viernes, 24 de abril de 2020

Cuarentena XIV: algunas librerías de mi vida

Las librerías son esos espacios mágicos en los que uno encuentra miles de mundos por descubrir. Soy lector y soy consumidor de libros. Lo primero, por pasión, lo segundo, por convicción, y viceversa. En cada ciudad en la que habito me busco una librería en la que desembolsar cantidades de dinero que no tengo para comprar libros que, en muchos casos, aún esperan desde hace años a ser leídos. 

Compro libros porque me gustan, sí, porque, como diría Krahe, me tranquilizan, pero no sólo. La intención es leerlos, lógicamente, pero también compro libros como acto político. Procuro no comprar en grandes librerías, sino más bien en librerías pequeñas e independientes en las que uno se siente realmente en casa. 

Durante unos años, especialmente en Salamanca, esa ciudad repleta (al menos entonces) de librerías, me era prácticamente imposible entrar en una sin acabar llevándome algún libro. Los había estudiado casi todos, estaban ahí, presentes, sin necesidad de pedirlos, no es que los quisiera leer, era que me llamaban, me estaban esperando. Recuerdo, por ejemplo, la trilogía de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, que adquirí en una librería que pronto desapareció de la Rúa Mayor. La leí con ansia. Sin embargo, la librería que más ocupó mi interés los primeros años fue la que está en la esquina de la misma Plaza de Anaya, la librería Nueva Plaza. Bajaba esas escaleras y sabía que no volvería a subirlas sin algún libro recomendado en alguna de las asignaturas de la carrera. Ahí dejé varios cientos de euros en libros. No sé por qué, recuerdo especialmente que ahí compré Historia de la crítica literaria, de David Viñas Piquer. Supongo que los casi 50 euros que me costó el ejemplar aún resuenan en mi consciencia. Menos mal que luego le di bastante uso. 

Había otras tres librerías en Salamanca que merecían mi atención. La Cervantes, inmensa y majestuosa, dividida en sus dos edificios mágicos, repletos de todo tipo de libros y capaces de albergar prácticamente cualquier cosa que se le pidiera. Pronto, sin embargo, dejé de acudir a ella, pues la atracción que sentía por el espacio era inversamente proporcional a lo bienvenido que me sentía. Supongo que es eso que aún sigo llamando, no sin cierta ironía, simpatía charra. Demasiado agradables tampoco me parecían en la Librería Víctor Jara y, sin embargo, ahí me sentía más en casa. Acudía allí a buscar esa poesía que tanto quería aprender a leer y que empecé a acumular y a leer, pero que no conseguí terminar de interiorizar en mi vida. Recuerdo entrar y dirigirme constantemente al fondo, a la esquina izquierda,y allí me quedaba enredando entre libros hasta que el calor bajo el abrigo y la mochila empezaba a solicitar la partida. Soltaba alguno de los libros que tenía en la mano y me quedaba sólo con uno o dos. El presupuesto no daba para más. Ahora sé que esa librería sigue abierta, pero ya no en la Calle Meléndez, sino en Juan del Rey. La última, cerrada ya también, era la librería Hydria, en la Plaza de la Fuente. No sé cómo ni por qué, llegué un día allí. Entré y me enamoré. Desde entonces, procuraba comprar allí todos los libros que adquirí en Salamanca. Pero se ve que mi desembolso no llegó a ser suficiente. Ahí asistí a la presentación de Baile de máscaras, de mi paisano José Manuel Díez. Nunca había podido escucharlo en Zafra y ése fue el momento. Sé que algunos de los que trabajaban en esa librería luego montaron Letras corsarias, en la céntrica Plaza San Boal, pero ahí sólo he podido estar un par de veces, ya después de mi etapa salmantina.
Imagino que fue, pues, en Salamanca, donde descubrí la magia de las librerías, donde encontré la pasión real por esos espacios que eran, realmente, fabulosos y en peligro de extinción. Cuando voy de viaje a donde sea, no me vuelvo sin haber pisado una librería, por desconocido que me sea el idioma. He de reconocer que las librerías alemanas me tientan más que ninguna. Recuerdo ahora una de Freiburg en la que estaba prohibido realizar fotografías. Entrar en ella era como trasladarse en el tiempo a los años 60, con esos muebles de madera oscura y esa iluminación sobria y elegante. No puedo evitarlo, pero me gustan las librerías ordenadas, ésas en las que todo está en un lugar concreto y especialmente pensado. 

