 de enero de 2013

Sobre gustos

No me gusta madrugar, las discotecas, la suciedad en las calles. No me gusta la indiferencia, esperar, perder. No me gusta lo políticamente correcto, los secretos, la falta de humor, la intolerancia. No me gusta que me miren fijamente si no lo sé o no lo entiendo. No me gusta no entender las cosas, no encontrar una salida. No me gusta visitar monumentos sin parar en un bar, hacer turismo sin conocer nada más. No me gustan las valoraciones arbitrarias, los halagos inmerecidos, las críticas injustificadas. No me gusta que me den la razón como a los tontos. No me gusta dejar algo a medias, la violencia, las uñas sin uñas. No me gustan las mentiras, las piadosas sólo a medias, ni evitar la realidad. No me gusta la muerte (me declaro completamente en contra). No me gusta que me dejen una historia a medias o que me den sólo una parte de la información. No me gustan las noches en las que no puedo dormir y mucho menos las distancias que se recorren por necesidad.

Me gustan una sopa caliente en invierno y los relojes, mirar y escuchar la lluvia desde casa, su olor, como el de los libros; y leer mientras llueve, leer en general. Me gustan la literatura y sus recovecos. Me gusta saber aprovechar el día, aprender, enseñar. Me gusta cumplir lo que prometo, transmitir confianza. Me gustan el mar y el cielo, sus nubes. Viajar, ir y volver, siempre a un lugar distinto. Conducir. Me gustan los trenes, las estaciones, las historias de aeropuertos. Me gusta caminar descalzo, la desnudez, la verdad, aunque duela. Me gustan las mujeres de labios rojos, con las uñas de rojo, las que llevan tacones (qué malos son los iconos sexuales, a veces: una femme fatale que no lo sea). Me gustan si no son tontas, si se puede hablar con ellas. Si saben besar, más. Me gustan el chocolate y las sonrisas, algunas en especial, las de quien sonríe, por ejemplo, cuando recibe un bombón. Me gustan los cambios, las sorpresas, improvisar. Me gusta quien se sabe diferente y no se amedranta, quien vive, quien canta sin importar lo demás, quien hace lo que realmente quiere. Me gusta sabernos diferentes y que no parezca imposible.

miércoles, 30 de enero de 2013

No hay nieve en las imágenes

No me gusta practicar la fotografía. Odio tener que sacar las manos al frío invernal alemán para intentar captar una imagen que prefiero mantener de una forma más o menos aproximada, seguramente mejorada, en mi recuerdo. Además, no tengo ojo de fotógrafo, no consigo aguantar el tiempo necesario, calcular la apertura que necesitará el obturador ni la velocidad del disparo. Es un arte maravilloso que no sé si algún día sabré dominar o siquiera me propondré tal cosa.

Y ciertamente puede que sea una pena que no haya hecho fotos bajo el cielo blanco como la nieve, caído casi sobre ésta, que, a su vez, cubría las aceras y los parques, se mecía plácida en las ramas de los árboles desnudos y en las hojas de los que conservan su verde durante todo el año. Quizá los negros tejados desaparecidos y aquéllos que estaban a medio aparecer de nuevo bajo el albor resplandeciente hubieran merecido la foto, y el cielo del atardecer, anaranjado  entre el gris de las nubes que se adentran en la noche, no se habría perdido para siempre en la memoria, que es como decir en el olvido. Quizá, con una sola foto no habrían desaparecido los transeúntes abrigados bajo capas y capas de ropa cálida y lo suficientemente acogedora como para que se hayan atrevido a dejar el calor de la estufa, la comodidad del sillón, para haberse ido ido a pasear sobre una nueve traicionera y bajo otra fresca y volátil. Quizá, con la foto, seguiría habiendo nieve en los cristales y en las esquinas, en los coches;  los lagos seguirían congelados, los niños aún podrían usar sus trineos. Quizás. Pero, bien digo, sólo quizás.

Sea como sea, prefiero que mi memoria me traicione y mis palabras creen, aquí, ahora, siempre que las lea, una nieve nueva, más perfecta, más propia.