martes, 31 de diciembre de 2019

No hay final


Todos los años, cuando se acerca el final de diciembre, pienso en escribir algo sobre cómo han ido los últimos doce meses, pero suele costarme, supongo que porque los años siguen sin parecerme que tengan comienzo en enero y final en diciembre, que, de algún modo, empiezan aún en septiembre y terminan en agosto. Aun así, desde hace ya casi tres, los años dan comienzo en abril, cuando el peso del tiempo y de la tesis se nota más, cuando la presión se hace más patente, cuando las prisas me miran desde la esquina oscura de la habitación y me sonríen diabólicamente.
Este año ha sido difícil. Mucho. ¿Para qué engañarnos? La abuela J. ya no está tampoco con nosotros; ya no está al otro lado del tren que me lleva de un lado a otro, y eso creo que le quita a todo lo demás a importancia que pueda tener. Ha habido viajes, encuentros y reencuentros, nuevas amistades, nuevas personas y nuevos destinos. También nuevas necesidades.
El año termina raro. Termina como sin terminar, como incompleto, como sin ganas. Digamos que este último año lleva ya varios años durando y se va a extender todavía un poco más: como el horizonte que pierde el sol pero que sigue ahí y nunca se alcanza, de ese modo más o menos doy por finalizado el año. Qué cosas.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Pasear Sevilla


¿Qué hace un humano sino pasear de una plaza a otra, de una calle a otra, de una ciudad a otra sin apenas darse cuenta? En el recorrido aparecen imágenes deseadas e indeseadas, también indeseables y deseables, peligros de todo tipo, lestrigones, ya se sabe. Los que habitamos las ciudades, con la prisa innecesaria que las caracteriza, pocas veces las paseamos con la calma suficiente como para contemplar las aceras plagadas de adoquines saltados, pocas veces dirigimos siquiera la mirada a los mendigos que pueblan en las entradas de las tiendas, al refugio del frío viento de la noche, de las hostilidades del mundo fuera de las casas que nos mantienen a salvo a los demás, entre las sábanas. ¿Con qué soñarán esos mendigos? ¿Cuáles serán sus pesadillas? 

¿Qué hace un humano, digo, sino pasear, buscar su destino? Hay quienes no pasean en las ciudades, quienes corren y las recorren, sin mirar, sin observar. ¿Qué sentido tiene vivir en un lugar que se desconoce? ¿Qué sentido tiene vivir sin vivir? Contradiciendo a Kavafis, probablemente Ítaca no exista, sea más bien como el horizonte, lejano e inalcanzable, pero es necesario emprender el camino, avanzar, observar, equivocarse y dudar. De algún modo, si al final me equivoco y sí que existe, Ítaca será más rica, más clara, más sabia tras ese camino.

Yo, ahora, paseo dudando Sevilla, de calle en calle, de plaza en plaza, de iglesia en iglesia, de mi yo de antes al yo aún desconocido. Y me reconozco y no, y temo y no, y vivo y no, y existo y no.

martes, 15 de octubre de 2019

La página en blanco

Cada noche al volver de la Facultad pienso en llegar a casa y sentarme a escribir algo sobre cómo las calles de Sevilla ahora parecen algo más cercanas que otras veces, que ahora son, de algún modo, un poco mías. Pienso que voy a llegar y por fin me voy a enfrentar a la página en blanco sin miedo, superado tras algunas pocas líneas, tal vez párrafos de escritura a lo largo del día. Pienso, y me lo creo, que con Leonard Cohen de fondo, como tantas otras veces, seré capaz de escribir algo para contar lo que siento - ¿sé acaso lo que siento?- al recorrer de noche las calles que se van vaciando de turistas. Pero cada noche, al llegar a casa, vuelvo a quedarme en silencio. Vuelvo a ver la página en blanco y no sé qué contar. No sé cómo ni por dónde empezar. Aún siento que Sevilla no me inspira. ¿O no será Sevilla?