Sin embargo, están por otro lado las librerías de viejo, ésas en las que los libros se almacenan en cajas, en las que las páginas cuentan más por los dedos que las han tocado que por las palabras que están escritas en ellas. Ahí la cosa cambia. Esas librerías tienen un olor especial. No sólo en Berlín o en Heidelberg, de esas librerías hay por toda Alemania. En Bonn había, incluso, una que llevaba el llamativo nombre de La Librería, y era eso, una librería en español, todo de segunda mano y, además, estaba peligrosamente cerca de casa, a unos tres minutos andando. También había algunas librerías de viejo en Salamanca y las echo de menos en Sevilla. Se pueden encontrar algunos libros viejos en quioscos, pero no es lo mismo, el espacio no tiene el aura sagrado que traen consigo las estanterías plagadas de páginas amarillentas. Seguiré buscando. 

Aun así, ahora que vivo en Sevilla, no dejo de comprar libros en Zafra, sobre todo aquellos que pueden esperar. La Industrial se ha convertido en parada obligada cada vez que voy de casa de mis padres al centro, la bondad y las ganas de los libreros hacen de esa parada siempre una buena inversión. En Sevilla, sin embargo, aunque soy socio reciente de Caótica, aún me debato entre qué librería elegir a la hora de comprar, porque todavía no me siento lo suficientemente en casa. Supongo que va con la ciudad. 

Acaba de pasar el día del libro y estamos encerrados en casa, así que no hemos podido acercarnos a ninguno de esos espacios mágicos y pienso que no puedo imaginarme ninguna de las ciudades en las que he vivido sin ellos, sin las librerías, sin sus escaparates y sus libreros, normalmente dispuestos y entrañables. No son esas librerías sino una parte de la vida. 

Tal vez sea demasiado pretencioso, pero sospecho que uno no puede sentirse habitante de un lugar hasta que no encuentra una librería en la que sentirse en casa.  

martes, 21 de abril de 2020

Cuarentena XIII: dos citas, Sarejevo y muchas anécdotas

Hace unos días leí en Manual de exilio, de Velibor Čolić, una frase que me persigue desde entonces: Yo no soy un hombre, soy una anécdota. Y supongo que, de un modo u otro, todos estamos hechos de anécdotas. Tal vez lo de Čolić sea una exageración, eso de ser una sola anécdota, pero imagino que no somos, realmente, más que una serie de incontables anécdotas, unas más inasumibles que otras. 

En estos días podría ser una anécdota salir a aplaudir todos los días a las ocho de la noche. O convertirse en un mensaje alto y claro. ¿Qué diferencia una anécdota de algo que pasa a ser realmente válido para conformar la vida? Somos anécdotas a las que les acabamos dando valor, al fin y al cabo, ¿no? Como anécdota podría quedar mi viaje a Sarajevo del año pasado si no fuera por todo lo que me acabó significando, si no fuera por la de imágenes que aún tengo y que no paran de venirme a la cabeza. En la misma ciudad podríamos contar como anécdota las veces que Vedran Smajilović, conocido como el violonchelista de Sarajevo, tocó una y otra vez el Adagio de Albinoni en las ruinas de la Vijećnica, la antigua Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina, rodeado de escombros, testigos de un brutal memoricidio. Tal vez esa anécdota sea, con la repetición y el valor que conlleva el hecho, más bien una forma de entender el mundo. Si no existiera el recuerdo, la memoria, ni siquiera las vidas serían anécdotas, dejarían de existir. 

Estos días no perdemos la memoria, no perdemos la cultura que nos rodea ni los restos de historia, al menos no de momento, pero volvemos a salvarnos y a refugiarnos en el arte, como tantas otras veces se ha hecho en la historia. ¿Qué haríamos sin poesía estos días, o sin historias que contar, sin películas, sin música? ¿Dónde quedaría la humanidad sin todo eso? Y no me refiero a la humanidad en términos de la naturaleza humana y el cojunto de todos los humanos, no. Me refiero a la humanidad en cuanto a la sensibilidad y a la fragilidad humana. ¿Qué tendríamos de esa humanidad sin el arte y sus diversísimas expresiones? 

