jueves, 26 de marzo de 2020

Cuarentena VI: el coronavirus y la humanidad

El mundo está paralizado por esta extraña circunstancia en la que un pequeño virus nos acosa a todos. Sabemos que no es extremadamente letal y, sin embargo, nos vemos recluidos todos en casa para salvarnos unos a otros, para crear comunidad, algo que hasta hace muy poco parecíamos haber perdido. 

El sistema económico y productivo actual nos obliga a tratar de ser mejores que otros, a obtener siempre mejores resultados, a rendir más, a ser más eficaces, a ser más eficientes, y eso es completamente contrario a la idea de comunidad. Pero la comunidad es la que nos ha traído hasta aquí. Recuerdo a veces esa historia que cuenta que la primera muestra de humanidad es un hueso de una pierna, un fémur, creo, recuperado, la historia que cuenta que, en algún momento, la raza homínida que habitaba el planeta antes de nosotros, alguno de sus miembros, decidió no dejar atrás a alguien que no podía valerse por sí mismo. Si nos paramos a pensarlo con más calma, sabemos de animales que hacen eso, que se acompañan y se ayudan, que no se abandonan; pero también podríamos ser conscientes de que ahora mismo, en la sociedad en que vivimos, constantemente abandonamos a miles, a millones de personas en un abismo del que no serán capaces de salir, del que nunca se podrán recuperar. 

El coronavirus nos está poniendo a prueba porque amenaza lo que somos y a quienes somos, a los que están con nosotros, pero aún nos falta terminar siendo conscientes de que quienes se quedan abandonados en pateras a la deriva, que quienes están a las puertas de Europa tras una reja, quienes están bajo una lona de tela en un campo de refugiados, quienes están en algún lugar del mundo tratando de alcanzar una meta, también pertenencen a lo que somos y también lo que hacemos con ellos habla de nosotros. 

El coronavirus no nos preocupó en exceso hasta que no llegó a Europa - ahí se las apañen los chinos, los iraníes, los coreanos... - y lo mismo nos sucede con otros centenares de problemas: mientras no nos lleguen a nosotros, no nos preocupan. Estamos reaccionando a esto - aunque Europa no termina de estar y muchos no la esperamos - de la manera más humana posible en la mayoría de los casos, pero me pregunto si saldremos de aquí con la conciencia de humanidad, de lo que podemos conseguir juntos, o si, simplemente, creeremos que somos mejores, una vez más, que el resto; si pensaremos que sólo nosotros, los españoles, en esa competición absurda y extraña en que se convierte la sociedad capitalista, nos creeremos de nuevo por encima del resto. 

Si hace unos días escribía sobre el poema de Nazim Hikmet, de aquel que habla de los finales felices en las novelas, hoy pienso en el otro con mayor fuerza, en "Angina de pecho": 

La mitad de mi corazón está aquí, doctor,
pero la otra mitad se encuentra en China, 
en el ejército que baja hacia el río Amarillo.
Cada mañana, 
cada mañana con el alba,
mi corazón es fusilado en Grecia.
Y cuando el sueño rindo a los presos, 
cuando se alejan de la enfermía los pasos últimos,
mi corazón se va, doctor,
se va hacia una vieja casa de madera, allá en Estambul.
Además, doctor, hace más de diez años
que no tengo nada en mis manos
para ofrecer a mis hermanos;
tan sólo una manzana.
Una roja manzana; mi corazón.
Por todas estas cosas, doctor,
y no por culpa de la arteriosclerosis,
ni de la nicotina, ni de la cárcel,
tengo esta angina de pecho.
Desde mi cama 
contemplo la noche tras de los barrotes.
Y a pesar de todos estos muros
que me aplastan el pecho,
mi corazón palpita con la estrella más remota.

(Nazim Hikmet)

Que a humanidad vuelva a la vida y vuelva a las aulas y a los parlamentos: que de aquí salgamos mejores y más abiertos. 

martes, 24 de marzo de 2020

Cuarentena V: paseos, Salamanca y Sevilla

El otro día subí a la azotea, una sola vez desde que empezó este encierro. Al principio, he de confesarlo, lo pasé mal encerrado en casa, no por el hecho de no salir, sino por la idea de no poder salir. En los últimos tiempos he recorrido mucho a pie las calles de Sevilla, he buscado caminos para evitar las zonas más turísticas para desplazarme de una punta a otra del centro hispalense, y lo hacía para despejarme, para pensar, para encontrarme de nuevo. 

