lunes, 28 de diciembre de 2020

Croacia XI: un terremoto, una casa y la historia

Hoy me he despertado como si me encontrara navegando en mitad de alguna tormenta oceánica. No sé muy bien cómo es la sensación, pero en un barco es en lo primero que he pensado cuando he visto que todo se movía, que las vigas de madera parecían bailar frente a mis ojos. No era consciente de que estaba viviendo un terremoto hasta que he recordado el de marzo. Entonces ya sí me he asustado, he pensado que esa viga danzarina podría caerse en algún momento y con ella todo el techo sobre mí, así que, absurdamente, me he cubierto con mis propias manos la cabeza. Ha parado pronto. Luego le han seguido un par de réplicas y luego de nuevo una sacudida como la primera. He pensado en los daños del terremoto de marzo aún visibles. Entre el sueño y la vigilia no era muy consciente de si era real o cuándo. Pero lo ha sido. Esta vez el epicentro se ha situado a 50 kilómetros de la capital croata y los daños se han registrado más lejos de aquí. La península Balcánica está bien viva.

Al salir de la cama he levantado la ventana que se encuentra justo sobre el colchón, en el tejado, y he asomado la cabeza para posar la vista sobre la casa derruida hace poco más de una semana. Si el terremoto hubiera sido hace sólo unos días, el estruendo horrible de los ladrillos cayendo habría sido ensordecedor. Eso sí, me habría ahorrado unas horas de insoportables ruidos de pala excavadora golpeando contra los muros una y otra vez hasta dejar el nivel del suelo un edificio que hace poco menos de un mes parecía perfecto. Del edifico recuerdo un gatino blanco y negro correteando por las escaleras traseras, las que, supongo, serían salida de emergencia y escape directo al jardín. Ahora es todo un insignificante y triste solar, un edifico, con sus historias y su memoria, completamente derruido. Me pregunto cada día por qué.

Hay otras memorias que se destruyen constantemente en estas ciudades. Y otras que se reconstruyen e, incluso, que se inventan. De camino al centro paso por la plaza de la República Croata (Trg Krvatska Republika), donde se encuentra el impresionante Teatro Nacional Croata (Hrvatsko narodno kazalište), con su llamativo color amarillo, frente a él, entre el edificio histórico de la Universidad de Zagreb (Sveučilište u Zagrebu) y el propio teatro, escondida entre unos pequeños muros, se encuentra la Fuente de la Vida (Zdenac života), obra del más famoso de los escultores croatas, Ivan Meštrović. En ella, esculpida en bronce, se puede observar a varias personas desnudas entrelazadas alrededor del agua. Si el nombre se refiere al agua o al sexo creador, eso ya lo deja Meštrović a los ojos del observador.

Esa misma plaza de la República Croata se llamó, hasta el año 2017, plaza del Mariscal Tito (Trg Maršala Tita), pero la nueva versión de la historia croata elimina al ilustre dirigente yugoslavo fallecido en 1980 y artífice de la paz durante, al menos 45 años en Yugoslavia. Dirigente partisano, a pesar de sus prácticas represivas, gran parte de los croatas y de los yugoslavos en general lo consideran la figura de su país más valorada internacionalmente. No en vano, durante el gobierno de Tito, los yugoslavos se encontraban fuera de la URSS, pero también fuera del bloque capitalista, lo que les garantizaba libertad de movimientos, vacaciones o incluso, como anota Slavenka Drakulić, poder comprarse un vestido de graduación en Milán. Y es que, según dice la autora croata en su Café Europa, quienes consideran que la Yugoslavia de Tito era un país totalitario del mismo modo que los países que se encontraban bajo el influjo de la URSS, esa gente, dice, no tiene ni idea de lo que está hablando. Tanto es así que la nostalgia de la época titoísta, la vida del de Kumrovec (Croacia) y lo que simbolizaba, lleva por nombre Titostalgia. Tito, a pesar sí, de ser un dictador, ofreció reformas y abrió el país, garantizó la paz y la hermandad de los pueblos sureslavos. Y, lo más importante, él y sus partisanos consiguieron repeler al fascismo y liberar Yugoslavia, proporcionando una independencia a la RFSY que no tuvieron otros países del entorno, que terminaron bajo el mando de la Unión Soviética. No parece descabellado que se sienta cierto aprecio por él.

