domingo, 31 de agosto de 2014

Julio III: Soria, día 2

No madrugamos excesivamente el martes, pero pudimos aprovechar el día lo suficiente como para hacerle al coche un buen montón de kilómetros. Salimos de San Esteban dirección Soria, atravesando la mencionada autovía del Duero. Poco después de pasar la subida de El Temeroso y comprobar que el camión seguía tirado -lo estaría también a la vuelta, se ve que era más difícil de levantar de lo que yo suponía-, cogimos un desvío a la izquierda que nos acabaría dando acceso a Calatañazor. 

Es un pueblecino bastante pequeño, de piedra, en el que, para mi sorpresa, había, creo recordar, cuatro tiendas de souvenirs y algún que otro turista. En una de las plazas, a la derecha de la calle principal entrando por la carretera, el busto de Almanzor, situado en el centro, justo delante de un vago jardín, observa acechante, serio, a los visitantes; es dueño y señor indiscutible de la historia de Calatañazor, aun cuando, según algunas versiones, es posible que ni siquiera perdiera allí la tan sonada batalla. Para llegar a esta plaza tuvimos que retroceder un poco, pues la habíamos pasado con el coche, que dejamos en otra plaza más grande y con aparcamientos. Junto a esta segunda plaza se encontraba el castillo, seguramente del siglo XIV, o más bien sus ruinas, desde el que se podía observar una extensa llanura en casi todas las direcciones: un campo más amarillo que verde e infinito sólo interrumpido por alguna carretera y un santuario, ermita, imagino, cercano al pueblo. Al sur del castillo quedan las casas del pueblo y, un poco más allá, una sierra cargada de árboles que no distingo. Compré en Calatañazor el obligado dedal para mi madre, los colecciona y es lo único que compro cuando voy a algún sitio. En general me parecen absurdos los souvenirs, no le encuentro sentido al hecho de llevarle algo a alguien de un sitio en el que no ha estado y que lo único que tiene que ver con ese sitio es algo impreso, pero sé que a mi madre le gusta y le doy el capricho. En el dedal se puede ver la figura del caballo de Numancia y el nombre de Soria, con un punto en el centro de la O. No tiene nada especial, además de su historia, claro, pero P. ya nos había insistido de lo peculiar del caballo, de la relación que los sorianos tienen con él, y me pareció bien elegir esa imagen, además de que la considero bonita.

Seguimos la dirección que llevábamos, hacia el norte, nos movíamos hacia la Fuentona, un monumento natural de cuya existencia no había siquiera oído hablar. Dejamos el coche a unos pocos kilómetros del sitio en cuestión, más de los que nos hubieran gustado, porque nos advirtieron de que deberíamos pagar en el aparcamiento y no quisimos arriesgarnos, eran como 4 euros y ya los pagaríamos más adelante en otro lugar. De hecho, primero quisimos acercarnos con el coche y luego retrocedimos y volvimos andando. Pasamos junto a una ermita y seguimos avanzando como cinco kilómetros más y nos adentramos en el recinto, al que le han destinado unos pocos de miles de euros para reformar unos puentes y el camino de piedra. Una vez dentro del recinto, sin vallas, tuvimos que seguir caminando un par de kilómetros más hasta llegar a la Fuentona. Así, si uno no lo sabe, no parece más que un charco gigante con un agua bastante cristalina en algunas zonas, las no cubiertas por nenúfares, principalmente. Pero en su interior esconde metros y metros de galerías subacuáticas y es causante de la muerte de algún que otro submarinista (según cuentan) imprudentes o no, que han querido llegar a lo más profundo y no lo han conseguido. En el programa Al filo de lo imposible han hecho un reportaje sobre este singular espacio (1ª parte y 2ª parte). Nosotros sólo pudimos disfrutar de la imagen que la Fuentona da desde fuera. Sobre ella, sobre los nenúfares y el musgo, ranas, gran cantidad de ellas, en el interior, una cavidad de la que no se ve el fin y que es el principio de la aventura para muchos de los que se adentran en ella, y junto a ella, el nacimiento del río Avión. Se escucha el fluir del agua, las ranas que caen en el agua y las que salen de ella, alguna que otra libélula que merodea sobrevolando la superficie. Eso y el olor a pino es lo que domina los sentidos. Impresiona, de cualquier modo, no saber qué hay ahí debajo, que parezca que no hay nada.