Aunque no tengo una memoria demasiado fina, me voy fijando en los nombres de las calles y me dejo llevar de unas a otras, busco similitudes con distintas calles de mi vida, con otras historias, voy tejiendo conexiones entre ellas, algunas reales, otras ficticias, otras, simplemente, mal recordadas - pero cómo se recuerda algo mal -. Hace no demasiado caí en la cuenta de que, junto a la Plaza de San Román, frente a la iglesia robusta, hay una calle nada agraciada, muy estrecha en algún tramo, en los que las aceras prácticamente desaparecen para dejar espacio al asfalto, y que lleva por nombre Peñuelas. En ese instante la mente se me desplazó frente al Palacio de Congresos de Salamanca, donde se encuentra el comedor universitario de Peñuelas, claro está, en la calle Peñuelas. Cuando llegué a casa anduve buscando qué era exactamente Peñuelas y descubrí tres cosas: la primera, que Peñuelas era un pueblo de Granada; la segunda, que Las Peñuelas, uno de Ciudad Real; y la tercera, que estaba equivocado y el comedor de Peñuelas, en realidad, está en la calle Peñuelas de San Blas, que no parece que sea un pueblo ni sea nada. De cualquier modo, la relación estaba ya creada en mi mente. El caso es que me es difícil olvidar esa calle charra, pues en ella hociqué - léase con aspiración de la h - espectacularmente con la bicicleta en una de esas frías mañanas de sol y escarcha: al ver que llegaba el final de la calle, en pendiente, y que había tráfico por la Cuesta de San Blas, bajando desde el Palacio del Arzobiso Fonseca, traté de frenar, pero el frío temprano hacía que las piedras - que no asfalto - de la calle estuvieran aún heladas. El resumen es que para poder detenerme acabé dirigiendo la bicicleta contra la farola en la que estaba aposentada la señal de ceda el paso. Y vaya que si lo cedí. Ése fue el último día que cogí la bicicleta en Salamanca, eso sí. La casualidad también ha querido que, como digo, en unos de los finales de la calle Peñuelas se encuentre la Plaza de San Román, que es el mismo nombre que lleva una de las plazas con más encanto de Salamanca, a pesar del eterno solar que dejara el Teatro Bretón, que sólo conocí de oídas.  

Así que, perder la opción de salir por Sevilla no sólo es realmente eso, también es perder la opción de vivir una ciudad en la que poco a poco empiezo a moverme como si la conociera, como si fuera un poco mía, y en la que los recuerdos son los de ahora y los de antes, es decir, es perder la oportunidad de hacerme a la ciudad y comenzar por fin a habitarla. He tardado casi tres años en hacerlo, en adaptar sus calles a mi memoria anterior, en encajar su estructura a lo que soy, no como una especie de apéndice que puede leerse o no, que está, pero es prescindible, no como como una parte de mi historia desacompasada con el resto, sino como algo que realmente me pertenece, aunque me sea distinto. 

Subí a la azotea, pues, a observar lo posible de esta ciudad aún ajena, pero ya un poco compañera. No es que se vea mucho, porque el edificio es bastante bajo, pero seguro que de algo sirve. Trataré de conformarme con ello. En esta extraña Semana Santa sevillana que llegará en un par de semanas, subiré a leer, a escuchar el silencio sepulcral que lo rodea prácticamente todo. No es lo que mismo que estar en cueros en la playa, pero tal vez sirva para sustituir de algún modo los paseos, para retomar el sol y la memoria, para encajar este tiempo en mi historia y empezar a resolver el misterio de esta ciudad trampa

lunes, 23 de marzo de 2020

Cuarentena IV: este blog, la vida y las vergüenzas

Esto no es un diario, eso está claro. Ha pasado más de una semana desde que comenzó la cuarentena, de hecho, aún más desde que la empezamos voluntariamente las tres personas que ahora mismo la habitamos y no he escrito cada día, ni pienso hacerlo.

No es que haya mucho que contar en este tiempo y, sin embargo, suceden bastantes cosas de alguna forma un tanto distinta a como suceden normalmente. 

Al principio pensaba que estaría solo en esta casa, que me tocaría superar toda la cuarentena encerrado en soledad en estas paredes de gotelé desgastado del centro de Sevilla, pero no, al final somos tres en este piso. Bien es cierto que la diferencia entre estar solo y no prácticamente se nota sólo por la noche, cuando nos juntamos S., JL. y yo para ver alguna película proyectada sobre la pared rugosa del salón. En dos puntos concretos de la proyección hay dos alcayatas que no interfieren en la película pero que, cuando uno es consciente de que están ahí, no puede parar de mirar. Tal vez sea como con la cuarentena, que todo en casa cobra un valor distinto, una nueva perspectiva.