Salvando las distancias insalvables, no estamos en guerra, por mucho que el discurso de los políticos sea de una batalla a vida o muerte. No está en juego ganar terreno al virus, no, está en juego salvarnos a nosotros. No luchamos contra un enemigo, luchamos contra la naturaleza, como ella lucha contra nosotros constantemente. A veces el ser humano cree estar por encima de ella, pero luego vuelve y demuestra que un virus que no es tan mortífero como el propio ser humano, ya nos acobarda, ya nos obliga a repensarnos, a reestructurarnos. ¡Qué predecibles a veces los humanos! 

No estamos en una guerra, digo, y, sin embargo, volvemos a entregarnos a las artes para sobrevivir. Ayer leí otra frase, esta vez de Nihad Kresevljaković, que también me ronda: "Durante la guerra nos dimos cuenta de que la cultura era una necesidad igual que la comida". Kresevljaković es director de un festival de teatro y fue uno de los artífices de que se siguieran representando obras teatrales en un Sarajevo asediado durante más de mil días. Tal vez podría haberse quedado en anécodta lo del teatro, pero los sarajevitas se vestían con sus mejores galas para asistir a las representaciones, tal vez para hacerse creer a sí mismos que no pasaba nada, o tal vez para demostrarse el valor de las historias que iban a ver en escena, el valor de esas anécdotas convertidas en alguna forma de cultura. Lo cierto es que el teatro les hacía recordar, a pesar de estar bajo las bombas, que la vida merecía la pena, iban allí a conmoverse teniendo centenares de muertos en las calles. Imagino las representaciones, de todo tipo, dramas, comedias, lo que fuera. La vida seguía estando en las palabras, en los escenarios, en los acordes. Mientras tuvieran eso, mientras tuvieran cultura y tuvieran arte, no se les podía arrebatar la humanidad. Comer era imprescindible, viene a decirnos Kreseljaković, pero también lo era mantenerse humanos.

En definitva, todos somos anécdotas, sí, y estamos hechos de ellas, esto que vivimos ahora, encerrados en casa, también lo es o lo será, sólo hace falta saber qué valor le daremos cuando termine y lo contemos, y qué valor  le daremos al hecho de que la cultura nos haya sacado de aquí. Tal vez sea que, simplemente, la cultura eleva las anécdotas a otro nivel, aunque, al fin y al cabo, qué más da, si todos seguiremos contándolas porque cualquier anécdota importa y porque son, irremediablemente, lo que nos da la vida

lunes, 20 de abril de 2020

Coronavirus XII: la calle y los vecinos

Desde hace unos días soy el único habitante de esta casa. Es extraño estar en un piso tan grande y tan vacío en el centro de Sevilla. Ni siquiera tengo la sensación de estar en Sevilla estos días, con este silencio y esta lluvia. A lo largo de la mañana y, sobre todo, de la tarde, me siento junto al balconcino que hay en el salón y saco los pies descalzos al sol. Me siento ahí a leer y a dejar pasar el tiempo. El confinamiento me está sirviendo, supongo, sobre todo para ordenar mi vida conmigo mismo. Si soy sincero, mi día a día no ha cambiado sustancialmente. Es verdad que echo de menos pasear, pero igualmente me paso las horas delante de los libros y del ordenador, auque antes lo hacía en el despacho. 

Cuando dan las ocho y escucho que los vecinos se asoman a aplaudir, lo único que tengo que hacer es levantar el culo del sillón y ya estoy ahí con los pocos vecinos que somos en esta calle estrecha. Realmente no he entablado conversaciones extensas con ninguno de ellos, solamente hablo más de vez en cuando con los vecinos de al lado que, a su vez, son los de la puerta de enfrente. Son dos señores mayores que suben de vez en cuando a caminar a la azotea, porque el médico les ha dicho que tienen que andar y, claro, ahora mismo está difícil. V., profesor jubilado de lengua y literatura, y M., que no sé a qué se dedicó pero que, como yo, prefería trabajar y estudiar de noche. Ella dice que sale una vez a la semana a comprar y que si se le olvida algo, va el marido otro día. Yo me he ofrecido para ir por ellos a la compra si fuera necesario, pero parece que tienen más ganas de salir que miedo a lo que les pudiera pasar. Hoy hablaban con la vecina de enfrente, que tiene una hija en Filipinas y que tendría que haber llegado el día 1, pero que de momento allí está, sin poder salir de la casa ni nada, también confinados. Me ha sorprendido, ciertamente, que se conocieran. Es decir, no parecía que se hubieran conocido estos días, sino, más bien, que ya tenían cierta relación. 

