La semana pasada tuve que ir a la Facultad para poder continuar con las clases telemáticas - recoger libros y material era, visto que el confinamiento se alarga, imprescindible -, así que tuve que aventurarme a una calle conocida y completamente ajena.
Sobrecoge Sevilla tan vacía, con esa cierta aura majestuosa de la Avenida de la Constitución, con la catedral a un lado, imponente, y el Archivo de Indias - cerrado estos días -, solitaria isla americana en esta ciudad portuaria y sin mar, que se contempla a sí misma orgullosa y a veces altiva. Sobrecoge verla en silencio una mañana de diario, con poquísimos transeúntes en sus calles, atestadas de turistas en un día normal. Pero no es un día normal y Sevilla está vacía, silenciosa, como un pueblo que duerme sin habitantes de esa España vaciada.
Normalmente el bullicio de estas calles impide oír nada más allá de las voces de niños, músicos callejeros, las gitanas que "regalan" romero o los que ofrecen sus productos para probar España, dicen, con la boca.
La ciudad ha quedado paralizada, como todas, pero verla así, tan amplia y tan vacía, tan silenciosa, tan opuesta a lo que es, me resulta casi inconcebible, aunque lo haya visto. No puedo negar que el silencio me atrae, como no puedo negar que cuando llueve en Sevilla y en las calles disminuye el ritmo me siento más cercano a ella, como si tuviera más que ver conmigo de lo que tiene que ver normalmente.
Sobrecoge, digo, verla hibernando, desierta y a la vez en pie. Imaginaba que así debe de quedar uno de esos pueblos abandonados al principio, con todos sus edificios limpios y perfectos, con todas las casas esperando a que vuelvan sus inquilinos, con las aceras limpias. Poco a poco esos pueblos se van llenando de polvo y los tejados se caen, los animales empiezan a entrar por las ventanas y a roer las puertas y, al final, del pueblo no queda nada. Pero ése no es el caso, no, aquí nada caerá, pensaba, y tal vez estas calles se parezcan más a las de algún poblado de un western, al momento en el que todos se refugian tras las ventanas justo antes de que empiecen los tiros.
Lejos de parecerme, como otras veces, orgullosa, se me presentó Sevilla como una ciudad humilde y profunda. Tal vez fuera sólo el silencio.
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