En el camino de vuelta al coche paramos en el bar que hay entre la ermita y la Fuentona: solitario pero en pie. Yo no hacía más que preguntarme cómo sobrevivía ahí, casi sin gente, o qué gente iría allí a comer, a tomar las cañas, a lo que fuera, si no parecía haber muchos turistas allí.

Nuestra siguiente parada era la Playa Pita, en el Embalse de la Cuerda del Pozo, a la que llegamos tras un pequeño despiste con los carteles en Abejar. No teníamos más intenciones que las de descansar un poco y comer, tomar fuerzas para el siguiente paso, más largo, más agradecido y merecido, y, tal vez, darnos un pequeño chapuzón en unas aguas que verdaderamente invitan a ello. Es un sitio acondicionado para el baño, con chiringuitos y ciclopedales de alquiler, una verdadera playa de interior que se encuentra semioculta entre un pequeño bosque de eucaliptos. Digo semioculta porque es imposible ocultar tal masa de agua una vez que se ha llegado al aparcamiento. Llevábamos sólo una toalla que tuvimos que compartir para tumbarnos sobre ella en perpendicular después de comer y descansar. Café necesario en el bar y carretera en dirección norte.

Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por delante de Vinuesa, un pueblo que veríamos a la vuelta, sin parar, por la SO-830 hasta encontrarnos con la entrada al Parque Natural Sierra de Urbión y Laguna Negra. La carretera era bastante estrecha y se bifurcaba en dos poco después de empezar: una para ir, otra para volver. Subía poco a poco pero sin descanso, con algunas curvas bien cerradas. No recuerdo muy bien el camino de ida, pero sí que P. nos contó que tuvieron que dejar el coche mucho antes del aparcamiento la última vez que estuvo allí porque la nieve no les permitía pasar; lo dejaron sobre la cuneta y continuaron andando. Nosotros no teníamos nieve que nos impidiera el paso, seguimos hasta la bajada en la que una caseta de madera y unas guardas poco simpáticas marcan la entrada al aparcamiento vigilado y de pago: cuatro euros que incluían una visita a nosequé que no visitamos. Desde el mismo aparcamiento hasta la Laguna Negra hay autobuses cada cierto tiempo, media hora, indicaban los carteles, si mal no recuerdo, pero nosotros subimos andando, no estábamos ahí para andar todo el día sentados y menos para pagar un precio por algo que podíamos hacer nosotros con mayor provecho. No es corto el camino, tampoco largo, es simplemente una subida por una carretera asfaltada, nada complicada, que se acompaña del fluir del río Duero en sus comienzos, del sonido de las hojas de los árboles, pinos, tal vez, movidas por escaso y suave viento que corría aquella tarde en la zona norte de Soria. Hablábamos, del pasado, de ocasiones anteriores en que mis dos amigos habían estado allí, nunca yo, tal vez de la infancia, evocada por el olor de los bosques, o tal vez de otras cosas más banales, de la ropa, tal vez, del día, o quizá sólo callábamos. Llegamos sin esfuerzos arriba. Ese arriba que no está más que abajo. A la Laguna Negra. Negra, imagino, por el color oscuro de sus aguas, amplia, abarcable su diámetros sin esfuerzos con la vista una vez que se está en ella, pero inimaginable, inconcebible en su interior, pues no da pistas de lo que alberga por debajo de su insaciable superficie. Es un lago glacial. Perenne. Sorprende una vez que, sobre las plataformas de madera que la rodean para hacer más seguro a los visitantes el paseo y a la vez protegerla, uno se acerca a ella: no imagina quien llega sin saberlo que bajo el pico Urbión, al pie de un escalón, acantilado inmenso, se encuentre eso. Yo enmudecí. Me pasa en general, cuando voy por terrenos así, aquéllos que no conozco, que callo, que procuro escuchar, pero aquello era diferente, era un silencio impuesto por la propia laguna, por los árboles encastrados en la sierra que la rodean, y que apenas nos atrevimos a levantar.

