martes, 27 de agosto de 2019

Santiago y la memoria


La capital chilena es inmensa, alrededor de siete millones de personas conviven en una ciudad repleta de coches, de comercios y vendedores ambulantes. Habrá a quien este lugar no le parezca más que una ciudad grande, el tamaño ideal, dirán muchos urbanitas. Para mí es una ciudad inabarcable, atractiva al mismo tiempo que desasosegante. Al salir de la terminal de San Jorge, comerciantes ambulantes, con bolsas, gafas, zapatillas, comida, agua, refrescos, juguetes y todo lo que sea transportable para vender por la calle se hacinan por todas partes al grito de “a luca, a luca”. Casi todo cuesta una luca por aquí, da igual lo que sea. A veces los refrescos y el agua se venden al grito de “500 el agua, con gas, sin gas, hidrátense, refrésquense”, convirtiendo las calles cercanas a la estación en un mercadillo. Acercarse al cliente a la antigua usanza.

No sé si Santiago es o no es una ciudad bonita, puedo decir que es, como todo en este país, un contraste en sí misma: en la Plaza de Armas, la catedral y el resto de edificios que la conforman, dan una idea de su pasado colonial y la influencia española, el resto de edificios importantes de la ciudad: Biblioteca Nacional, Museo de Bellas Artes… dejan vislumbrar rasgos de una arquitectura más centroeuropea, más francesa. Uno, mirándolos, se siente en Europa. Esa sensación, sumada a la tan extraña facilidad con la que es posible moverse, entendiendo a las personas, los carteles y demás avisos, provoca un estado de rara confianza difícil de clasificar.

También las canciones ayudan a sentir cercana la ciudad. Pasear por aquí me supone un tarareo mental constante de canciones. Hace unos días, paseando por delante de la Moneda, no podía evitar escuchar Vine del norte, imaginaba los pasos por la ciudad y la canción de Silvio y el beso, y sentía que esa canción no podía corresponderse con el barullo y el constante ir y venir de tanta gente. Cómo pueden ser de diferentes las ciudades para quienes las viven.

Hoy el día lo hemos dedicado al deambular errante por la ciudad, a comer y a hablar del pasado. Reconozco que soy un nostálgico, que me gusta pensar en el pasado, a veces con más frecuencia de la que es mentalmente saludable, pero no puedo evitar construir historias a partir de él, reconstruirlas, incluso crearlas. ¿Qué es, si no el pasado, de lo que se nutren las historias? Hoy ha sido un día para tener un poco de esto. Después de diez años, tal vez más, he coincidido con M. en Santiago de Chile, una antigua compañera del colegio. Cuando la vida te junta con alguien del pasado, a veces, eso se convierte en un riesgo, en una forma de ponernos a prueba. El tiempo pasa por todos y no todos tenemos la misma memoria, los mismos recuerdos, las mismas sensaciones. No sé muy bien qué habrá pensado ella de mí, sé qué he pensado yo, cómo me he sentido al ver a alguien a quien no veía desde hacía tantísimo tiempo. Y sí, me alegro, un poco también egoístamente, porque eso me da argumentos para alimentar la nostalgia y con ella las historias que quedan a medio escribir en algún rincón del ordenador o en alguna hoja de libreta. Hemos contado alguna anécdota común, nos hemos puesto al día: dónde hemos estado, qué hemos hecho, cómo hemos llegado a donde estamos. Yo, haciendo gala de mi malísima memoria, le he preguntado si seguía tocando el piano; era la guitarra. Al decirlo, al decirme “yo tocaba la guitarra”, en ese mismo instante, se me ha aparecido con unos diez años tocando la guitarra, he visto las gafas que llevaba, la postura, diría que hasta la ropa. Cómo es posible que lo haya confundido, he pensado, pero qué le vamos a hacer a la memoria, si juega con nosotros. Probablemente ni siquiera haya acertado con la postura en que tocaba, encorvada sobre las cuerdas, más menuda de lo que el instrumento requeriría. La memoria es dialógica por algo, supongo. Sea como sea, el día en Santiago ha pasado entre conversaciones que giraban, como todas las que se tienen con personas que vienen de otros tiempos, del pasado, pero no sólo del que algún día compartimos, sino del que ya no nos conocíamos.

Con ello, el paseo entre el Cerro de San Cristóbal y el de Santa Lucía, la Biblioteca Nacional y la parada de metro de Universidad de Chile ha sido una forma de sentirse menos ajeno en una ciudad tan despersonificadora. Nada, sólo las palabras, podían relacionar este espacio con el pasado, nada tienen que ver las cordilleras que se ven alrededor de Santiago con el Castellar, nada tienen que ver las nubes de Zafra o su sol con el oscurísimo cielo contaminado de la capital chilena, nada hacía presagiar que hoy, por alguna razón, mi Zafra de hace años apareciera en con cierta lucidez, con la claridad de quien encuentra una fotografía y reconoce en ella a todos los que se ven en ella.

Todo esto pasaba rodeado de puestos, de “a lucas”, de perros callejeros que ignoran a los transeúntes y se pelean entre ellos, o simplemente duermen al sol… Y seguía pasando en mi cabeza en la terminal de San Jorge mientras esquivaba a los cientos de viajeros que esperaban para marcharse por fin a sus respectivos destinos, mientras el vendedor ambulante del autobús me ofrecía no sé qué chocolatina a cambio de no sé ya cuántos pesos. Tal es la fuerza de la palabra, la fuerza generadora de lo que decimos y lo que pensamos, que, cuando el amable chileno que nos ha indicado dónde y cuándo teníamos que bajar al llegar a Melipilla se ha despedido de nosotros con un “que Dios les cuide”, yo he sentido en la piel un “hasta mañana si Dios quiere”, más propio y más lejano. En fin, hoy ha sido Santiago un poco más pueblo.   

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