viernes, 20 de marzo de 2020

Cuarentena III: El ritmo lento

La cuarentena es extraña. De repente hablas con gente a la que llevabas años sin ver, quedas con ellos a través de cualquier red social, incluso conoces a las nuevas parejas de amigos que estaban esperando que te desplazaras cientos de kilómetros para presentártelos. Por otro lado, este encierro te priva del contacto directo con la gente que tenías cerca, con la que comías a diario, con la que se alargaban los cafés algo más de la cuenta. Es extraño pasar del contacto diario a la nada. La cuarentena iguala vidas del pasado y del presente. 

También interrumpe. Interrumpe finales, hay quienes estaban a punto de separarse y ahora se ven obligados a convivir, como si estoy fuera una pausa en su vida, como si no contara para el antes y quién sabe si contará para el después. También interrumpe principios, aquella gente que se estaba encontrando y de repente están encerradas en casas distintas, en lugares distintos, que no podrá verse ni quererse. El trabajo también queda interrumpido, aunque queramos hacer ver que no, que seguimos leyendo, escribiendo y corrigiendo redacciones. Interrumpe también plazos, a veces incluso ilusiones: qué pasará con ese concierto y ese viaje... Esta pausa indefinida de la vida se convierte en la envolutra de todo. 

La cuarentena impone su ritmo lento, más calmado, que no nos arrastra, sino que, más bien, nos empuja hacia atrás, nos obliga a ralentizar la vida, a mirarnos bien dentro. La cuarentena ofrece imágenes casi inéditas. Nunca había visto hasta hoy vacía la Plaza Nueva en Sevilla, ese silencio fantasmal que recorre el corazón de una ciudad. Sólo el tranvía, también con su ritmo lento, y el kiosko de periódicos estaban ahí para alertarme de que la vida continuaba. El día, además, nublado y húmedo para Sevilla, añadía ese toque de extrañeza a este tiempo incierto. 

No hay nada que hacer. He dejado caer una a una las botellas de vidrio en el contenedor frente al vacío Hotel Inglaterra y he vuelto sobre mis pasos en dirección al supermercado. Un par de tipos con bolsas de la compra, una señora paseando a un perro diminuto y un chaval en el portal de un edificio encendiéndose un cigarro eran las únicas personas que había en una calle siempre rebosante de coches y de voces. 

Dirán que esto es Sevilla, pero, en tiempo de cuarentena, cualquier ciudad deja de ser para esperar. 




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