Sobrepuestos del primer contacto con la Laguna Negra, nos acercamos a una pequeña cascada saltando entre las piedras y evitando resbalar. La cascada, que caía desde gran altura por entre las rocas, de agua fresca y transparente con la que llenamos las botellas, llevaba incesante su ritmo. No en vano, esa pequeña cascada, iniciada más bastante más arriba, en el Pico Urbión, es parte del río Duero. Parece imposible, viendo ese fluir tan ligero, que sea esa misma agua la que llegue hasta Oporto y dé al mar, la que atraviese media Península en silencio, la misma agua que habíamos visto el día anterior junto la ermita de san Saturio en la capital soriana. Quisimos seguir subiendo, un poco más, nos dijimos, y llegamos con cierto esfuerzo por entre las piedras al siguiente escalón de la sierra. Los llamo escalones porque desconozco qué termino es el conveniente en estos casos, pero ciertamente lo parecen: desde la Laguna Negra hay una pared casi perpendicular que se extiende bien en altura, y una vez llega a su cima, una extensión de tierra y hierba apareció ante nuestros ojos una extensión de tierra verde y clara. La claridad se debía a la luz del sol que abajo dejaba de llegar y arriba no parecía tener prisa por resguardarse de la noche. Anduvimos un buen rato por aquel terreno plácido por el que se veía correr el aún vergonzoso Duero, en busca de la Laguna Helada, otro lago glacial que no llegamos a encontrar. Volvimos, eso sí, pronto, para evitar que la luz del sol nos abandonara del todo en la zona baja, no conviene arriesgar cuando se desconoce el terreno.

Hicimos la vuelta sin problemas, envueltos aún en esa especie de área de silencio y paz que emana de la Laguna Negra, y, a medida que nos alejábamos de ella, nos acercábamos a la normalidad: el coche, la carretera y Vinuesa, de la que vimos poco por las prisas: pasamos con el coche por sus calles de piedra y su aspecto de villa del pasado, huyendo de la noche que caía sin esfuerzo sobre nosotros junto con el cansancio. Quiero mencionar, sobre todo para no olvidar la cara de D., el momento en el que una vaca y un ternero se nos atravesaron en la carretera a pocos metros de Vinuesa, por una carretera que parecía vereda asfaltada.

Volvimos a tener problemas de orientación en Abejar y tuvimos que dar la vuelta en un camino para evitar seguir por la N-234 en dirección Soria y poder coger la SO-910. Ya en la carretera vimos que la noche era inevitable, pero nuestro día estaba ya hecho. Sólo nos quedaba llegar a San Esteban y cenar, para lo que nos esperaban en casa los padres de P., con comida para un par de coches más tan llenos como el nuestro y la que no pudimos más que agradecer.

No estaba, sin embargo, terminada la jornada, aún quedaba fuerza para algo más y decidimos salir a por un par de cervezas a algún bar del pueblo. Aun así, antes de parar en el bar, quisimos subir al castillo de San Esteban. De él no queda más que una pared, diría que el muro oeste, pero arriesgando. Se suponía que estaría iluminado, pero era probablemente demasiado tarde y lo cogimos sin luz, lo que no nos impidió seguir a P. por el camino que llevaba a la cima, hecho a base de pisadas y pisadas, entre hierbajos. Allí, la luz de los pueblos, la oscuridad de lo lejano y el silencio: Soria de noche, tan tranquila como de día, hermosa y escondida.











viernes, 29 de agosto de 2014

Bremen: Primeras impresiones

Irse a alguna parte implica, irremediablemente, abandonar otra, dejar cosas atrás que muchas veces no querrías abandonar. Algunas no las abandonas para siempre, es verdad, vuelves a ellas, otras las dejas y no sabes si las volverás a tener cerca y te da igual, te importan tan poco como las que sabes con certeza que desaparecerán sin dejar rastro. Las peores son las que abandonas sabiendo que existe la posibilidad de que el tiempo las borre de ahí, de que ya no estén cuando vuelvas, y sin embargo no quieres que se vayan nunca. Es extraño despedirse de lo que quieres volver a ver y es posible que nunca veas, no por capricho, no, por necesidad. 

Mientras el tiempo pasa allí, donde todas esas cosas se quedaron, yo procuro crearme una vida nueva, adaptada a lo que empieza, sin pensar demasiado en ello; no hay manera de cambiarlo, entonces, ¿para qué insistir? Procuro empezar en una ciudad completamente nueva, que conocía sólo de nombre y no de pasos. Me sorprende, para empezar, algo que poco tiene que ver con la ciudad, pero que la hace acogedora, el clima, es extraño que en los días que llevo aquí aún no haya caído ni una gota. Y sigue brillando el sol por las mañanas. Me despierta una tras otra, pues la falta de persianas y de cortinas hace que entre resplandeciente una mañana tras otra, que caliente la cama en la que duermo y, según la hora y mi posición sobre esa cama, me dé violentamente en la cara. He decidido dormir con antifaz, pero no hace nada, el sol no me da en los ojos, pero sí el calor, que me despierta una mañana tras otra. Cuando empiece a trabajar, supongo, lo agradeceré, servirá de ayuda a mis lentos despertares, espero. Aunque pronto dejará de salir, al menos tan fuerte y tan claro. 