El edificio en el que vivo está prácticamente entero habitado, al menos eso parece. Son seis pisos y no alcanzo a ver a los del tercero, pero a veces se les escucha decir algo. De cualquier modo, al menos cuatro de los seis pisos están llenos. Enfrente hay dos edificios, uno bastante feo, a la derecha, con unas rejas horribles en todas las ventanas, y en el que todos los pisos parecen estar habitados. Desde fuera, sinceramente, no son nada agradable ese edificio, pero cuando se encienden las luces y las cortinas dejan ver lo que hay dentro, se divisan amplias habitaciones en las que uno podría imaginarse quedarse a vivir por mucho tiempo. En una de ellas se ve un señor ancho y cómodo en un sillón, reclinado casi siempre, que no para de leer libros gordísimos con una luz que parece muy agradable, y mi debilidad por las luces de las casas no me deja quitarle ojo. Al ver este edifico me pregunto eso de si es mejor tener vistas a un edificio bonito o vivir en uno. 

El otro edificio, el que está a la izquierda desde el balcón, es mucho más bonito. Tiene un extraño color amarillo y unas ventanas enormes. En la planta baja hay una copistería y un bar que se trasapasaba hasta hace un par de meses. Imagino que el bar volverá a traspasarse cuando esto termine. La puerta del edificio es alta y de madera robusta y, justo enfrente, tiene la entrada de otro edificio que también parece lujoso, con una entrada y un patio amplios. El edificio amarillo no sé cuántos vecinos tienen ni cómo es. Imagino que tiene también un patio interno o algo así, porque hay más timpres que pisos se ven desde mi casa. Los dos pisos que se dejan ver son eso, dos pisos. Es decir, cada planta, con sus cinco grandes ventanas y balconcillos, es una misma casa. En la primera planta estuvo un tiempo de esta cuarentena una familia. Creo que les pilló aquí, porque las ventanas suelen estar cerradas y luego han desaparecido. En la planta alta, un señor muy majo sale solitario todos los días a aplaudir. Hace un par de días lo escuché hablar con unas vecinas sobre la situación de la sanidad aquí y lo que opinaban en Alemania al respecto. Al parecer, su mujer es periodista y tienen contactos con corresponsales de periódicos alemanes en España. Puse el oído un poco, sí, para qué nos vamos a engañar. 

Esto es más o menos todo lo que se ve desde casa. El resto de la calle permanece en silencio, prácticamente. Algún vecino más se ve en un edificio blanco un poco más adelante y poco más. Hay decenas de ventanas que permanecen cerradas desde que comenzó este confinamiento, así que imagino que son casas que han estado viviendo del alquiler temporal, con inquilinos y no habitantes, así que imagino que son de esos pisos que no hacen barrio, incluso menos que los que vivimos en estos sitios por temporadas más o menos largas, pero finitas, siempre finitas. Hasta estos días, realmente, no le había cogido yo demasiado cariño a la calle, pero ahora, con tanto tiempo en casa, empiezo a tener la sensación de que la echaré pronto de menos. 

lunes, 13 de abril de 2020

Cuarentena XI: la Semana Santa y los recuerdos

En ningún caso podría haberme imaginado pasar una Semana Santa en Sevilla, y menos en estas condiciones. No es sólo que yo no haya salido, sino que el silencio era la norma general. Algunos ratos se han oído marchas de procesión y, no sé si es cosa mía, he escuchado con más frecuencia que antes las campanas de todas las iglesias. De hecho, antes no era consciente de que por las noches se escucharan con tanta claridad las horas exactas con ese sonido metálico que recuerda a épocas en las que el mundo y el tiempo se medían más bien por el sol y las comidas. 