Por las noches, después de la película, me siento al escritorio para escribir algo que publicar en este blog cansino y a veces cansado, que lleva conmigo más de diez años y que resiste como puede los envites del tiempo y de mi propia vida. En él he escrito prácticamente sobre todo: algo de literatura, algo de historia, algo de viajes, algo de amor, algo de muerte... incluso me he atrevido con algún poema. Llevo tiempo pensando por qué esto sigue abierto, por qué sigue aquí, cuál es el sentido de que no lo deje de una vez, de que no empiece de cero y le dé un sentido unitario... La única conclusión a la que llego es que, de algún modo, este blog soy yo, es todo lo que he pasado, lo que he vivido, los cambios que he sufrido.

En estas entradas están los momentos en los que me creí más intelectual, en los que me creí más canalla, en los que más enamorado estuve, en los que más lloré y reí y creí. En los últimos tiempos, con más frecuencia de lo habitual, he oído decir que soy un nostálgico, que soy, tal vez, más nostálgico de la cuenta, que pienso mucho en el pasado.

No sé si será por cuestiones académicas o no, pero lo cierto es que sí, que pienso mucho en el pasado, pero no desde una perspectiva traumática o, llanamente, triste, sino que, más bien, trato de mirar al pasado para saber, para aprender, para entender. En esta cuarentena, sin embargo, no puedo sino pensar en el presente y en el incierto futuro, porque el pasado no me enseña nada sobre estar encerrado en casa durante días, sin apenas salir. Supongo, pues, que este blog sigue abierto para aprender de los errores y, sobre todo, para ser consciente, al fin y a cabo, de que están ahí, de que un día creí una cosa y ahora ya no, para saber que todo cambia, que todos cambiamos un poco, aunque seamos los mismos.

Esto no es un diario, pero sirve también para mostrar mi vida y, a veces, es igual de vergonzoso. 

viernes, 20 de marzo de 2020

Cuarentena III: El ritmo lento

La cuarentena es extraña. De repente hablas con gente a la que llevabas años sin ver, quedas con ellos a través de cualquier red social, incluso conoces a las nuevas parejas de amigos que estaban esperando que te desplazaras cientos de kilómetros para presentártelos. Por otro lado, este encierro te priva del contacto directo con la gente que tenías cerca, con la que comías a diario, con la que se alargaban los cafés algo más de la cuenta. Es extraño pasar del contacto diario a la nada. La cuarentena iguala vidas del pasado y del presente. 

También interrumpe. Interrumpe finales, hay quienes estaban a punto de separarse y ahora se ven obligados a convivir, como si estoy fuera una pausa en su vida, como si no contara para el antes y quién sabe si contará para el después. También interrumpe principios, aquella gente que se estaba encontrando y de repente están encerradas en casas distintas, en lugares distintos, que no podrá verse ni quererse. El trabajo también queda interrumpido, aunque queramos hacer ver que no, que seguimos leyendo, escribiendo y corrigiendo redacciones. Interrumpe también plazos, a veces incluso ilusiones: qué pasará con ese concierto y ese viaje... Esta pausa indefinida de la vida se convierte en la envolutra de todo. 

La cuarentena impone su ritmo lento, más calmado, que no nos arrastra, sino que, más bien, nos empuja hacia atrás, nos obliga a ralentizar la vida, a mirarnos bien dentro. La cuarentena ofrece imágenes casi inéditas. Nunca había visto hasta hoy vacía la Plaza Nueva en Sevilla, ese silencio fantasmal que recorre el corazón de una ciudad. Sólo el tranvía, también con su ritmo lento, y el kiosko de periódicos estaban ahí para alertarme de que la vida continuaba. El día, además, nublado y húmedo para Sevilla, añadía ese toque de extrañeza a este tiempo incierto. 

No hay nada que hacer. He dejado caer una a una las botellas de vidrio en el contenedor frente al vacío Hotel Inglaterra y he vuelto sobre mis pasos en dirección al supermercado. Un par de tipos con bolsas de la compra, una señora paseando a un perro diminuto y un chaval en el portal de un edificio encendiéndose un cigarro eran las únicas personas que había en una calle siempre rebosante de coches y de voces. 