martes, 27 de agosto de 2019

Santiago y la memoria


La capital chilena es inmensa, alrededor de siete millones de personas conviven en una ciudad repleta de coches, de comercios y vendedores ambulantes. Habrá a quien este lugar no le parezca más que una ciudad grande, el tamaño ideal, dirán muchos urbanitas. Para mí es una ciudad inabarcable, atractiva al mismo tiempo que desasosegante. Al salir de la terminal de San Jorge, comerciantes ambulantes, con bolsas, gafas, zapatillas, comida, agua, refrescos, juguetes y todo lo que sea transportable para vender por la calle se hacinan por todas partes al grito de “a luca, a luca”. Casi todo cuesta una luca por aquí, da igual lo que sea. A veces los refrescos y el agua se venden al grito de “500 el agua, con gas, sin gas, hidrátense, refrésquense”, convirtiendo las calles cercanas a la estación en un mercadillo. Acercarse al cliente a la antigua usanza.

No sé si Santiago es o no es una ciudad bonita, puedo decir que es, como todo en este país, un contraste en sí misma: en la Plaza de Armas, la catedral y el resto de edificios que la conforman, dan una idea de su pasado colonial y la influencia española, el resto de edificios importantes de la ciudad: Biblioteca Nacional, Museo de Bellas Artes… dejan vislumbrar rasgos de una arquitectura más centroeuropea, más francesa. Uno, mirándolos, se siente en Europa. Esa sensación, sumada a la tan extraña facilidad con la que es posible moverse, entendiendo a las personas, los carteles y demás avisos, provoca un estado de rara confianza difícil de clasificar.

También las canciones ayudan a sentir cercana la ciudad. Pasear por aquí me supone un tarareo mental constante de canciones. Hace unos días, paseando por delante de la Moneda, no podía evitar escuchar Vine del norte, imaginaba los pasos por la ciudad y la canción de Silvio y el beso, y sentía que esa canción no podía corresponderse con el barullo y el constante ir y venir de tanta gente. Cómo pueden ser de diferentes las ciudades para quienes las viven.

Hoy el día lo hemos dedicado al deambular errante por la ciudad, a comer y a hablar del pasado. Reconozco que soy un nostálgico, que me gusta pensar en el pasado, a veces con más frecuencia de la que es mentalmente saludable, pero no puedo evitar construir historias a partir de él, reconstruirlas, incluso crearlas. ¿Qué es, si no el pasado, de lo que se nutren las historias? Hoy ha sido un día para tener un poco de esto. Después de diez años, tal vez más, he coincidido con M. en Santiago de Chile, una antigua compañera del colegio. Cuando la vida te junta con alguien del pasado, a veces, eso se convierte en un riesgo, en una forma de ponernos a prueba. El tiempo pasa por todos y no todos tenemos la misma memoria, los mismos recuerdos, las mismas sensaciones. No sé muy bien qué habrá pensado ella de mí, sé qué he pensado yo, cómo me he sentido al ver a alguien a quien no veía desde hacía tantísimo tiempo. Y sí, me alegro, un poco también egoístamente, porque eso me da argumentos para alimentar la nostalgia y con ella las historias que quedan a medio escribir en algún rincón del ordenador o en alguna hoja de libreta. Hemos contado alguna anécdota común, nos hemos puesto al día: dónde hemos estado, qué hemos hecho, cómo hemos llegado a donde estamos. Yo, haciendo gala de mi malísima memoria, le he preguntado si seguía tocando el piano; era la guitarra. Al decirlo, al decirme “yo tocaba la guitarra”, en ese mismo instante, se me ha aparecido con unos diez años tocando la guitarra, he visto las gafas que llevaba, la postura, diría que hasta la ropa. Cómo es posible que lo haya confundido, he pensado, pero qué le vamos a hacer a la memoria, si juega con nosotros. Probablemente ni siquiera haya acertado con la postura en que tocaba, encorvada sobre las cuerdas, más menuda de lo que el instrumento requeriría. La memoria es dialógica por algo, supongo. Sea como sea, el día en Santiago ha pasado entre conversaciones que giraban, como todas las que se tienen con personas que vienen de otros tiempos, del pasado, pero no sólo del que algún día compartimos, sino del que ya no nos conocíamos.

