De nuevo los Balcanes (IV): un día en Mostar
Nos levantamos y salimos en busca de un sitio en el que comer algo y con intención de dejar nuestras mochilas en la consigna que esperamos encontrar en la estación de trenes. Nos han recomendado el trayecto en tren desde Mostar a Sarajevo, son solamente dos horas y el viaje debe de ser precioso. Ya habíamos reservado los billetes antes de volar aquí, pero no tenemos nada, únicamente un email que dice que pasemos a recoger los billetes por el mostrador antes de que salga el tren. Evidentemente, está únicamente en el idioma del país, que no es que entendamos más allá de unas pocas palabras, pero no hay mucho más que leer en ese email.
Hacemos el camino inverso al que hicimos anoche y entramos en una estación enorme para la cantidad de trenes y viajeros que hay. El vacío es prácticamente absoluto y el señor que está detrás del mostrador nos mira extrañado. Nos hacemos entender en inglés y él rebusca entre papeles. Efectivamente, nos da un billete de tren que no entendemos. Parece un resguardo de un pago, un recibí de los de toda la vida. No aparece ni siquiera la hora a la que se supone que partiremos de la estación de Mostar. Nada. Ellos lo entenderán. Menos mal que tenemos guardado el horario, porque tampoco parece que funcionen los carteles que deberían anunciar los distintos trayectos. El paso a los andenes solamente se abrirá un rato antes de la hora programada de salida del viaje. En cualquier caso, parece que sí, que tenemos billetes y que esta misma noche llegaremos a Sarajevo. Más tarde de lo que hubiéramos querido, pero era la única forma de poder pasear con cierta calma por las calles de Mostar. Sabemos que es una ciudad turística, pero aún no nos hacemos a la idea de cuánto.
En la misma estación buscamos una consigna y lo que encontramos es un bar entre moderno y años 80 en el que una de clienta nos asegura que sí, que nos la guardan, que va a llamar al camarero. El tipo, que nos habla en bosnio con mucho entusiasmo, nos guarda las mochilas por un módico precio. Nos parece baratísimo hasta que vemos el sitio en el que las mete. Nos lo enseña orgulloso y nos hace entender que él va a estar ahí todo el día y que él mismo va a cuidar de nuestras pertenencias. Es difícilmente comprensible que alguien que no sea él quiera poner los pies en ese cuchitril en el que echa las mochilas al suelo: alrededor de todo lo que tenemos para este viaje, cajas y cajas de cerveza y refrescos, suciedad, restos de lo que algún día fueron charcos de a saber qué líquido. Pero no tenemos muchas más opciones y, en realidad, es un alivio poder pasear por la ciudad sin tener que cargar con el peso de nuestras pertenencias para todos los días que vamos a estar por aquí. Pagamos, nos despedimos. Hvala lepo.
De camino al centro nos dedicamos a observar las cafeterías, repletas de señores mayores que fuman y beben café y nada más. Aún no hemos sido capaces de encontrar un sitio en el que desayunar y ya estamos de nuevo preocupados por el dinero que tenemos en efectivo. No sabemos cuándo vamos a poder pagar con tarjeta, tampoco tenemos internet y nuestra misión consiste en conseguir averiguar cuál de todas las tarjetas que tenemos en bancos distintos nos va a dar mejores resultados en este viaje. Probamos distintos y diversos bancos hasta dar con uno que acepta darnos dinero sin cobrarnos comisión, pero sólo uno de nosotros tres puede sacar ahí. Ya echaremos las cuentas.
Nos acercamos de nuevo al puente y vamos viendo pintadas del Velez Mostar, uno de los equipos de la ciudad. Los tres hemos leído sobre las absurdas divisiones nacionalistas de la ciudad, la problemática de vivir a un lado del río y ponerse enfermo en el otro, una realidad que no sabemos si sigue existiendo, pero que nos parece realista. Pensamos en todo esto mientras vemos cómo los turistas se agolpan cada vez más entre las calles del centro de la ciudad: la piedra, las tiendas de productos aparentemente artesanales y probablemente hechos en China y el calor. Las mezquitas están abarrotadas de gente y tratamos de escapar del ruido, queremos conocer la ciudad más realista, la menos turística, la que nos dé imágenes del río que no hayamos visto ya en internet. En nuestro paseo llegamos a una mezquita reconstruida junto a un acantilado y nos asomamos a ver el fluir del Neretva. De repente estamos solos y a lo lejos, en el río, se ve pasar y dar vueltas alguna de las lanchas motoras que llevan a los turistas de paseo. Otra de las atracciones de la ciudad. Desde las lanchas, si se tiene suerte, se ve caer a alguno de los saltadores que, por algo de dinero, se lanzan desde lo más alto del puente, siempre con los brazos abiertos, como si imitaran a Jesucristo en la cruz.