En un artículo del profesor esloveno Mitja Velikonija se recogen ciertas acciones o símbolos que tratan de mantener viva su memoria: carteles que existían y que grupos de neonazis destrozan y los propios habitantes vuelven a poner, pintadas a su favor, camisetas, monumentos que se retiran y se vuelven a poner… Llama la atención una de esas historias que se refiere a un parque entre edificios de Zagreb: los vecinos, casi todos jubilados, guardan en absoluto secreto el lugar en el que se encuentra el nombre de Tito escrito con rosas rojas. El texto sólo es perceptible desde la altura de los edificios, por lo que sólo los vecinos son conscientes de ello, y son ellos los que se encargan de cuidarlo y mantenerlo, celosos de que la nueva historia del país les robe su jardín. El artículo no es nuevo y puede que ese parque ya no exista, pero la idea está clara: el pueblo siente algo completamente distinto de lo que busca la clase política. Los jóvenes, en cambio, aceptan con más claridad la versión oficial, ajenos a la realidad que vivieron las habitantes de Yugoslavia antes de las guerras.

Así, los nacionalismos no sólo han acabado con una parte de la historia, borrándola del mapa, echándola abajo, como la casa que se ve frente a mi ventana, sino que también se han apoderado de otra según les pareciera. No siempre han podido, está claro, pero lo han intentado y lo seguirán intentando. Hay dos ejemplos claros que me parecen llamativos: por un lado está el actor Rade Šerbedžija, nacido croata y de nacionalidad serbia (para que nos entendamos, de religión cristiana ortodoxa por tradición familiar, pero en Croacia, donde son católicos), que tuvo que irse del país cuando terminó la guerra para poder trabajar, porque nadie quería a un serbio en sus teatros, por mucho que fuera el país en el que había nacido. Llegó a EEUU y se hizo famoso y, claro, el dinero y la fama le han permitido volver y abrir su propio teatro, el Ulysses Teatar, en Pula. Jagoda Marinić recomienda encarecidamente ir a ver su representación del Rey Lear –aunque no se entienda el idioma– en el Tvrđava Minor, un fuerte situado en la isla Mali Brijun, una de las que componen el archipiélago de Brijuni, y una de las más de mil islas croatas repartidas por todo el Adriático. Para llegar a la representación, el propio teatro recoge a los asistentes con un barco en Pula y los lleva hasta el fuerte. La experiencia ha de ser inolvidable. Por el otro lado está el inventor Nikola Tesla, también nacido en Croacia, pero también de nacionalidad serbia, pues su padre era sacerdote ortodoxo. En este caso, la competición por declarar al inventor de uno u otro lado de la frontera es más llamativa aún: tanto en Zagreb como en Belgrado podemos encontrar un museo con el nombre de Nikola Tesla y, en la capital serbia, incluso el aeropuerto lleva el nombre del ilustre inventor. La discusión estaría saldada si no fuera porque, para empezar, cuando nació Tesla, el territorio en el que vio por primera vez el mundo pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y, para seguir, porque por ese mismo motivo, el de ser serbio en Croacia, muchos tuvieron que exiliarse o murieron a manos de sus vecinos en alguna de las guerras del siglo XX. Si tomamos a Tesla como croata y lo recordamos, ¿por qué no se hizo lo mismo con el resto, por qué no podía Rade Šerbedžija actuar en su país? Y, ¿si ahora sí que puede, qué sentido tiene el baño de sangre de todo el siglo XX?

La casa derruida frente a mi ventana ya no cuenta historias ni tampoco las escucha, y yo me pregunto qué sentirán sus antiguos habitantes ahora, cuántas historias se han quedado a medias, cuántas imágenes han desaparecido para siempre, cuánta vida guardaban, y qué reescribirán encima. Tal vez no habría soportado el terremoto de hoy, tal vez por eso la han caído. ¿Quién sabe cuál será su historia?

viernes, 18 de diciembre de 2020

Croacia X: Breve repaso del año de la pandemia

El año no empezó bien. Parece una obviedad decirlo con la pandemia que llegó y que aún no se ha ido, pero no es sólo eso por lo que este año ha ido dando tropiezos. Y me explico.

En enero estuve en Berlín y pude entrevistar para mi tesis al escritor zagrebí Nicol Ljubić. Cenamos juntos en un restaurante italiano cercano a su casa. Era lo suficientemente temprano como para que yo no tuviera nada de hambre, pero no podía verlo comer y ya, así que pedí una sopa de tomate para acompañarle en su ensalada. La entrevista fue bien, hablamos de literatura, de Yugoslavia, de la guerra, de la familia, de la memoria, de Bremen y de los disgustos de la temporada del Werder. Después subimos a su casa y me regaló un ejemplar de su última novela: Ein Mensch brennt (en español sería Un hombre arde). Pero la visita a Berlín estuvo empañada por una llamada: tu abuela está en el hospital, ha tenido un ictus y no creemos que salga. Estaba en la puerta de un restaurante coreano para comer con M., antigua compañera del departamento que ahora vive en la capital alemana. Lo pienso y parece que han pasado siglos, pero no, ha sido este mismo año que está a punto de terminar.