La ciudad, por su parte, es una más de Alemania, con su sistema de transportes típicos (excesivamente caro, para mi gusto, pero alguien tiene que pagar lo que no pagan los estudiantes, supongo), sus estaciones y sus tranvías, sus locos por las calles, sus bicicletas... Una más entre tantas, supongo. No está demasiado poblada -unos 500.000 habitantes-, pero es extensa. No suele haber edificios de casas superiores a cuatro plantas, o, al menos, yo no los he visto, y es increíblemente verde. Más verde que ninguna otra ciudad que haya visto en la vida. Hay árboles y pequeños parques cada pocos metros, diría que en cada calle, pero de momento sólo conozco el centro. Vivo en una avenida bastante grande, la Kurfürstenallee, que se encuentra a unos diez minutos en tranvía o bus de la estación central, a la que tendré que ir a diario para coger el tren que me lleve al centro donde trabajaré. Extrañamente, entre esta calle y la perpendicular, la Kirchbachstraße, hay alrededor de siete restaurantes y tres bares, además de dos gasolineras, un supermercado y una especie de cine-bar. Hay también una librería, dos tiendas de bicicletas, una carnicería ecológica y dos oficinas bancarias. En estas dos calles hay ya más de lo que había en todo la Altstadt de Bonn. Es mucho menos bonita esta zona, por supuesto, pero la ciudad en general es encantadora. Hay cientos de casas grandes, reconvertidas en consultas de médicos, un par de institutos inmensos, que más bien podrían servir de internados o de hospitales, y casas, simplemente casas, con el "título" de Villa.

Tiene Bremen, al contrario que la mayoría de las ciudades alemanas de gran tamaño, un centro bastante bien conservado, con una catedral que guarda en el interior unas impresionantes columnas de color y unas bóvedas maravillosamente decoradas con lo que supongo que son frescos. Muy cerca de la catedral, junto al ayuntamiento pero no en la puerta principal, se encuentra la famosa estatua de los músicos de Bremen -Die Bremer Stadtmusikanten-, un gallo sobre un gato sobre un perro sobre un asno y que parecía ser lo más preciado para los turistas, que se turnaban para hacerse fotos con ella. 

El río, el Weser, gracias al que la ciudad se procuró el título de Hanseática, sólo lo he visto aún de pasada, pero procuraré verlo pronto, mucho más de cerca pasear pronto por algunos de los múltiples parques que tiene la ciudad, aprovechar el tiempo que esté aquí, el que sea, al menos estos dos meses. 

martes, 5 de agosto de 2014

Julio II: Soria, día 1

El tren tarda bastante poco desde Vitoria hasta Palencia. Dos horas aproximadamente. Es un viaje que se hace bien, aunque ya sabemos que lo de bien o mal en un transporte público depende de la persona que esté sentada a tu lado o incluso del grupo de personas que se encuentren en el mismo vagón que tú. Aun así, no fue mal la cosa. Leí poco y escribí menos, pero al menos descansé, que buena falta me hacía, porque presentarme en Vitoria habiendo dormido poco más de cuatro horas y patearla durante cinco no ha sido una idea sensacional, hay que reconocerlo.

En Palencia me esperaba D. en la estación, y, tras las cañas de bienvenida o de rigor, según se quiera, la cena en el Marrano y la final del partido del Mundial de Fútbol, la cama nos esperaba para descansar lo mejor posible, que el viaje hasta San Esteban de Gormaz no será largo, pero tampoco un camino de rosas.

Salimos hacia San Esteban relativamente temprano, para aprovechar bien el par y medio de días que teníamos para ver la provincia y por si las moscas. Y, efectivamente, nos perdimos un poco con los carteles en Aranda de Duero. La señalización no era maravillosa y a nosotros nos costó encontrar qué carretera -nacional, por supuesto, que es lo que hay en Soria- teníamos que coger. Tomamos la N-122 dirección Madrid para desviarnos rápidamente en dirección Soria. Eso nos despistó bastante a D. y a mí. La carretera no era mala, simplemente nacional y cargada de camiones. A D. le hacían falta algunas horas de práctica con el coche, pero poco a poco fue cogiendo confianza, se le veía más suelto, dejaba de plantearse cuánto tiempo tardaría en adalantar a un camión, si pisaría la continua o no. En la radio sonaban Fito y Fitipaldis, los Mojinos, John Fogerty, Sabina, Springsteen, Rafa Pons... La mayoría de las canciones que conocía me evocaban algún tipo de recuerdo que, a veces, prefería no recordar, pero las cantamos, sobre todo porque el viaje prometía ser diferente, divertido. Quién iba a decirme que acabaría en San Esteban con D. y con P. porque sí, al terminar mis años en Salamanca, en lugar de en otra parte y, sobre todo, con otra gente. Nadie, eso es seguro.

Con una canción D. me envidia, me dice, por seguir descubriendo canciones de Sabina, a estas alturas de la vida. Dos, además. Yo me río. No sé qué decirle, sólo pienso en las letras, en los labios urgentes, en dormir en estaciones, en las entradas de amor del blog. Y finjo, de vez en cuando, las sonrisas, sólo de vez en cuando: ir en coche, observar los paisajes de Soria, desconocidos, me pone de buen humor, saber que llegaremos, después de tanto tiempo, me alegra.

Una vez en San Esteban, y ya cuando conseguimos enterarnos de la calle en la que estábamos, P. salió a recogernos y nos llevó a conocer el pueblo. Es curioso cómo, en un pueblo tan pequeño puede haber tantas iglesias, obras, importantes. Nos acercamos al Rivero (la iglesa de Santa María del Rivero), cerrada a cal y canto, pero al menos pudimos ver su galería porticada, de principios del siglo XI, y a la iglesa de San Miguel, construida hacia 1111, y que tiene gran importancia para el arte románico en general, pues fue la primera iglesia a la que se le construyó una galería porticada, posiblemente para unificar, como en la concepción islámica, los poderes temporal y religioso. Estas dos iglesias, ambas con sus galerías porticadas, darían buena muestra de la importancia de la religión musulmana en la ciudad. Quién sabe, eso es lo que dicen los paneles y los libros. Nosotros sólo vemos el sol y la belleza.

Tras visitar el pueblo, D. volvió a sentarse al volante del Focus y fuimos hasta la capital soriana. Es bien cierto que es pequeña, que tiene poco que ver, pero no deja de ser interesante visitarla. De camino a Soria, por la carretera que debería convertirse en algún momento en la A-11, la Autovía del Duero, y de la que sólo hay unos 7 kilómetros construidos, hay un puerto que se llama El Temeroso. Creo que no es necesario decir más. Justo al llegar fuimos a comer a la plaza de Herradores, en pleno centro de la ciudad, y lo que más me llamó la atención, además de la cerveza (¡Cruzcampo en esas latitudes!), fue que, siendo un bar taurino, decorado por todas partes con imágenes de las fiestas de la ciudad y de astados en todo tipo de situaciones, el hilo musical no dejara de hacer sonar a Quique González, con ese sonido tan americano y tan poco español, a veces.

Pero nuestro fin no era escuchar a Quique, sino pasear por Soria, así que nos acercamos a todas las iglesias y a todas las estatuas que había por allí: Gerardo Diego, Antonio Machado y Leonor, especialmente. Además de la iglesia de Santo Domingo, lo que más nos interesaba era San Juan de Duero, pero era lunes, y ya se sabe que los lunes no se puede visitar nada, ni siquiera las iglesas. Nosotros eso no lo habíamos tenido en cuenta antes de salir, así que nos quedamos con las ganas de ver el claustro del monasterio que levantaran los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y la ermita de San Saturio, noble visigodo de Soria que donó sus bienes a los pobres y se retiró a una cueva a rezar de por vida. Parece ser que .los restos del tal Saturio aparecieron por allí y se edificó una ermita sobre las rocas que impresiona bastante y que tiene un acceso en la misma piedra. 