En nuestro camino en busca de un restaurante, paramos en uno de los cementerios musulmanes de la ciudad y L., que está dispuesta a hablar con todo el mundo, entabla conversación con un visitante. Nos habla en un alemán raído por el tiempo y nos cuenta que ahí, en ese mismo cementerio, están su mujer y su hijo. A ambos los perdió en la guerra. El hijo murió tan solo un mes después de casarse. Y se le empiezan a llenar los ojos de unas lágrimas suaves. Pero no llora, sino que mantiene los ojos vidriosos. 324 personas enterradas a causa de la guerra. Y cuenta con la memoria a todos aquellos a los que conocía. Vecinos, familiares, amigos. No los nombra, pero los piensa y sus lágrimas van poco a poco apareciendo en sus ojos sin llegar a brotar. A la espera del momento en el que nos despidamos y nos demos la vuelta. No parece que a él le dé pudor que lo vean llorar. Es más bien como si las lágrimas no quisieran volver a salir de nuevo, como si ellas mismas tomaran la iniciativa de no terminar de salir a la luz.
Nos despedimos y vamos en busca de algún recodo desde el que ver el puente, el río, los saltadores, pero lejos de la muchedumbre. Queremos observar lo que sucede sin ser parte activa de ello. Queremos observar la ciudad, su ritmo, y para eso no podemos estar dentro. Desde lejos vemos a los saltadores pasearse por la baranda que protege la caída. No parece que vayan a saltar en ningún momento. Es como si sólo quisieran que los viéramos. Pero al final sí, al final saltan. Y los vemos pequeños como aves que se lancen en picado a por una presa marina. Más que caer, los vemos volar. Se escucha el ruido del golpe contra el agua, el aplauso posterior, la algarabía que acompaña al salto. De lejos vemos el espectáculo con todas sus aristas.
Y de ahí volvemos a comer junto a un pequeñito afluente del Neretva. Llegamos al restaurante sin haberlo planeado antes, pero es una de las recomendaciones que nos dio ayer el tipo del bus. El sitio se llama Hindin Han y comemos espectacularmente: loza, sarma, ensalada shopska, pan artesano, trucha y café bosnio. Yo conozco la comida, pero no deja de sorprenderme el sabor de estas verduras. La cercanía de estos sabores a una infancia que tan sólo puedo imaginar. A un tiempo que tal vez ni siquiera haya existido.
Antes de retomar el camino a la estación, decidimos pasar la tarde junto al río, observando a los que saltan desde el Puente Viejo y a los que lo hacen, turistas, desde una plataforma que nada tiene que envidiarle, en su tercera altura, a lo más elevado del propio puente. Nos llama la atención que los segundos vayan tomando ritmo y valentía, que le vayan perdiendo el miedo y lo hagan exclusivamente por diversión. Parece que compitan por dar el espectáculo, puesto que los saltadores del Puente Viejo no se animan si no es a base de dinero. La competencia parece que funciona y son varios los que se animan a lanzarse desde el viaducto para regocijo de los que observamos. Nosotros tres, con los pies metidos en el agua, no paramos de mirar a los de la plataforma, que escalan por la propia roca y suben luego por una escalera que da vértigo incluso desde abajo. Y luego, el salto. Desde las barcazas, muchas mujeres cubiertas de pies a cabeza dan el toque musulmán a una ciudad en la que hemos escuchado varias veces la llamada a la oración por parte de los almuédanos, que cantan al tiempo que chapotea una docena de turistas y autóctonos en las aguas veloces del Neretva.
La cerveza artesana que nos tomamos junto al río nos sabe a gloria y nos da la fuerza para emprender el viaje de vuelta a la estación. Llegamos recorriendo la calle del Mariscal Tito, en cuyos edificios aún se aprecian los restos de metralla. Al final de todo, la estación, con nuestras mochilas y todos nuestros enseres en ese suelo sucio y descuidado; eso sí, a salvo. La estación es indescriptible, parece un solar que acabaran de reabrir como estación. Una especie de nave con vías, ninguna de ellas con un cartel que anuncie cuándo o desde cuál va a salir el tren. Pero los viajeros se agolpan en un mismo andén, el que está justo en el medio, de manera que desde él se pueda llegar a cualquiera de las dos vías que parecen útiles. Las letras que indican el nombre de la ciudad en la que estamos, en la pared, dejan espacio para un reloj que no funciona. El tren, un Talgo renovado que tiene pinta de haber surcado las vías españolas en un pasado más o menos reciente, hace su entrada en la estación con 19 minutos de retraso. Silencio y comodidad en todo el trayecto, pero los cristales tintados y la noche que ya cae sobre las montañas no nos dejan ver el paisaje. Es una lástima pero, en cualquier caso, el viaje en tren es un absoluto acierto. Llegamos a Sarajevo con 31 minutos de retraso. Será la ciudad que más historias nos dé en este viaje. Pero eso aún no lo sabemos.
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