Con ello, el paseo entre el Cerro de San Cristóbal y el de Santa Lucía, la Biblioteca Nacional y la parada de metro de Universidad de Chile ha sido una forma de sentirse menos ajeno en una ciudad tan despersonificadora. Nada, sólo las palabras, podían relacionar este espacio con el pasado, nada tienen que ver las cordilleras que se ven alrededor de Santiago con el Castellar, nada tienen que ver las nubes de Zafra o su sol con el oscurísimo cielo contaminado de la capital chilena, nada hacía presagiar que hoy, por alguna razón, mi Zafra de hace años apareciera en con cierta lucidez, con la claridad de quien encuentra una fotografía y reconoce en ella a todos los que se ven en ella.

Todo esto pasaba rodeado de puestos, de “a lucas”, de perros callejeros que ignoran a los transeúntes y se pelean entre ellos, o simplemente duermen al sol… Y seguía pasando en mi cabeza en la terminal de San Jorge mientras esquivaba a los cientos de viajeros que esperaban para marcharse por fin a sus respectivos destinos, mientras el vendedor ambulante del autobús me ofrecía no sé qué chocolatina a cambio de no sé ya cuántos pesos. Tal es la fuerza de la palabra, la fuerza generadora de lo que decimos y lo que pensamos, que, cuando el amable chileno que nos ha indicado dónde y cuándo teníamos que bajar al llegar a Melipilla se ha despedido de nosotros con un “que Dios les cuide”, yo he sentido en la piel un “hasta mañana si Dios quiere”, más propio y más lejano. En fin, hoy ha sido Santiago un poco más pueblo.   

lunes, 26 de agosto de 2019

Más montañas, unas termas y el sol


Junto al río Cachapoal, cerca de Rancagua, se extiende una impresionante reserva natural bastante agradable. Desde los senderos, rodeados de arbustos típicos de la precordillera chilena, se ven montañas y montañas detrás de las montañas. Las primeras, escarpadas y rocosas, aparecen delante de los picos nevados que dejarán caer sus aguas a medida que vaya terminando el invierno austral. Sólo la casualidad nos ha traído hasta aquí: nuestra intención era subir hasta Sewell, un poblado minero a 2 200 metros de altitud y al que, nuestro gozo en un pozo, sólo se puede acceder a través del autobús turístico que pone la compañía propietaria de los terrenos encargada de la extracción del cobre en la zona. Para llegar a la Reserva Natural Río Cipreses es necesario circular por una carretera de tierra y piedras durante unos cuantos kilómetros y salir de la civilización. Parece imposible que a no tantos kilómetros se encuentre la megalópolis Santiago. No tantos kilómetros en escala chilena, por supuesto, porque desde Melipilla han sido unas dos horas de trayecto.

Está claro que lo más impresionante de Chile son sus paisajes, que haya cordilleras por todas partes, que mires donde mires, aparezca una montaña elevándose sobre el cielo, con o sin nieve: al oeste, el mar, siempre el mar, al este, siempre la montaña. Como es invierno y ha llovido poco, los ríos bajan con poca agua. En primavera y verano las cascadas serán mayores, las escorrentías aparecerán por esta zona y el sonido del agua acallará un poco el piar de cientos de loros tricahue, que son los animales que más se han dejado ver en la reserva.

