lunes, 8 de abril de 2019

La vida que ya no es

La mañana amanece tranquila y luminosa, como si las lluvias de ayer hubieran sido un espejismo o un sueño. El temporal se ha alejado y deja en Córcoles un sol radiante, algunas nubes blanquísimas y el olor húmedo del campo vivo. Aquí existe verdaderamente el silencio, se escucha con claridad el zumbido de las abejas junto a los cerezos del camino que nos lleva al cementerio, trabajadoras incansables del lugar y de la primavera. Junto al pequeño cementerio, ahora más cercano y más triste que la última vez que lo visité, un monasterio, el de Nuestra Señora de Monsalud, abandonado.

La visita al cementerio es breve e íntima: el cerrojo de la verja puede correrse sin problema, nadie parece encargarse de abrir el camposanto, sólo los visitantes de quienes allí descansan; hay flores, las lápidas están bastante bien cuidadas y algunas son relativamente nuevas, pero, por lo que parece, sólo lo de A. es del año pasado, se convirtió en octubre en el último en llegar a este lugar, el último y tal vez el más inesperado habitante. Nadie lo esperaba entonces, y nadie tampoco tenía muy claro dónde deberían descansar sus restos, pero pareció oportuno darle este espacio, recogido del mundo y cerca de donde pasara tantas tardes rodeado de nietos e hijos. Es duro llegar a un cementerio y encontrarse con el hueco que ahora ocupa quien te ha dado cariño en mayor o menor medida. Seguramente yo fui el último agregado que llegó al círculo familiar más cercano, apenas llegamos a conocernos, pero eso no lo hace tampoco mucho más sencillo. Aquí son inevitables unas cuantas lágrimas, que se ocultan tras los cristales oscuros de las gafas de sol. Pienso ahora también en la primera vez que fui a visitar el cementerio de Llerena después de fallecer mi abuelo L.. A mí me pilló en Bremen, como tantas otras cosas, y volver no tenía mucho sentido, así que no me había hecho a la idea realmente. A pesar de que sabía que no estaría cuando llegara a su casa, no era capaz de deshacerme de la idea de que se acercaría a la puerta en cuanto escuchara llegar el coche y que sonreiría en silencio, haciéndonos ver que se alegraba de vernos, de verme; fue al llegar al cementerio y ver su nombre esculpido en la piedra cuando caí realmente en la cuenta de que su cuerpo estaba detrás de esa lápida, de que no estaría donde yo realmente lo esperaba. Fue duro, como lo son todas las despedidas, pero también fue una suerte de alivio: comprendí entonces -tal vez ni siquiera lo comprendí, sino que lo sentí-, sentí la necesidad que existe de darles un hogar a los muertos, sentí que nos sienta mejor y nos hace bien saber que sus cuerpos están en algún lugar concreto, y comprendí la angustia de las desapariciones, de quienes saben que alguien no está, pero no sabe dónde. Así que aquí descansa A., antes de tiempo, siempre antes de tiempo, pero aquí está también, de algún modo, en casa.

Cerramos con cuidado la verja del cementerio y nos acercamos al monasterio, a lo que queda de él. Sorprende su tamaño. Seguramente podrían vivir en él más personas de las que actualmente viven en el pueblo. Debió de haber sido bastante majestuoso y ahora es una restauración más o menos apañada que supone el único monumento reseñable del pueblo junto con la iglesia: cuánta importancia ha tenido siempre la religión y el temor a Dios, imagino. Las paredes se conservan bastante bien, pero los techos son casi todos inexistentes a excepción del de alguna sala y del de la iglesia. Quizás no merezca la pena tanto este monumento como para hacer un viaje única y exclusivamente a verlo, pero es una pequeña muestra de la necesidad de la España rural de adaptarse, de rencontrarse, de recuperarse. Aquí, junto al cementerio, es metáfora física de la vida que fue y ya no es, pero que sigue resistiendo. 

En contraste con la mañana, la tarde se da de viento, de casa y chimenea, de miradas al valle y a los olivos del otro lado. La tarde se da de vino y pizza, de recogimiento, de libro y anotaciones, de trabajo y placer y tesis. Absortos en el ritmo urbanita, olvidamos a veces que también existe y, sobre todo, ha existido, esta otra vida tranquila y sosegada que parece ajena a la cotidiana, pero que es tan real como el tráfico en Madrid, como los caballos en Sevilla, como los troncos que ahora arden frente a mí.