Dirán que esto es Sevilla, pero, en tiempo de cuarentena, cualquier ciudad deja de ser para esperar. 




martes, 17 de marzo de 2020

Cuarentena II: Apenas leo poesía

No soy un gran lector de poesía. De hecho, diría que soy un pésimo lector de poesía. A veces porque no la entiendo, otras porque no me llena y otras porque, al final, termino leyendo un poema y cerrando el libro, como si fuera una entidad completa, como si no le siguiera nada más. 

En algunos momentos de mi vida he tratado de hacerme a ella, de entrar en la poesía, como quien entra en el mar y se impregna poco a poco, con cierto respeto, pero con la seguridad de que aún pisa tierra; y en esos momentos he comprado decenas de libros de poesía, algunos por mera inercia, qué sé yo, José Hierro, Jaime Gil de Biedma, Machado... otros por necesidades del curriculum de las asignaturas optativas y otros, en fin, por curiosidad, por lecturas que iba haciendo y me termiban arrastrando hacia ciertos autores (y sí, casi siempre autres hombres, esa desdicha). 

Así, entre las estanterías de mi casa en Zafra aparecen bastantes más poemarios de los que he sido capaz de leer. Algunos los he (h)ojeado con cierta parsimonia, otros los he tenido constantemente en la mesilla de noche, como consuelo frente a las tinieblas,  al insomnio, al dolor, al desamor o la muerte. Es curioso, sí, que vuelva a la poesía sólo cuando necesito consuelo, cuando necesito explicarme lo que siento, cuando necesito poner palabras a algo que desconozco y que a la vez es concreto y preciso. 

Entre esos libros perennes en la mesilla de noche estaba Palabra sobre palabra, casi como un amuleto, casi como un remedio para poder dormir. En estos días de cuarentena he tratado de volver a la poesía, pero es difícil cuando, por ese obviar la poesía durante gran parte del tiempo, no se tienen poemarios a mano: muy bonitos todos en las estanterías silenciosas de Zafra y aquí, en Sevilla, sólo las guerras y los exilios, el dolor y el recuerdo. Una dura cuarentena. 

Leer poesía se convirtió para mí, de este modo, en algo íntimo y, si no doloroso, cargado de unos sentimientos muy profundos, muy intensos, unos sentimientos que he compartido, sobre todo, en momentos de debilidad, en la intimidad de una cena o de una cama. Si escribir poesía es desnudarse, leerla y compartirla es, a mi modo de ver, un verdadero acto de descubrimiento y entrega. 

De esta cuarentena nos salva la poesía. 

lunes, 16 de marzo de 2020

Cuarentena I: Poesía recurrente

No sé exactamente en qué momento de mi vida me topé con un poema de Nazim Hikmet. Creo que estaba en Bremen, en aquel zulo en el que, en estos momentos de encierro, me alegro de no vivir. En realidad, supongo que siempre me alegraré de no volver a vivir en un sitio así, aunque ahora más. El caso es que ese poema me removió por dentro de algún modo. 

Escrito por un revolucionario otomano de la primera mitad del siglo XX, el poema representaba con una sencillez que no había visto nunca el dolor proletario, o partisano, un dolor por aquellos que están llevando vidas completamente distintas y que, sin embargo, sentimos como propias. De algún modo  indescifrable me emocionó y busqué poemarios de Hikmet durante algún tiempo en librerías españolas sin éxito alguno. 

Prácticamente me había olvidado de Nazim Hikmet y de su poema hasta que, hace unas semanas, volví a un bar en Sevilla que tiene, colgada de la pared del baño, otro poema suyo. De repente, mi cabeza conectó automáticamente con esos "cada mañana con el alba, / mi corazón es fusilado en Grecia".

Cada poco tiempo desde que volví a ese bar, digo, me viene a la mente ese primer poema titulado "Angina de pecho", ese sufrimiento por los que están más allá, por aquellos a los que no vemos, pero que sabemos que lo están pasando mal de algún modo que, seguramente, no alcanzamos a entender. Esto, unido a que en los últimos tiempos, por unas cosas o por otras, pienso en los enfermeros, en las enfermeras, en quienes esperan pacientemente a que suene el teléfono para empezar a trabajar temporalmente con unos horarios abusivos, en quienes entran casi en pánico cada vez que eso sucede, o en quienes se enfrentan a las loquísimas políticas británicas frente a la pandemia del COVID19, me hace pensar hoy otra vez en Nazim Hikmet y, esta vez, desde la tranquilidad de mi escritorio, acordarme del poema del bar, el que está colgado de la pared de un baño sevillano y dice:

Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
que el avión pueda aterrizar 
sin novedad, 
el médico salga sonriente
del quirófano,
se abran los ojos del niño ciego,
se salve el muchacho al que mandan fusilar,
vuelvan las criaturas a encontrarse 
las unas con las otras,
y se den fiestas, se celebren bodas.
¡Que la sed encuentre al agua,
el pan a la libertad!
Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
esos han de realizarse
al fin y al cabo.

