sábado, 8 de agosto de 2020

La pandemia, la escala de valores y el campo

Me fascinan los cambios. Los hay constantemente y de todo tipo: cambios de planes, de ropa, de ciudad, de casa, de amistades, de pareja... Los que son visibles, como cambiar los colores de la habitación en la que duermes a diario, son sencillos de aceptar: antes se veía esto, ahora se ve esto otro, ya está. Otros, como los cambios de planes, pueden ser propuestos por uno mismo: no vamos a este restaurante, vamos a este otro; y no se aceptan del todo mal. Algunos son inevitables, como tener un plan de trabajo para toda la tarde y acabar en el hospital por la ingesta de un alambre mientras comes guisantes - tal vez algún día cuente esto por aquí -, y ahí sólo cabe la resignación más absoluta. Los hay difíciles de aceptar, que son los que afectan verdaderamente a los sentimientos: que alguien desaparezca de nuestras vidas, por ejemplo. La muerte es un cambio difícil de asumir, pero es lógica. Sabemos que va a llegar y llega. Aunque no siempre avisa, no oculta sus intenciones. Seguramente la odiamos por ser sincera. 

Los cambios de otras personas nos afectan más que los propios a veces. Alguien pasa de comportarse de una manera a comportarse de otra con nosotros y no lo entendemos. Ni siquiera tiene por qué ser malo, simplemente no lo entendemos, como cuando conoces una carretera a la perfección y, de repente, está cortada por obras y no sabes por dónde sigue el camino. Ni siquiera es que esté mal el nuevo trayecto, es que, en ese momento, te encuentras perdido y tienes que acudir al gps. La tecnología ayuda en esos casos, pero con las personas es bastante más complicado: hay que acudir a la propia persona - si está disponible -, preguntarle y, si quiere contestar, tratar de entender los motivos. Por muy clara que sea la persona en cuestión, aun así, tendremos que hacer un esfuerzo por entenderla. El éxito nunca está asegurado, pero merece la pena. 

A veces, incluso la persona a la que tenemos que acudir a preguntar es uno mismo: ¿por qué antes quería esto y ahora quiero aquello?, ¿por qué antes pensaba esto y ahora esto otro?, ¿por qué antes fui católico y ahora soy apóstata?, ¿por qué siempre dije que nunca pediría un préstamo y ahora tengo este bolígrafo en la mano para fimar uno?... en fin, la lista podría ser infinita. Casi nunca hacemos el esfuerzo de entender al otro, pero tampoco a nosotros mismos. Es bastante triste, pero supongo que la vida te arrastra hacia adelante y no nos cuestionamos muchas cosas. A veces, el momento de preguntarnos algunas de ellas llega demasiado tarde.

Con la pandemia, sin embargo, ha pasado algo curioso: muchos nos estamos preguntando cosas que antes dejábamos para más adelante y eso ha hecho que la escala de valores haya cambiado en bastantes casos. Hemos experimentado muchos cambios profundos - tanto que parecen metamorfósis - en poco tiempo, hemos mantenido mucho contacto con nosotros mismos, sin nadie más. Mucha soledad y, en muchos casos, lo que Arendt llama solitud. No sé si somos muy conscientes de cómo ha cambiado nuestra forma de ver algunas cosas, pero estoy seguro de que no soy el único que sabe qué ha cambiado. 

Yo ya tenía cierta tendencia a las ciudades pequeñas. Pequeñas de verdad. Tal vez incluso a los pueblos. Ahora paseo por Zafra y siento que la libertad no era eso que creíamos. Ahora veo a las ovejas, las vacas y las cabras que pastan cerca de casa y me paro a mirarlas. Me paro de verdad. Antes, simplemente, estaban ahí, eran algo habitual. Pero cuando no puedes salir de casa, cuando los supermercados se quedan sin alimentos, cuando la vida en las ciudades depende, absoluta y necesariamente del campo, de los pueblos en los que se recolecta y se cuida al ganado, la perspectiva cambia. La mía, al menos, ha cambiado. Mi tendencia ahora a las ciudades pequeñas y a los pueblos es aún mayor. No necesito y no quiero las aglomeraciones, la falta de paisaje no urbano...

Hemos visto que los peligros de la pandemia se sufren menos en los pueblos, hemos visto que se puede trabajar desde casa, hemos visto cómo las economías "atrasadas", las que se basan en la agricultura y la ganadería especialmente, han sufrido una menor bajada del PIB: Extremadura, de hecho, con una economía eminentemente agraria, ha perdido menos que nadie, "sólo" un 12,5%, mientras que Cataluña, por ejemplo, ha perdido un 22% y Baleares más de un 26%. Al final, lo importante es lo importante, siempre lo ha sido. Y ésa es un poco la cuestión ahora más que nunca: ¿qué es lo importante? 

No se trata de hacer apología del Walden de Thoreu, ni de vivir como los de Oirzena en la novela de Ramiro Pinilla, sólo de pensar en otras formas de entender lo que ha pasado, de valorar la posibilidad de cambiar algunas cosas de la vida. Pienso, por ejemplo, en el monstruo comepapeles en que se ha convertido la Universidad y cuánto merece la pena seguir alimentándolo, a cambio de qué. Para leer y escribir no hace falta pegarse con la burocracia, ni pagar cientos - si no miles de euros - para que alguien te edite un artículo o un libro que, efectivamente, casi nadie va a leer. Cómo de importante es escribir y publicar algo que nadie va a leer sólo para poder poner una línea más en el curriculum. Al final es todo cuestión de prestigio, supongo. ¿Pero quién quiere prestigio en un mundo postpandémico?