Sustituido el primer plan del día, tomamos la carretera de vuelta en dirección a las Termas de Cauquenes, justo al otro extremo de la carretera terrosa que nos ha traído hasta aquí. El edificio, como muchísimas cosas en Chile, ha vivido tiempos mejores. Se ve que fue lujoso y acogedor, aunque lo segundo lo sigue siendo. Aún concede al visitante la paz que seguramente encontraron aquí los jesuitas cuando se adueñaron del lugar a mediados del siglo XVII. Aquí, junto al mismo río Cachapoal, las termas más antiguas del país son un remanso para el descanso y la relajación. El comedor ofrece un menú escueto pero asequible y razonablemente bueno en un espacio que recuerda a los salones de los balnearios de las novelas europeas desde el XVIII hasta principios del XX. Uno puede imaginar perfectamente a Thomas Mann entrando en la sala en busca de su mesa, seguramente junto a una de las ventanas que se asoman hacia al valle y el cerro del otro lado. En cuanto a las termas… una tina de mármol en una salas individuales, cada uno con su propia sala y su propia tina: un espacio de absoluta soledad temporal. Es lo más parecido a un baño caliente al llegar a una casa vacía, pero dentro de una estética que no corresponde con la actualidad. Las salas con las tinas se encuentran distribuidas a los dos lados de un ancho pasillo que más se asemeja a la nave central de una iglesia que a un balneario, como si realmente allí tuviera lugar algo místico. Al pasillo se accede bajando varios tramos de escaleras desde donde se situaría el altar mayor en esa hipotética iglesia, en la parte superior hay incluso galerías que dan a la nave y, al fondo, una puerta con cristales de colores da salida a un balcón que se abre de nuevo al río y a los árboles. Los fríos adoquines del suelo y las puertas de madera blanca son antiguos, nada parece aquí corresponderse con el año en el que estamos y, sin embargo, tal vez sea eso mismo lo que lo hace a uno desconectar del todo: ni este espacio ni este tiempo.

En el camino de vuelta, J., que es el único chileno de esta jornada y el conductor del coche en el que vamos F. y yo, mira al rojísimo cielo y comenta que en su pueblo, cerca de Temuco, se dice que, cuando el sol alumbra hacia atrás, el siguiente día es caluroso. Veremos si es cierto.

sábado, 24 de agosto de 2019

"Levántate y mira la montaña"

La carretera nos lleva entre los cerros andinos de camino al final de Chile. Al otro lado, Argentina. Este viaje no ha sido pensado, no ha sido nada planeado, nos hemos montado esta mañana en el coche en dirección al Cajón del Maipo sin saber adónde nos llevaría, dónde diríamos aquí está bien. A lo largo de toda la carretera, casas hechas de retales de otras casas, de madera, de cinc, de cualquier metal... Es llamativa la humildad con la que están construidos todos los edificios, como si los miles de turistas que deben de llegar aquí cada fin de semana y, sobre todo, en el verano austral, no dejaran dinero suficiente para renovarlas, para pintarlas, para hacerlas más habitables. Quizá sólo sea que lo que para mí, para nosotros, es lo normal, para ellos son simplemente lujos innecesarios. A lo largo de todo el camino imagino cómo serán las vidas de las personas que viven aquí, qué comerán, cómo será su cocina, su baño, sus camas: imagino salas bajas, oscuras, tés humeantes, caldos para entrar en calor en el frío invierno. Pero este invierno no es frío, este invierno no parece invierno, al menos hoy: ni una sola nube impide al sol brillar con fuerza. 

