La capital chilena es inmensa, alrededor de siete millones
de personas conviven en una ciudad repleta de coches, de comercios y vendedores
ambulantes. Habrá a quien este lugar no le parezca más que una ciudad grande,
el tamaño ideal, dirán muchos urbanitas. Para mí es una ciudad inabarcable, atractiva
al mismo tiempo que desasosegante. Al salir de la terminal de San Jorge, comerciantes
ambulantes, con bolsas, gafas, zapatillas, comida, agua, refrescos, juguetes y
todo lo que sea transportable para vender por la calle se hacinan por todas
partes al grito de “a luca, a luca”. Casi todo cuesta una luca por aquí, da
igual lo que sea. A veces los refrescos y el agua se venden al grito de “500 el
agua, con gas, sin gas, hidrátense, refrésquense”, convirtiendo las calles
cercanas a la estación en un mercadillo. Acercarse al cliente a la antigua usanza.
No sé si Santiago es o no es una ciudad bonita, puedo decir
que es, como todo en este país, un contraste en sí misma: en la Plaza de Armas,
la catedral y el resto de edificios que la conforman, dan una idea de su pasado
colonial y la influencia española, el resto de edificios importantes de la
ciudad: Biblioteca Nacional, Museo de Bellas Artes… dejan vislumbrar rasgos de
una arquitectura más centroeuropea, más francesa. Uno, mirándolos, se siente en
Europa. Esa sensación, sumada a la tan extraña facilidad con la que es posible
moverse, entendiendo a las personas, los carteles y demás avisos, provoca un
estado de rara confianza difícil de clasificar.
También las canciones ayudan a sentir cercana la ciudad.
Pasear por aquí me supone un tarareo mental constante de canciones. Hace unos
días, paseando por delante de la Moneda, no podía evitar escuchar Vine del norte,
imaginaba los pasos por la ciudad y la canción de Silvio y el beso, y sentía que
esa canción no podía corresponderse con el barullo y el constante ir y venir de
tanta gente. Cómo pueden ser de diferentes las ciudades para quienes las viven.
Hoy el día lo hemos dedicado al deambular errante por la
ciudad, a comer y a hablar del pasado. Reconozco que soy un nostálgico, que me gusta
pensar en el pasado, a veces con más frecuencia de la que es mentalmente saludable,
pero no puedo evitar construir historias a partir de él, reconstruirlas,
incluso crearlas. ¿Qué es, si no el pasado, de lo que se nutren las historias?
Hoy ha sido un día para tener un poco de esto. Después de diez años, tal vez
más, he coincidido con M. en Santiago de Chile, una antigua compañera del
colegio. Cuando la vida te junta con alguien del pasado, a veces, eso se convierte
en un riesgo, en una forma de ponernos a prueba. El tiempo pasa por todos y no
todos tenemos la misma memoria, los mismos recuerdos, las mismas sensaciones. No
sé muy bien qué habrá pensado ella de mí, sé qué he pensado yo, cómo me he
sentido al ver a alguien a quien no veía desde hacía tantísimo tiempo. Y sí, me
alegro, un poco también egoístamente, porque eso me da argumentos para alimentar
la nostalgia y con ella las historias que quedan a medio escribir en algún rincón
del ordenador o en alguna hoja de libreta. Hemos contado alguna anécdota común,
nos hemos puesto al día: dónde hemos estado, qué hemos hecho, cómo hemos
llegado a donde estamos. Yo, haciendo gala de mi malísima memoria, le he
preguntado si seguía tocando el piano; era la guitarra. Al decirlo, al decirme “yo
tocaba la guitarra”, en ese mismo instante, se me ha aparecido con unos diez
años tocando la guitarra, he visto las gafas que llevaba, la postura, diría que
hasta la ropa. Cómo es posible que lo haya confundido, he pensado, pero qué le
vamos a hacer a la memoria, si juega con nosotros. Probablemente ni siquiera
haya acertado con la postura en que tocaba, encorvada sobre las cuerdas, más
menuda de lo que el instrumento requeriría. La memoria es dialógica por algo,
supongo. Sea como sea, el día en Santiago ha pasado entre conversaciones que
giraban, como todas las que se tienen con personas que vienen de otros tiempos,
del pasado, pero no sólo del que algún día compartimos, sino del que ya no nos
conocíamos.
Con ello, el paseo entre el Cerro de San Cristóbal y el de
Santa Lucía, la Biblioteca Nacional y la parada de metro de Universidad de
Chile ha sido una forma de sentirse menos ajeno en una ciudad tan despersonificadora.
Nada, sólo las palabras, podían relacionar este espacio con el pasado, nada
tienen que ver las cordilleras que se ven alrededor de Santiago con el Castellar,
nada tienen que ver las nubes de Zafra o su sol con el oscurísimo cielo
contaminado de la capital chilena, nada hacía presagiar que hoy, por alguna
razón, mi Zafra de hace años apareciera en con cierta lucidez, con la claridad
de quien encuentra una fotografía y reconoce en ella a todos los que se ven en
ella.
Todo esto pasaba rodeado de puestos, de “a lucas”, de perros
callejeros que ignoran a los transeúntes y se pelean entre ellos, o simplemente
duermen al sol… Y seguía pasando en mi cabeza en la terminal de San Jorge
mientras esquivaba a los cientos de viajeros que esperaban para marcharse por
fin a sus respectivos destinos, mientras el vendedor ambulante del autobús me
ofrecía no sé qué chocolatina a cambio de no sé ya cuántos pesos. Tal es la
fuerza de la palabra, la fuerza generadora de lo que decimos y lo que pensamos,
que, cuando el amable chileno que nos ha indicado dónde y cuándo teníamos que
bajar al llegar a Melipilla se ha despedido de nosotros con un “que Dios les
cuide”, yo he sentido en la piel un “hasta mañana si Dios quiere”, más propio y
más lejano. En fin, hoy ha sido Santiago un poco más pueblo.
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