jueves, 2 de abril de 2020

Cuarentena VIII: algunos pisos, Cohen y una lámpara

Desde hace años escribo con algo de música que me ayude a crear el ambiente que se reproduce en mi cabeza. A lo largo del día esa música cambia, pero cuando llega la noche, casi siempre acaba siendo Leonard Cohen el que ocupa el hueco sonoro en estos textos. Seguramente desde el año de la calle Prado, ese año que pasé entre libros y más tiempo fuera de clase que dentro, Cohen me haya acompañado en mis noches de escritura. También lo hizo con frecuencia cuando vivía en Bremen, en ese sótano con ventana a un patio desgastado por la lluvia y el frío, en el que las plantas crecían selváticas y embarradas, con tiestos vacíos y mohosos. 

Estos días he pensado mucho en esa casa, en aquella habitación, en aquel hornillo eléctrico bajo la escalera que calentó la comida que me alimentó malamente durante dos cursos completos. Más que una casa era un refugio, aunque ni siquiera sé de qué me refugiaba. Bajando las escaleras que daban al sótano desde el exterior, a pocos pasos de la puerta, poco antes de las primeras tablas desgastadas y tiradas de mala manera, estaba, a la derecha, la puerta de la que fue mi casa durante ese tiempo. Nada más entrar, una escalera que subía al piso de arriba y que yo empleaba como despensa y trastero. Nunca nadie subió ni bajó por ella más que para buscar algo entre cajas y maletas que jugaban al equilibrio. En los primeros peldaños dejaba los zapatos que volvían normalmente empapados de la calle. Justo a la derecha desde la entrada, el baño. Había que cerrar la puerta de la entrada para poder acceder a él. Era grande, tal vez incluso más grande que la habitación, y tenía una bañera y un lavabo que, además, era fregadero. Al otro lado, bajo las escaleras, que ascendían hacia la izquiera, la "cocina", y un poco más allá, la habitación en la que no cabía más que una cama pequeña de frente a la entrada, un escritorio pegado a la ventana, en perpendicular a la cama y una estantería para poner los libros. Ah, también pude meter de alguna manera un armario de tela justo a la derecha de la puerta. En total, no quedaría de suelo libre más que un espacio de tres por dos. El techo podía tocarlo con la mano. Ésos eran todos mis lujos. Pagaba poco, sí, muy poco, y una vez que encontré un techo, dejé de seguir buscando. Tenía calefacción y estaba en el centro de Bremen. Las gallinas que entran por las que salen, imagino. 

Esa casa, ese zulito de unos 20 metros cuadrados fue, sin embargo, mi refugio durante dos largos y duros cursos. Le tengo hasta cariño. En ese tiempo me volví más introspectivo, más íntimo. Pasé mucho tiempo entre libros y terminé una carrera que me perseguía ya más a mí que yo a ella, escribí ciertas cosas que habré perdido, recuperé historias que estaban sepultadas por el tiempo y el miedo, comenzaron nuevas vidas. 

Pienso mucho en ese espacio tan íntimo y privado de la Blücherstraße durante esta cuarentena. ¿Cómo sería estar encerrado ahí en este confinamiento? Por suerte no estoy allí y no lo sabré, y por suerte estoy en una habitación decente en un piso en el centro de Sevilla. También por suerte, imagino, no estoy completamente solo y somos tres estos días. Nos vemos poco, sí, pero al menos no paso, como sí pasaba en Bremen, varios días completos sin hablar, sin abrir la boca para emitir ningún sonido. Tal vez por eso ha pasado de costarme bastante este confinamiento a ser algo más o menos conocido, algo de nuevo íntimo y tranquilizador, y tal vez por eso vuelve a sonar Cohen con frecuencia por las noches, por ejemplo, mientras escribo esto a un par de miles de kilómetros de aquel zulito. 

Nada tiene que ver esto con aquello, nada es lo mismo y, acabo de ser consciente, sí hay algo que es exactamente igual, una única cosa que comparten ambas habitaciones, ambas casas: la luz que alumbra este escritorio, el flexo que tengo justo a mi izquierda iluminando estas teclas, también me ilumnaba entonces. Es sólo una estupidez, sí, pero qué más se necesita en estos momentos que algo de luz sobre la vida. 

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