El camino va haciendo desaparecer las casas, subimos y subimos y cada vez parece más imposible que nadie quiera vivir aquí arriba, viviendo de qué, con qué: no estamos tan lejos de Santiago y todo va extinguiéndose, sólo camiones que bajan junto al río y algunas casas para turistas que buscan alejarse de todo. Poco más. Sin embargo, a medida que avanzamos el paisaje es más sobrecogedor, las montañas nos rodean por completo y a lo lejos, por fin, se ve la nieve propia del invierno. Atravesamos San José de Maipo, San Gabriel, San Alfonso, El Melocotón y por fin llegamos a Baños Morales. Parece que todo está preparado para los turistas que llegarán en algún momento, pero no hoy: cabañas, panadería, pizzería… todo, excepto una especie de pensión, cerrado. Tres gatos, tres señores a caballo y unos aventureros es todo lo que hemos encontrado además de la pareja que atendía la pensión, anunciada también como “Almacén”. En la pensión-restaurante, la imagen de las casas humildes: maderas, techos bajos, oscuridad. El café, de sobre, como en casi todos sitios donde hemos estado, ardiendo y en un vaso gigante, perfecto para días de frío como no es hoy el caso. No sabemos cómo hemos llegado hasta aquí, sólo que han sido las montañas las que nos han traído: por alguna razón no podíamos parar, si la carretera seguía, nosotros teníamos que seguir, si el camino no terminaba, por qué íbamos a parar nosotros. Empieza a anochecer y debemos empezar a bajar, apenas sabemos dónde estamos, sólo que los Andes nos han envuelto y nos han llenado, sin esperar nada de ellos, sin planear qué hacer aquí. Cómo habría sido de haber llegado buscando algo concreto, buscando un lugar exacto.

Mientras contemplo las altas cimas, no puedo parar de pensar en las canciones de autores chilenos ("Levántate y mira la montaña..."), no puedo parar de pensar en la gente que vive en este lugar, en toda la cordillera chilena, en todo el sufrimiento que traerán consigo estas tierras, tan bellas y seguramente tan duras, y vuelvo a imaginar cómo serán sus vidas en la soledad tan inmensa de los Andes, tal vez compense tener estos paisajes para sí mismo, tal vez la vida también pueda traerte a los Andes, como la carretera, como si todo fuera una casualidad. Y no siempre es fácil escapar de la casualidad y la belleza.

viernes, 23 de agosto de 2019

El mar y los poetas


Si el poeta no tuviera estas vistas, si no tuviera estas rocas, esta playa, no es que probablemente no hubiera escrito los textos que escribió, sino que, tal vez, probablemente, nunca habría sido poeta. ¿Quién lo sabe? Es imposible decir si fue Isla Negra la que creó a Neruda o fue Neruda el que creó todo lo que es hoy Isla Negra. En la carretera, lejos del bullicio de Santiago y Valparaíso, está este pequeño pueblo costero en el que las rocas dominan toda la playa. Sobre la colina, pegada a la playa, la casa del poeta, uno de tantos que vinieron a dar a esta orilla del Pacífico. Su casa es una canción a la belleza, a la calma, pero sobre todo al mar. No sé describir la sensación que lo recorre a uno al subir los peldaños que dan al dormitorio y ve delante de sí una cama frente a dos inmensos ventanales que se abren al mar; desde ese dormitorio parece que se pudiera tocar la arena, que al agua vaya a salpicar el sueño por la mañana. La casa está repleta de mascarones de proa, como si fuera un taller de escultura marina, y, sobre todo, de grandísimas ventanas que dan al mar, desde la que, imagino, escribir no podría ser más que un ejercicio de completo placer. ¿Podría ser cualquiera poeta en Isla Negra? Seguro que eso tampoco, como tampoco todos pueden ser antipoetas en Las Cruces, unos pocos kilómetros más al sur. Allí, en Las Cruces, la casa de Nicanor aún está cerrada, no tiene carteles que inviten a visitarla, el reconocimiento más escaso al poeta matemático (¿o era matemático poeta?) no se deja sentir en un pueblo más turístico, con playas más apacibles, menos rocosas, más dadas, seguramente, al ruido veraniego. Dos poetas que, junto a Vicente Huidobro (probablemente hubiera o haya alguno más: el mar y la tierra aquí bien lo merecen), con su casa de Cartagena, dan a este espacio el nombre de Litoral de los Poetas. No me cabe duda de que, de no haber sido ellos, alguna otra persona habría terminado recalando aquí para hacer de este lugar pura poesía.