Ha sido Semana Santa y ni siquiera lo hemos visto. Yo tengo algunos recuerdos de mi infancia en la Semana Santa, algunos de esa época en la que aún era creyente, en los que aún confiaba en algún dios bondadoso y misericordioso, pero supongo que de algún modo también vengativo, si no, ¿por qué nos vigilaba y nos pedía hacer esto o lo otro según lo que él quería y creía como bueno? Ese dios, cualquiera de los posibles, desapareció de mi vida. La única vez reciente en que he vuelto a sentir, de algún modo ajeno y llamativo, cierta espiritualidad fue en Sarajevo, con la llamada a la oración al atardecer y con el rezo conjunto a las puertas de una mezquita abarrotada. De alguna manera era mágico lo que estaba sintiendo en ese momento: era paz, era armonía, era silencio y sosiego. No sé si antes lo he sentido así en algún momento, sé que después no. 

Sé que un año vine también a Sevilla a una madrugá. Dije que era la última vez y nunca más volví.

En la vida uno va eligiendo sus caminos y se aparta en muchos casos de lo que se espera de él. Alguna vez salí en procesión, claro, alguna vez, supongo, tuve ilusión: es algo especial, sucede una vez al año y tiene cierto halo de misterio. Luego ya, con el tiempo, al final sale a la luz otra forma de entender la vida y la religión. Tengo un vago recuerdo de un año en Llerena, hace, no sé, tal vez veinte, en que acompañé a mi abuelo L. en una procesión en la que dos filas de hombres vestidos de negro acompañaban la imagen de un Cristo crucificado. Hace tanto tiempo y me era tan ajena esa escena que la guardo como algo especial pero sin saber si, realmente, puedo o no puedo confiar en mi memoria o si lo he construido todo a partir de imágenes difusas de otras cosas. 

La última procesión que vi con cierta ilusión fue hace tres años, creo, en Cabeza del Buey. Mi abuela A. quería volver al pueblo, como quería siempre y me decía con frecuencia (¿cuándo nos vamos a ir tú y yo al pueblo unos diítas? era su pregunta cada vez que la vida me llevaba a Zafra), y M. y yo la acompañamos. Bueno, tal vez fuera ella la que nos acompañó a nosotros. Adonde sí la acompañamos nosotros, seguro, fue a la iglesia, a la parroquia, decía ella. Por las calles empinadas desde la casa de su infancia, la seguimos con sus pasos cortos y de niña joven, que decía, hasta la plaza en la que se encuentra la Parroquia de Nuestra Señora Real de Armentera. Yo no había estado nunca en esa plaza ni en esa parroquia; de hecho, una vez, mi abuelo G. nos mandó a mi prima M. y a mí allí, que, decía, estaba en la misma plaza del ayuntamiento, pero nosotros, creyendo que sí, desconocíamos por completo dónde estaba el ayuntamiento, así que no logramos llegar nunca. Sea como sea, tampoco sé muy bien qué pasó, si llegamos tarde, si empezó a llover... sólo sé que acabamos recogidos en la iglesia mientras la gente rezaba. Imagino que era cosa de la lluvia, pero a mí, realmente, poco me interesaban la lluvia y la procesión. Me interesaba estar con A., como supongo que me interesó en su día, aunque tal vez fuera menos consciente, estar con L. 

Antes de apostatar, antes de decidir abandonar oficialmente la fe católica, quienes trataban de persuadirme de que no lo hiciera me decían que qué disgusto para tal o para cuál. Yo sólo pensaba en mis abuelos, en mis abuelas, de hecho, que para entonces sólo - y aún - estaban las dos. No sé cómo ni por qué, en algún momento mi abuela A. dijo que a ella, mientras yo fuera buena persona, le daba todo igual. Supe, entonces, que si alguna de ellas quisiera en algún momento que la llevara o acompañara a cualquier procesión, a cualquier misa, allí estaría, que, católico o no, sacrificaría lo que hiciera falta por la realidad de ciertos recuerdos, porque, de algún modo, la Semana Santa no es más que un par de recuerdos junto a mis abuelos. También supe o, más bien, confirmé, que los mayores son bastante más tolerantes que gente mucho más joven. El resto, ciertamente, poco me importa. 

Este año no ha habido procesiones, aunque los vecinos hayan engalanado sus balcones con banderas y extraños faldones. No ha habido procesiones, digo, pero nada ha cambiado en los recuerdos, así que supongo que mi semana santa se ha mantenido intacta. 

miércoles, 8 de abril de 2020

Cuarentena X: Aute y otras ausencias presentes

Llevaba mucho tiempo sin escuchar a Aute con atención y, de repente, estas semanas, volví a él. Auterretrato me ha estado acompañando mañanas y, sobre todo, tardes, en la hora de la siesta que no siempre echo, como si de una premonición se tratara. Me sorprendió la muerte del autor con su música algo más fresca en la memoria, y sipongo que haber vuelto a él tiene que ver con este confinamiento que me está llevando de nuevo al interior, a la música, a la literatura y al cine. 

No negaré que no estoy aprovechando el tiempo todo lo que pensaba que lo podría aprovechar, sí, que la tesis no está avanzando al ritmo que parecía que podría avanzar en estos días, pero bueno, van dos libros completos, decenas de discos, al menos una veintena de películas, un podcast y medio relato escrito. Parte de culpa la tiene otra gente, sí, que me ha propuesto participar en lecturas, escrituras y presentaciones, que me tiene más activo de lo que he estado en los últimos tiempos. 

Ha tenido que llegar el confinamiento para pausar el ritmo y volver al contacto con quienes estaban algo más lejos, pero también para volver al contacto conmigo mismo que tenía un tanto descuidado. En las últimas semanas he vuelto a hablar con amigos con los que hacía meses e incluso años que no compartía ideas o proyectos, he escuchado acentos que tenía olvidados, he mostrado al mundo el mío "nuevo", el que tengo cuando habito el sur y desaparece como por arte de magia cuando las latitudes son más frías. 

Así, el confinamiento ha hecho presentes realidades que no se dejaban ver por la propia vorágine temporal y vital que, imagino, nos arrastra continuamente a todos. Este paréntesis extraño no me ha traído tanto como felicidad, pero sí calma, y sí presencia propia. 

sábado, 4 de abril de 2020

Coronavirus IX: lechuza nocturna y otras bondades del alemán

Escribo casi siempre por las noches porque soy trasnochador, Nachteule, que se dice en alemán: de Nacht, noche, y Eule, lechuza, o sea, lechuza de noche. No sé si hay algún otro tipo de lechuza, de hecho, porque el animal es simplemente Eule, pero así es.  El diccionario recoge la palabra como "irónica" (ironisch), "graciosa" (scherzhaft) y "coloquial" (umgangsprachlich), y se emplea, según parece, sólo para la gente que trabaja hasta avanzada la noche. 

Eule también es, según el diccionario, y sólo en Norddeutsch, es decir, en "alemán del norte", un cepillo de cerdas suaves. La etimología apunta a que, especialmente en la zona noroccidental de Alemania, se refiere a un cepillo de esas características porque, se supone, es de aspecto similar a una lechuza. De ahí deriva también el verbo ulen en bajoalemán, que significa limpiar. Eventualmente (si exisitera, vaya), habría sido eulen en alemán (altoalemán, si llamamos a las cosas por su nombre más preciso). 

Aquí podríamos hablar de las diferencias entre el Norddeutsch (alemán del norte o, nombre que no sé si existe, noralemán) y el Niederdeutsch (bajoalemán). Básicamente, lo primero es lo típico del norte de Alemania y lo segundo se refiere a una serie de dialectos o lenguas o, en alemán Mundarten, o sea, "formas de hablar". La discusión sobre si el bajoalemán es o no es una lengua es amplia. Mi resumen es que sí lo es porque carece de una mutación consonántica básica para la formación del alemán, pero como yo no soy especialista en lingüística ni en historia de la lengua (ni en nada, de hecho), no voy a entrar en más detalles innecesarios a esta hora de la noche. Digamos, resumidamente, que el bajoalemán se parece más al neerlandés de lo que se parece al (alto)alemán. 

De cualquier modo, composiciones con Eule hay unas cuantas intrigantes, como por ejemplo Eulenspiegel, que se traduce como payaso o bufón y que literalmente vendría a ser un "espejo de lechuza". A saber por qué. De cualquier modo, a mí la que más me gusta es Eulenflucht, es decir, la "huida de las lechuzas" y que, por supuesto, también es sólo del norte. El diccionario dice que signfica Abenddämmerung (de Abend, tarde o noche, según la hora, y Dämmerung, que puede signficar cualquier cambio en la luz del día, tanto por la mañana como por la noche), o sea, "anochecer". 

Me gusta esa idea de la huida de las lechuzas. La relaciono con la primera palabra, con esas lechuzas nocturnas que se ocupan de buscar comida y sustento. Por las mañanas son muchos los que salen al trabajo, pero unos cuantos menos somos los que huimos como lechuzas a la noche para empezar a leer y escribir y crear o hacer lo que sea que hagamos. 

Así que tal vez sí que sea lechuza nocturna y huya a la noche solitario y oculto. O tal vez sea más bien que me arrastro cual cepillo tratando de limpiar los desastres del día. Preferiría lo primero, claro, pero todo está siempre por ver. 


jueves, 2 de abril de 2020

Cuarentena VIII: algunos pisos, Cohen y una lámpara

Desde hace años escribo con algo de música que me ayude a crear el ambiente que se reproduce en mi cabeza. A lo largo del día esa música cambia, pero cuando llega la noche, casi siempre acaba siendo Leonard Cohen el que ocupa el hueco sonoro en estos textos. Seguramente desde el año de la calle Prado, ese año que pasé entre libros y más tiempo fuera de clase que dentro, Cohen me haya acompañado en mis noches de escritura. También lo hizo con frecuencia cuando vivía en Bremen, en ese sótano con ventana a un patio desgastado por la lluvia y el frío, en el que las plantas crecían selváticas y embarradas, con tiestos vacíos y mohosos. 

Estos días he pensado mucho en esa casa, en aquella habitación, en aquel hornillo eléctrico bajo la escalera que calentó la comida que me alimentó malamente durante dos cursos completos. Más que una casa era un refugio, aunque ni siquiera sé de qué me refugiaba. Bajando las escaleras que daban al sótano desde el exterior, a pocos pasos de la puerta, poco antes de las primeras tablas desgastadas y tiradas de mala manera, estaba, a la derecha, la puerta de la que fue mi casa durante ese tiempo. Nada más entrar, una escalera que subía al piso de arriba y que yo empleaba como despensa y trastero. Nunca nadie subió ni bajó por ella más que para buscar algo entre cajas y maletas que jugaban al equilibrio. En los primeros peldaños dejaba los zapatos que volvían normalmente empapados de la calle. Justo a la derecha desde la entrada, el baño. Había que cerrar la puerta de la entrada para poder acceder a él. Era grande, tal vez incluso más grande que la habitación, y tenía una bañera y un lavabo que, además, era fregadero. Al otro lado, bajo las escaleras, que ascendían hacia la izquiera, la "cocina", y un poco más allá, la habitación en la que no cabía más que una cama pequeña de frente a la entrada, un escritorio pegado a la ventana, en perpendicular a la cama y una estantería para poner los libros. Ah, también pude meter de alguna manera un armario de tela justo a la derecha de la puerta. En total, no quedaría de suelo libre más que un espacio de tres por dos. El techo podía tocarlo con la mano. Ésos eran todos mis lujos. Pagaba poco, sí, muy poco, y una vez que encontré un techo, dejé de seguir buscando. Tenía calefacción y estaba en el centro de Bremen. Las gallinas que entran por las que salen, imagino. 

Esa casa, ese zulito de unos 20 metros cuadrados fue, sin embargo, mi refugio durante dos largos y duros cursos. Le tengo hasta cariño. En ese tiempo me volví más introspectivo, más íntimo. Pasé mucho tiempo entre libros y terminé una carrera que me perseguía ya más a mí que yo a ella, escribí ciertas cosas que habré perdido, recuperé historias que estaban sepultadas por el tiempo y el miedo, comenzaron nuevas vidas. 

