viernes, 3 de junio de 2016

De viajes, infancias y recuerdos

De alguna menera inconciente mi vida ha estado siempre unida a los viajes, aunque nunca haya viajado tanto como, ahora lo sé, me hubiera gustado. Pero eso no ha impedido que los viajes sigan surtiendo en mí una sensación de libertad y de encuentro con uno mismo que a día de hoy sigo sin saber expresar con palabras y que ni siquiera entiendo, sólo intuyo. 

Mi familia ha sido siempre una famiiia normal, obrera, con sus problemas por allí y sus alegrías por allá, sin lujos, lo necesario para vivir y poder disfrutar el día a día, a veces incluso soportarlo, y nunca ha sido dada a realizar grandes viajes ni vacaciones, si acaso alguna excursión a algún lugar cercano. Luego llega siempre el arrepentimiento: no conocemos nada, nunca vamos, podríamos haber hecho, visto, tomado, oído, olido, tocado... Sentido, en definitiva, que eso es viajar. Pero poco tengo, aun así, que reprocharles, porque de alguna manera, sospecho, también mi familia es culpable de mi necesidad de no parar. A veces es difícil explicar que estar más de dos semanas en un sitio resulta en cierto sentido agobiante, no por estar, sino por no ir, y que no ver el paisaje moviéndose a tu alrededor y a la gente con maletas en cualquier estación del mundo  supone una suerte de estrés decadente y feroz, pero supongo que es comprensible que la gente no sea capaz de aceptar esa vida entre el todo y la nada, entre las cajas cargadas de trastos de mudanza y libros, y el armario vacío de ropa, porque adónde llevas la ropa, si no cabe en una maleta pequeña y elegirla es un jaleo, un problema.

La ropa me da igual, con poco me apaño, he dicho siempre, pero los libros... Cuando alguien me dice que me pase al libro electrónico porque con tanto viaje es mejor no cargar con cientos o miles de páginas, intento explicarle que no puede ser, que leer no es sólo una experiencia literaria o cultural, sino más bien, y sobre todo, una experiencia vital. Al regresar a casa, regresaría con un mismo libro electrónico, con algún golpe de más y con menos batería, pero nada más. Cuando cargo con libros (Brooklyn Follies me acompaña hoy en mi viaje a Augsburg, atravesando Alemania de norte a sur), sé que regresaré de algún modo con ese libro en la experiencia, y las páginas, las letras, algo recordará que estuve allí la próxima vez que yo, o que alguien cualquiera, a saber, abra ese libro. Me pasa también con las libretas: en ellas, como en los libros, guardo recortes de periódicos, tickets de autobuses, fotografías, manchas de café, de té o de cerveza (seguramente éstas últimas sean las más comunes), una de mis libretas, de hecho, tiene como recuerdo de una fuerte tormenta el destrozo casi absoluto, las páginas abultadas por la humedad y descosidas del lomo, pero es lo que la hace especial, porque será la que siga, donde sea que yo esté, recordándome cuando la retome para leer las sinrazones que escribiera en su momento, que un día, una mañana, de camino a la Universidad en Bonn, me calló el aguacero más grande de mi vida, me obligó a descalzarme en la Facultad y a caminar por los pasillos de moqueta del tercer piso con los pies desnudos. A otros eso no se lo contará, pero a mí sí. Día tras día.

En fin, que otra vez de viaje, otra vez pasando horas y horas entre trenes, aviones y desconocidos a los que no les importa nada lo que yo piense, haga o escriba, y que sin embargo me dan la seguridad de que estoy de alguna manera en casa. Especialmente los trenes: es algo inevitable. Tiene que ver en ello, lógicamente, el trabajo de mi padre, pero también el de mis dos abuelos. De ninguno tengo recuerdos en el trabajo, ni siquiera sé si aún trabajaban cuando yo pisé por primera vez el mundo, pero sé por las historias que me llegan que ambos vivieron en una estación de ferrocarriles, de hecho, de L. es la única casa que conoczo, y allí aprendí a montar en bicicleta, entre raíles y traviesas de madera. Había sido guardagujas, porque fue tonto, me dijo una vez, ya al final de su vida, cuando aún no era consciente de lo que iba a ser su final y nosotros, al menos yo, no sabía si quería que llegara más temprano o más tarde. "Fui tonto, o bueno, no sé, porque yo tenía una tía monja y me pudo enchufar en cualquier puesto mejor, pero yo no quise tener nada que ver con eso, yo quería hacer las cosas bien, y así empecé, haciendo kilómetros y kilómetros al día, apretando tornillos, con la llave colgada al hombre, metiéndome en los huecos de los túneles para evitar que me atropellara el tren y llegando a casa tiznado de negro, como un topillo, al sol, lloviera o granizara, hiciera el tiempo que hiciera, yo me iba solo de un lado a otro con la llave, una llave que no pesaba poca cosa, viendo que los tornillos estuvieran bien apretados, en lugar de estar en cualquier oficina, pero a ver, yo no quise. Supongo que prefería andar." Y anduvo. Moverse y no parar.

La que fue su casa está en una estación con poco tránsito, como casi todas las de Extremadura, al sur, y supongo que alguna vez habrá sido una estación importante entre Sevilla y Mérida, pero ahora ya no, ahora ya sólo dos o tres trenes al día que se llevan más viajeros de los que traen. Atravesando las vías, desde la estación, se llega a esa casa, blanca, humilde, destartalada a trozos, incómoda para alguien mayor y para alguien joven, sobre todo en verano. Un huerto le da vida y color cuando florece y los perros ladran constantemente en cuanto oyen a alguien acercarse. Ahora son esos canes los únicos habitantes permanentes del lugar junto con las gallinas. Allí llegábamos por la mañana en el tren que iba camino de Sevilla, pasábamos el día en la casa, veíamos pasar quizá algún tren con mercancía ("Ése lleva trigo", "ése viene vacío, va a cargar", ése es nuevo, no sabemos qué llevará", "ésos son de maniobras, no sé qué estarán haciendo por ahí"), y al caer la tarde, poco después de la siesta, sin habernos separado casi de la casa ni de la infancia, regrasábamos en el tren que por la mañana nos había dejado en ese lugar que era también hogar y que era la patria de la libertad y del recreo, de la familia, y que para otros muchos era, simplemente, el lugar en el que empezaba o terminaba el viaje, inicio o final. Para nosotros, para mí, sin embargo, los trenes, el viaje, el lugar donde nadie paraba, era el lugar en el que estar, la línea temporal de ese viaje, que empezaba donde terminaba y viceversa. No había que llegar allí para irse, había que llegar allí para estar y ser.