jueves, 22 de agosto de 2019

La Joya del Pacífico


A este lado del mundo, junto al Océano Pacífico, todo tiene otro ritmo, otro color, el mismo idioma con otra cadencia. Entre las calles de Valparaíso la vida de la ciudad parece tener unas reglas propias. Desde el puerto a cada uno de los cerros que componen la ciudad, el color de las casas y los grafitis lo cubre todo. Se ven en ella los restos de incendios, de terremotos, de su historia, de un pasado en el que el dinero correría por sus calles como ahora corren las ganas por volver a salir adelante. Chile es un país de contrastes, probablemente más que ningún otro: desde el norte hasta el sur, cuatro mil kilómetros de costa, de montañas, de desierto, fuego y hielo. Aquí, en Valparaíso, los pescadores se reinventan, ya no pescan, ahora llevan a los turistas a ver leones marinos, y los más antiguos edificios se mezclan con la pintura callejera más moderna. Los trolebuses, antiquísimos la mayoría de ellos, fueron símbolo imparable de la renovación constante de una ciudad que ha pausado, que ha puesto el freno, y que ahora lucha por recuperar todo lo que fue y, seamos sinceros, tendrá difícil devolverse a sí misma, pues para ello le tendrá que robar buena parte del protagonismo a la megaciudad de Santiago de Chile. Valparaíso, antaño la Joya del Pacífico, es hoy sólo una imagen de lo que fue, con más color y más esperanza, tal vez, pero con menos certezas.  

lunes, 5 de agosto de 2019

Memoria familiar: 28 años y una muerte

La memoria familiar es un discurso, un diálogo que se mantiene y que pervive entre generaciones, normalmente tres generaciones que escuchan y que cuentan unas historias que suelen ser la base familiar, la de las manías, las costumbres, las tradiciones íntimas, los juegos, incluso ahí se cuece que ciertas palabras que se mantienen en el tiempo en las familias. En mi familia no se han contado tantas de estas historias como me hubiera gustado o, si se hizo, yo no estaba presente o atento. Es uno de los problemas de no estar mucho en casa, de haber salido de aquí y no haber vuelto en mucho tiempo, que no estás cuando suceden o, en este caso, se cuentan las cosas. Además, esta memoria suele "saltarse" alguna generación, y son los mayores quienes cuentan a los más jóvenes y en estos tiempos de idas y venidas el contacto con ellos requiere de un esfuerzo que no todos hemos sabido llevar a cabo. 

Probablemente incluso hay otros motivos que han supuesto el silencio durante muchos años, no sé si sería el miedo, el desconocimiento, la pesadumbre o la necesidad, pero a medida que pasa el tiempo sé, confirmo, de hecho, la necesidad que tengo de conocer, aunque sea más tarde y las posibilidades no sean las mismas. 

Sea como sea, desde hace años soy consciente de que dos de mis bisabuelos fueron víctimas de la rebelión antidemocrática que tuvo lugar en 1936 y que no sólo terminó con una época de esperanza y apertura, sino que trajo consigo el miedo, el odio y el silencio. Hace ya unos años que sé que el padre de mi abuela perdió la vida a manos de los franquistas tal día como hoy de hace 83 años. Justo tres años antes del fatídico y recordado día en que fusilaron a las Trece Rosas. Poco más sé además de que era jornalero y que tenía tres hijos y 28 años el día que las tropas golpistas entraron en Llerena y lo mataron. Ese día, según la inscripción en el registro (realizada casi nueve meses después) M.M.M. murió a consecuencia de un "choque con la fuerza pública". Tenía tan sólo un año más que yo ahora mismo y ni siquiera puedo imaginarme cómo era. Ni su hija, mi abuela, sabe contarme nada de él que no haya oído contar, pues no tenía más que cuatro años el día en que la dejaron sin padre. 

