A este lado del mundo, junto al Océano Pacífico, todo tiene
otro ritmo, otro color, el mismo idioma con otra cadencia. Entre las calles de
Valparaíso la vida de la ciudad parece tener unas reglas propias. Desde el
puerto a cada uno de los cerros que componen la ciudad, el color de las casas y
los grafitis lo cubre todo. Se ven en ella los restos de incendios, de
terremotos, de su historia, de un pasado en el que el dinero correría por sus
calles como ahora corren las ganas por volver a salir adelante. Chile es un país
de contrastes, probablemente más que ningún otro: desde el norte hasta el sur, cuatro
mil kilómetros de costa, de montañas, de desierto, fuego y hielo. Aquí, en Valparaíso,
los pescadores se reinventan, ya no pescan, ahora llevan a los turistas a ver
leones marinos, y los más antiguos edificios se mezclan con la pintura
callejera más moderna. Los trolebuses, antiquísimos la mayoría de ellos, fueron
símbolo imparable de la renovación constante de una ciudad que ha pausado, que ha
puesto el freno, y que ahora lucha por recuperar todo lo que fue y, seamos
sinceros, tendrá difícil devolverse a sí misma, pues para ello le tendrá que
robar buena parte del protagonismo a la megaciudad de Santiago de Chile. Valparaíso,
antaño la Joya del Pacífico, es hoy sólo una imagen de lo que fue, con más
color y más esperanza, tal vez, pero con menos certezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario