viernes, 11 de marzo de 2016

Soy de trasnochar

Soy de trasnochar, no sé si desde siempre, pero sí desde hace algún tiempo. Supongo que parte de la culpa la tienen las eternas y benditas traducciones, la gramática y los libros que no dejan de querer ofrecerte un par de páginas más. Y así pasa, que cuando se apaga la última luz en el barrio, cuando la calle queda prácticamente a oscuras, mi escritorio sigue iluminado y la cerveza se consume lentamente, bajándome por la garganta, fresca, con el sabor de la realidad y los misterios, arrastrando sus historias y mis miserias y (pocas) virtudes. Soy de trasnochar y en este país eso no está del todo bien visto: los niños están a las nueve de la mañana jugando con sus padres en el parque mientras yo me tambaleo entre las aceras, en busca de un tranvía que me acerque a la vida en sociedad de la que vivo a veces apartado -por noctámbulo-, un tranvía que ponga orden en los horarios y las tareas, que me lleve al trabajo, un trabajo que suelo empezar tarde por el horario que me han dado, como si sabiendo que, viniendo de donde vengo, levantarse a las cinco y media de la mañana fuera un esfuerzo sobrehumano e innecesario. Sea por lo que sea, este año me libro de los madrugones, y aprovecho las noches como bien puedo, cuando los hijos de los vecinos ya no corren escaleras arriba y abajo, cuando los cuervos no emiten esos sonidos extravagantes del inframundo con los que algún dios rencoroso los ha castigado, porque, seamos sinceros, los cuervos no tienen un canto elegante. 

Soy de trasnochar y por las noches no hay vida en la calle. Acaba de encenderse una ventana justo enfrente de la mía, es grande, como de un salón. Intento imaginarme la vida que llevarán quienes habiten esa casa: ¿qué harán a estas horas aún despiertos en este país?, ¿de qué trabajarán para poderse permitir el lujo de no apagar las luces todavía y echarse a dormir? Sé de gente que en menos de cuatro horas, a las cuatro de la mañana, sale de la cama, desayuna, da un paseo, vuelve a casa, se ducha y se va a trabajar. A las cuatro de la mañana. ¿Qué habrá en invierno en la calle a las cuatro de la mañana? En verano lo sé: sol, mucho sol, lo he visto porque se me ha hecho de día sentado delante de este mismo ordenador que poco a poco se va quedando viejo, o volviendo de bares: esa sensación la primera vez que en julio sales a la calle esperando que sea noche aún cerrada y de repente echas de menos unas gafas de sol, miras extrañado el reloj, pensando que la noche se te ha pasado de golpe y no es eso, es que las horas de noche se han reducido incansablemente hasta hacerse ínfimas y tú, que procuras no trasnochar a pesar de todo, no lo habías vivido aún. Pero en invierno no hay nada, y si lo hay es imposible verlo; en estas aceras la oscuridad es casi absoluta, las pocas farolas no permiten ver mucho más allá de tres o cuatro metros. Suficiente, por otra parte. 

Soy de trasnochar y de leer con cerveza -tal vez whisky, que un libro es un libro-. En invierno, o ahora, que es más invierno que antes, entorno la ventana, dejo que entre el aire por arriba y pongo el agua a hervir, la vierto sobre la taza con una bolsa de té, le echo un poco de jengibre y espero que el calor del líquido contraste con el frío que llega de la calle, que el jengibre una su olor a la lluvia, agarro la taza fuertemente con las dos manos, doy pequeños sorbos y pienso que la vida es otra, que no todas las ciudades están a oscuras y en silencio, que no todas las casas están dormidas y que en alguna parte hay alguien que piensa lo mismo que yo, que lee un libro con un té, una cerveza, un whisky, que somos millones y no somos tan únicos, que coincidimos, como coinciden dos labios que se juntan por medio segundo, por error o por locura, o dos miradas que se cruzan en la calle. Pienso en la gente a la que he mirado a los ojos, de verdad, fíjamente, procurando saber lo que pensaban, y pienso en los labios que he besado, los que han besado los míos -algo bien diferente, no nos engañemos- y miro a mi alrededor y veo el vacío, los libros amontonados en el suelo, en cajas, apilados en las estanterías. Muchos están sin leer, otros a medias. El té se ha quedado frío, como los ojos con el tiempo, como los labios. Como el aire que llega de fuera. La luz de mis vecinos ya no está encendida y yo sigo siendo de trasnochar, porque por la noche se piensa en otros tiempos, en otras historias, en otras ciudades; de día, se vive la vida propia, se va al trabajo, se va a comprar, se saluda a los vecinos... Pero por la noche, cuando todo está en silencio, la realidad se vuelve íntima, el pasado y el futuro se funden, y el presente se paraliza por momentos. Quizá sea por eso por lo que soy de trasnochar.