Antes la pregunta era ¿qué quieres ser? Ahora, la pregunta que no deja de rondarme la cabeza es: cuando llegue la próxima pandemia, ¿en qué condiciones y dónde querrás que te pille y, sobre todo, con quién querrás compartir pizza los domingos en la cena?

viernes, 7 de agosto de 2020

El Castellar de fondo

No hay nada que una tanto a un lugar como el paisaje. Sin el paisaje no somos nada, no tenemos nada. La ciudades son la gente que las habita, sí, pero con el paisaje que las acompaña. Cada vez que volvemos a un lugar, lo primero que vemos es la silueta de la geografía que la acompaña. Lo recuerdo de mis viajes a Salamanca en el interminable ALSA. Daba igual lo cerca que estuviera, si no veía la catedral a lo lejos, aún sentía que no estaba llegando. A veces, cuando por lo que fuera, el autobús no entraba en la ciudad por el norte, por la zona más cercana a la estación de autobuses, sino que lo hacía por el polígono Motalvo, al sur, sentía algo parecido a la frustración que se tiene cuando tu equipo falla un penalti: sabes que está ahí, pero no llega. 

En Zafra eso no pasa. El paisaje que anuncia la ciudad es la sierra del Castellar. El diccionario dice que castellar, en su segunda acepción - en desuso -, es un campo donde hay o hubo un castillo. Hoy ya no hay castillo que defienda la ciudad desde lo alto. El actual, de hecho, está en mitad del pueblo, en la zona llana, como si nunca hubiera habido nada de lo que defenderse. 

Hace varios lustros que no subo a la cima del Castellar. Apenas sé por dónde se sube. A veces me lo he propuesto y M. tenía - y tiene - la obsesión de subir a él en algún momento. A mí siempre me ha gustado verlo, más que pensar en subirlo. Las vistas son magníficas desde arriba, sí, pero la sensación de tenerlo como punto de referencia del hogar me fascina casi más. Desde los pueblos de alrededor apenas puedo distinguir nada, todas las sierras me parecen similares, pero el Castellar, no tan alto, solitario en mitad de la llanura, me sorprende siempre y no puedo evitar cierta sonrisa.

Es al avanzar hacia el norte desde Sevilla, tras abandonar la autovía para tomar la nacional Badajoz - Granada en dirección Zafra,  y al poco de recorrer varios kilómetros de esa carretera, cuando, sobre todo, el Castellar se muestra como fondo espléndido de la ciudad y del tiempo. Se sitúa justamente al oeste, por lo que al atardecer el sol empieza escondiéndose detrás de sus rocas. Zafra pierde la luz un poco antes que los demás pueblos de la zona, pero, a cambio, se dibuja la silueta del Castellar, enegrecida por los colores imposibles de los atardeceres del verano. Es entonces cuando empieza el ajetreo en la calurosísima jornada estival, con el sol escondiéndose tras el telón: se acaba el espectáculo, comienza la vida.

lunes, 3 de agosto de 2020

Echo de menos el otoño

Soy prácticamente alérgico al verano. Me cuesta salir a la calle, concentrarme, pensar, escribir y leer. Sólo puedo hacer esas cosas de noche, cuando el sol empieza a desaparecer y se levanta un poco de aire que permite estar en el balcón. Soy del sur, pero nos compenetramos mal el verano y yo.

El verano pasado fui a desnudarme a la playa y fui a buscar el invierno en Chile. Quise y pude huir del calor. Este he decidido pasarlo sin salir de Extremadura y paso las horas frente al ventilador, tratando de trabajar y adelantar todo lo que llevo atrasado. No está surtiendo efecto, realmente. Por las tardes, echado en la cama, busco imágenes de otros tiempos, de otras estaciones, de cuando los abrigos se hacían necesarios y al calor de la casa se podía leer sin levantar varias veces el culo de la silla, sin sudar, sin estar constantemente sediento.

Es agosto y yo me siento incapaz de trabajar. Es agosto y salgo a las calles de este o cualquier pueblo, con las casas encaladas y las paredes gruesas como árboles centenarios. Y pienso en quienes vivían en ellas hace algunos años, en quienes tenían que salir de sol a sol a trabajar. Y voy por la carretera y me fijo en los pastores que cuidan los rebaños y los guían a través de doradísimos campos de cereal. Extremeños de centeno. Y pienso en la sed y en el sudor. Y a veces pienso en lo poco digno que soy, débil frente al calor, de poder decir que soy de esta tierra, sacada adelante con el sufrimiento, regada con la sangre y el sudor de cientos de campesinos. Extremeño, del sur y del otoño. Quizá eso pudiera definirme de algún extraño modo.

Hoy quisiera estar rodeado de hojas doradas, como los campos de la tierra en la que se asentó mi familia, cuando fuera que lo hiciera.