lunes, 3 de agosto de 2020

Echo de menos el otoño

Soy prácticamente alérgico al verano. Me cuesta salir a la calle, concentrarme, pensar, escribir y leer. Sólo puedo hacer esas cosas de noche, cuando el sol empieza a desaparecer y se levanta un poco de aire que permite estar en el balcón. Soy del sur, pero nos compenetramos mal el verano y yo.

El verano pasado fui a desnudarme a la playa y fui a buscar el invierno en Chile. Quise y pude huir del calor. Este he decidido pasarlo sin salir de Extremadura y paso las horas frente al ventilador, tratando de trabajar y adelantar todo lo que llevo atrasado. No está surtiendo efecto, realmente. Por las tardes, echado en la cama, busco imágenes de otros tiempos, de otras estaciones, de cuando los abrigos se hacían necesarios y al calor de la casa se podía leer sin levantar varias veces el culo de la silla, sin sudar, sin estar constantemente sediento.

Es agosto y yo me siento incapaz de trabajar. Es agosto y salgo a las calles de este o cualquier pueblo, con las casas encaladas y las paredes gruesas como árboles centenarios. Y pienso en quienes vivían en ellas hace algunos años, en quienes tenían que salir de sol a sol a trabajar. Y voy por la carretera y me fijo en los pastores que cuidan los rebaños y los guían a través de doradísimos campos de cereal. Extremeños de centeno. Y pienso en la sed y en el sudor. Y a veces pienso en lo poco digno que soy, débil frente al calor, de poder decir que soy de esta tierra, sacada adelante con el sufrimiento, regada con la sangre y el sudor de cientos de campesinos. Extremeño, del sur y del otoño. Quizá eso pudiera definirme de algún extraño modo.

Hoy quisiera estar rodeado de hojas doradas, como los campos de la tierra en la que se asentó mi familia, cuando fuera que lo hiciera.

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