Pienso mucho en ese espacio tan íntimo y privado de la Blücherstraße durante esta cuarentena. ¿Cómo sería estar encerrado ahí en este confinamiento? Por suerte no estoy allí y no lo sabré, y por suerte estoy en una habitación decente en un piso en el centro de Sevilla. También por suerte, imagino, no estoy completamente solo y somos tres estos días. Nos vemos poco, sí, pero al menos no paso, como sí pasaba en Bremen, varios días completos sin hablar, sin abrir la boca para emitir ningún sonido. Tal vez por eso ha pasado de costarme bastante este confinamiento a ser algo más o menos conocido, algo de nuevo íntimo y tranquilizador, y tal vez por eso vuelve a sonar Cohen con frecuencia por las noches, por ejemplo, mientras escribo esto a un par de miles de kilómetros de aquel zulito. 

Nada tiene que ver esto con aquello, nada es lo mismo y, acabo de ser consciente, sí hay algo que es exactamente igual, una única cosa que comparten ambas habitaciones, ambas casas: la luz que alumbra este escritorio, el flexo que tengo justo a mi izquierda iluminando estas teclas, también me ilumnaba entonces. Es sólo una estupidez, sí, pero qué más se necesita en estos momentos que algo de luz sobre la vida. 

miércoles, 1 de abril de 2020

Cuarentena VII: El vacío y la (a)normalidad

La semana pasada tuve que ir a la Facultad para poder continuar con las clases telemáticas - recoger libros y material era, visto que el confinamiento se alarga, imprescindible -, así que tuve que aventurarme a una calle conocida y completamente ajena.

Sobrecoge Sevilla tan vacía, con esa cierta aura majestuosa de la Avenida de la Constitución, con la catedral a un lado, imponente, y el Archivo de Indias - cerrado estos días -, solitaria isla americana en esta ciudad portuaria y sin mar, que se contempla a sí misma orgullosa y a veces altiva. Sobrecoge verla en silencio una mañana de diario, con poquísimos transeúntes en sus calles, atestadas de turistas en un día normal. Pero no es un día normal y Sevilla está vacía, silenciosa, como un pueblo que duerme sin habitantes de esa España vaciada. 

Normalmente el bullicio de estas calles impide oír nada más allá de las voces de niños, músicos callejeros, las gitanas que "regalan" romero o los que ofrecen sus productos para probar España, dicen, con la boca. 

La ciudad ha quedado paralizada, como todas, pero verla así, tan amplia y tan vacía, tan silenciosa, tan opuesta a lo que es, me resulta casi inconcebible, aunque lo haya visto. No puedo negar que el silencio me atrae, como no puedo negar que cuando llueve en Sevilla y en las calles disminuye el ritmo me siento más cercano a ella, como si tuviera más que ver conmigo de lo que tiene que ver normalmente. 

Sobrecoge, digo, verla hibernando, desierta y a la vez en pie. Imaginaba que así debe de quedar uno de esos pueblos abandonados al principio, con todos sus edificios limpios y perfectos, con todas las casas esperando a que vuelvan sus inquilinos, con las aceras limpias. Poco a poco esos pueblos se van llenando de polvo y los tejados se caen, los animales empiezan a entrar por las ventanas y a roer las puertas y, al final, del pueblo no queda nada. Pero ése no es el caso, no, aquí nada caerá, pensaba, y tal vez estas calles se parezcan más a las de algún poblado de un western, al momento en el que todos se refugian tras las ventanas justo antes de que empiecen los tiros.

De cualquier modo, nada parecía normal en este trayecto, sólo el escenario: realmente la sensación era la de estar en cualquier otro lugar, la de estar donde nada quedaba, como si estar ahí, caminar esas calles, no fuera algo completamente normal. Era como si Sevilla se hubiera trasladado a otras latitudes. Nunca habría imaginado contemplar esta ciudad tan despejada, tan calmada, casi afónica y, a la vez, sentirla tan misteriosa, como si ahora la vida fuera un secreto que guarda lejos de las miradas cotillas que la acosan normalmente. 

Lejos de parecerme, como otras veces, orgullosa, se me presentó Sevilla como una ciudad humilde y profunda. Tal vez fuera sólo el silencio.