En ocasiones, la memoria familiar dura algo más de tres generaciones: si se tienen hijos a una edad temprana y teniendo en cuenta que ahora se viven muchos más años, incluso habría sido posible que mi bisabuelo, al menos éste, que llevaba el mismo nombre que yo, hubiera cumplido 84 años tan sólo seis días antes de que yo naciera, tal vez incluso  me hubiera podido sostener en sus brazos. Difícil, pero no imposible. Aun así, aunque a mí no hubiera llegado siquiera a verme, sí podría haber contado las historias a mi padre, haber continuado la memoria familiar, destrozada y deshecha por la interrupción del dolor y la guerra. Para mi padre, no sé por qué, como tampoco lo sabe él, esa parte de la historia apenas existe, ha "preferido" olvidarla, no removerla, y tal vez sea por eso por lo que son los abuelos quienes se sientan con calma a contar las historias, porque hablar con ellos no es lo mismo, porque ellos saben que la vida termina antes de lo esperado y que hay que contarla, porque ellos ya no tienen prisa ni les afecta el tiempo.

De una parte la historia de mi familia está coja, pero merece, por eso mismo, el recuerdo. 

lunes, 13 de mayo de 2019

Un viaje a Sarajevo VII: De nuevo en Budapest


Después de Sarajevo, donde la vida era extraña y, sin embargo, cercana, como si la conociera de antes, Budapest se me presenta un tanto más lejana. En estas calles que me resultan familiares, conocidas de otros países y otros tiempos de mi historia, que me recuerdan, anchas y señoriales, a ciudades como Múnich o Stuttgart, a veces incluso a Berlín, con sus edificios amplios, de un pasado grandioso zarandeado por los acontecimientos; esta ciudad que me traslada con su amplio río al Rin junto a Bonn, o a Viena, kilómetros antes de aquí, me resulta, al menos hoy, mucho más desconocida. Sorprendentemente, sé cómo funciona todo, nada me es extraño, y, sin embargo, me siento más extranjero aquí que estos días pasados en Sarajevo. No sé si tiene que ver con el hecho, tal vez lógico, de que llevo dos años leyendo y releyendo sobre Sarajevo, sobre Bosnia, o si, más bien, el idioma es el mayor impedimento. Si en la ciudad junto al Miljacka no entendía apenas nada, pues no era capaz de descifrar los carteles, aunque a veces podía, al menos, identificar sobre qué versaban, en Budapest soy incompetente para comprender absolutamente nada, tal vez una palabra de cada cientos, normalmente algún mes, alguna palabra latina… Poco más. Ni siquiera soy capaz de imaginar cómo suenan las combinaciones de grafías de las palabras que me encuentro. Y no es que mis conocimientos de bosnio -o serbocroata sin más- sean maravillosos, pues carezco de ellos absolutamente, pero algo puedo recordar de alguna otra lengua eslava que traté de aprender sin mucho éxito: soy capaz de leer con cierta proximidad lo que veo escrito, incluso en cirílico, entiendo algunos números y palabras sueltas y, además, se aprecian más palabras latinas. Por otro lado, a pesar, insisto, de mi escasísima preparación, suelo ser capaz de identificar el verbo. Todo esto me es completamente imposible en húngaro. Tal vez por eso, a pesar de encontrarme en un terreno más conocido, mucho más parecido a los lugares en los que he vivido, aquí me encuentro mucho más despistado, como si esperara que al llegar a una tienda entendería lo que hay, conocería los productos, entendería los ingredientes… Quizás por eso también me encontraba en Sarajevo mucho más en casa, porque no esperaba que fuera así y, de repente, me vi en un mundo culturalmente parecido al mío, con la gente haciendo vida en la calle, en las cafeterías, los coches pitando, cierta cercanía en el trato y, al mismo tiempo, estos mismos edificios europeos, colocados en calles mucho más estrechas, como si Sarajevo fuera un modelo pequeño de toda Europa, con sus diferentes culturas entre las calles, relacionándose unas con otras. Aquí, de algún modo, al menos hoy, lo que siento es que se encuentran cosas distintas que soy incapaz de relacionar: la Europa que conozco más o menos bien con algo que soy incompetente completamente para entender lo más mínimo.