(Nazim Hikmet)

De algún modo, aunque no lo creamos quienes trabajamos las guerras y la literatura, también hay finales felices, también las cosas pueden salir bien. Ánimo. 

viernes, 13 de marzo de 2020

Cuarentena (Prólogo): El coronavirus, la rata y la vida

Hace unos días, antes de todo este jaleo que nos trae de cabeza, quedé con una amiga que me contó un par de anécdotas curiosas de cuando trabajaba en un hotel en París. Una de ellas tenía que ver con una rata. 

Resulta que, cuando llegó al trabajo no funcionaba nada en el hotel. Era un hotel de los buenos, de los caros, de los que alojan a esta gente bien vestida y que van a hacer negocios, un hotel lujoso, en el que todo el sistema funciona a través de internet, no sólo entradas y salidas, sino cobros de todo tipo, comandas del restaurante, las llaves de las habitaciones...  Pues bien, ahí trabajaba M. mientras estuvo en París y de ahí tiene anécdotas de todo tipo. Le dije que merecían un libro, como mínimo, y ahora escribo esta aquí, en el principio de esta cuarentena de varias semanas por el coronavirus.

La historia es sencilla, realmente, no tiene nada de extravagante más allá de su extrema sencillez. Cuando M. llegó un día al hotel se encontró con que nada, absolutamente nada, funcionaba. Había un problema con el internet que no eran capaces de resolver. El técnico correspondiente, que había sido avisado por la mañana, aún no había llegado un par de horas después y, cuando, por fin, llegó, afirmó que lo solucionaría rápidamente. Tres o cuatro horas después el problema aún no se había resuelto. La situación en un hotel así en el que no funciona absolutamente nada no debe de ser muy agradable. Así que imagino que clientes quejándose de que no pueden trabajar, o de que no pueden tener la reunión prevista... en fin, el internet, que es lo que tiene, que lo tiene todo. 

Cuando el técnico consiguió dar con el error, me contaba M. ella no podía parar de reírse por dentro. No era, de hecho, un error, realmente, sino, más bien, un fallo provocado, efectivamente, por una rata, que se había comido un trozo del cable del internet. Yo que no entiendo nada de esto, imagino que debe de ser como el cable de la fibra óptica cuando el ténico viene y te dice que no lo dobles, que no lo pises, que te lo cargas y adiós siglo XXI. Pues bien, la rata no siguió ninguna de las instrucciones pertinentes con el cable y dejó a todo el hotel sin internet por un tiempo y, no sólo eso, sino que creó una serie de trastornos con los que ni un hotel de estas características ni sus clientes o trabajadores contaban. 

La historia me gustó, me hizo pensar cómo de fácil es que algo se joda, que algo se estropee o incluso termine. No sabemos muy bien lo que cuesta montar un hotel de esas características, como en la vida, no sabemos lo que cuesta, qué se yo, preparar unas clases, sacar una relación adelante, ahorrar... lo que sea, todo cuesta mucho más esfuerzo del que parece. Y sin embargo, a veces llega una rata y lo jode todo. Esa rata puede no ser una rata, literalmente. Estos días es el coronavirus, algo que ni siquiera se ve y que nos tiene confinados en casa, recluidos, que tiene alterado a todo el mundo; pero en el resto de la vida puede ser cualquier cosa: una relación se puede ir al garete por un mal gesto, por una mala cara, por una duda que no se sabe resolver, que no se aprecia, como el cable; los ahorros se pueden ir al traste porque alguien en la bolsa de Nueva York compre escobillas del váter a un precio irrisorio, qué sé yo. 

La cuestión es que la rata me hizo pensar que, efectivamente, todo se puede ir a la mierda por algo que parece insignificante y que, de hecho, tal vez lo sea, pero hay que saber contar con ello, ponerle remedio. El mundo pende de un cable y siempre hay una rata dispuesta a comérselo. Habrá que tratar de aprovechar antes de que eso suceda.