Aunque a la ermita no pudimos entrar, recorrimos el camino entero hasta ella y, parece ser (digo parece ser porque no lo vimos y nos lo advirtió un cartel a la puerta de la ermita), pasamos por el famoso olmo de Machado y leímos algunos poemas esculpidos en piedra del sevillano y del otro poeta ilustre que vivió en Soria, el santanderino Gerardo Diego. Todo el recorrido transcurre a la orilla del Duero, perenne en la provincia y que nos venía acompañando desde San Esteban. Es cierta la tranquilidad y la paz que transmite el río, o tal vez la propia capital, la provincia. El silencio domina todo. Es, quizá, el propio río, lo más ruidoso que pueda uno encontrarse. Los coches, incluso, parecen no ser tan ruidosos como en el resto del mundo.

Poco más había que ver en Soria ya, así que fuimos de vuelta a nuestro coche y emprendimos de nuevo el viaje hacia San Esteban, pero antes fuimos a visitar el cañón del río Lobos. Para llegar al cañón hay que llegar prácticamente a San Esteben, están muy cerca, y de camino allí vimos tirado, en El Temeroso, un camión. Esto es muy normal aquí, nos dijo P., no sólo aquí, vaya, en toda la provincia. Al llegar al cañón, justo ahí, cambió mi imagen mental de Soria. Por completo. Yo esperaba contrarme los campos de Castilla, el vacío en la tierra, un lugar que pareciera yermo. Y para nada. El cañón del río Lobos es un espacio verde, rocoso y montañoso, con cuevas e incluso una ermita que parece salida de la nada. De San Bartolomé, si no recuerdo mal. Subimos a un pequeño mirador que da vista de las dos partes del cañón, una llena de árboles, en un espacio que parece cerrado, circular casi por completo, y rocoso, y la otra alargada, con el camino y el río Lobos presente en el centro, más accesible, por la que habíamos llegado. La bajada fue relativamente difícil porque quisimos hacerla así, pero conseguimos llegar sanos, sin roturas en extremidades o ropa, aunque cansados y un poco quemados, a casa. Eso sí, antes de pasar por casa y después de hacer un descanso en el mirador de la Galiana, en busca de algún que otro buitre, que no se dejaron ver más que muy de lejos, paramos en un par, ya en Sanes, a tomar las cervezas de rigor, por D., que no bebió en todo el camino.






viernes, 1 de agosto de 2014

Julio I: Vitoria

Suelo hacer amigos con facilidad, eso no puedo negarlo. No sé si porque soy simpático o porque soy un pesado que la gente no es capaz de quitarse de encima. Pero lo cierto es que llegué a Vitoria, donde me estaba esperando Í. con mi encargo: Printze txikia. Manías mías, no puedo, o no suelo, llegar a un lugar que no he visitado nunca y que tiene lengua propia y no comprarlo. Esta vez era domingo, así que, previendo que las librerías podrían estar cerradas, le pedí que me lo comprara para no quedarme sin él. 
A Í. lo conocí hace  dos años largos en Groningen, por esas cosas de la vida de que vas a visitar a una amiga que resulta que tiene un amigo que. Pues de ahí, de la casualidad (y Facebook, que lo hace todo más sencillo), aparece él hoy aquí.

Amabilísimamente y después de dos años sin vernos, me enseñó la ciudad en las cinco horas que teníamos, me contó curiosidades de quien la vive y la conoce, quien sabe, por costumbre o curiosidad, qué sucedió allí y qué es lo que está viendo. Gasteiz, murallas, iglesias, estatuas y sus personajes, barrios, calles, parques... Lo cierto es que no esperaba que Vitoria fuera una ciudad fea, pero me agradó mucho más de lo que esperaba. 

Había, además, una maratón por sus calles y nosotros íbamos entre sorprendidos y asustados: por cualquier sitio donde nos metíamos salían corredores, ya fuera en el centro, por su Plaza Mayor, en la Plaza de la Virgen Blanca, o en barrios residenciales, con casas enormes, palacetes, casi, entre las que me sorprendió un colegio privado gigantesco y salido, por la pinta, de una película de terror a lo Drácula. 

Con una buena hamburguesa tamaño autóctono, chistes y comentarios sobre los vascos y sus deportes, helado y descanso en un parque tan verdísimo como Vitoria, la fugaz visita a la capital alavesa me dejó con ganas de volver por tierras vascas. No puedo, en realidad, decir mucho más de las cinco horas que estuve allí, de hecho, no estaba previsto, si quiera, que escribiera sobre ello, pero fue el inicio de cinco días que merecen contarse, así que, al menos, merece mencionarse. Y es queVitoria sólo era un pequeño paso, parada innecesaria, aunque merecida y recomendable.

Gracias al anfitrión y guía.