Mi abuela salió, pero salió más su cuerpo que ella. Hace un año era un mujer minúscula y valiente, calmada, humilde, cariñosa y con una fuerza descomunal para dar pellizcos disciplinarios. Yo le agarraba los cachetes como si fuera ella la nieta, y entonces ella me cogía las manos con las suyas, rugosas del trabajo de ochenta años. Con seis años, recordaba, ya estaba cuidando cerdos, ésa fue mi escuela. Hasta el momento, la última vez que la he visto ha sido en febrero, el fin de semana de carnaval. Cuando vuelva habrá pasado más de un año. Nunca, a pesar del tiempo vivido fuera, había estado tanto tiempo sin verla.

Antes de eso el año ya había dado otra muestra de desdicha. Tras muchos años deseando ir a un concierto de Sabina y Serrat juntos, M. y yo teníamos entradas para el del 12 de febrero, el mismo día del cumpleaños del de Úbeda. No llevábamos ni media hora de actuación cuando Sabina se precipitó por el escenario. No nos lo podíamos creer. Nos emplazaron a otro día para retomar el concierto. En mayo. Pero en marzo llegó el covid y se acabó la música, se acabaron Sabina y Serrat y se acabó también el concierto previsto de Extremoduro en Sevilla.

Pasé varios meses solo en Sevilla y trabajé bien unos días y fatal la mayoría. Me mantuve a flote, que no era poco. Pensaba que estaba mejor de lo que realmente estaba. Quise cambiar mi vida, quise tomar decisiones que no había tomado nunca, así que me compré una moto. El primer día ya sufrió una caída (ella, no yo) y tiene la marca que recuerda que las cosas nunca son tan fáciles como creemos, que la confianza es importante, pero también lo es la prudencia, y que ir demasiado deprisa sólo nos acerca demasiado pronto al final.

En julio tuve mi primera experiencia en un quirófano. Estaba en Cabeza del Buey, solo y sin coche, y, por cosas de la vida, se me despegó el alambre que sujetaba los dientes que en tiempos estaban descolocados y que los mantenía en su lugar correspondiente. Se despegó, digo, y me lo tragué. Así que visité el centro de salud del pueblo y el Hospital Siberia-Serena, en Talarrubias, media intercesión del coche de la hija de una vecina que se prestó a trasladarme. Yo pensaba que no era nada excesivamente grave, así que me lo tomé con bastante humor, pero la cara de la doctora que me atendió, los ojos, por encima de la mascarilla, dejaban entrever preocupación. Acabé en una ambulancia pilotada por Alfonso, que me quiso vender una Harley-Davidson que le había comprado a su exmujer como regalo y que ésta apenas había usado. Rechacé la oferta por incapacidad –económica y conductiva– y llegamos a Badajoz para saludar a mi familia, que me esperaba en la puerta, y a medio hospital, que llevaba dos horas esperándome para una endoscopia de urgencia. No sé qué hora era, pero tarde, la una de la mañana, tal vez. Pensaban que tendrían que dormirme y por suerte eso no sucedió. Había llegado allí con un test rápido hecho y un anestesista decía que si no había PCR, él no participaba, que yo podría estar infectado y liarse parda. Por suerte, hubo otro dispuesto a estar presente y no hubo que abrirme, y es que si me hubieran hecho una PCR y hubiéramos tenido que esperar los resultados, probablemente el alambrito dichoso habría llegado a entrar en el intestino y, en fin, era lo suficientemente contundente como para haber producido algún desgarro. La cara de los doctores no era demasiado esperanzadora, la verdad, y yo, entre el efecto de la anestesia y el humor que llevaba para el cuerpo, procuraba quitarle hierro al asunto. Las cosas fueron bien y ni siquiera tuve que pasar la noche en el hospital. Con éstas, a las tres y media de la mañana emprendimos el viaje hacia Zafra. Yo sólo pensaba que bendita sanidad pública.

Luego ya… llegó septiembre, pude venirme a Zagreb y aquí sigo. Tendría que haberme venido en junio, pero no pudo ser. Ahora el virus avanza y Croacia está a la cabeza en número de contagios por habitante de toda la UE, pero yo apenas salgo de casa y hay días que apenas recuerdo el virus. En España, sin embargo, los contagios empiezan a bajar y mi familia está todita entera aislada en el hogar. Qué cosas tiene la vida. Será las primera Navidad que no esté en casa y que pase prácticamente solo o con gente desconocida o semidesconocida. También es posible que sea la primera Navidad que mi familia no podrá celebrar aun estando en casa.

El año se acaba, pero con él no van a terminar los problemas, pero tampoco la opción de sortearlos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Croacia IX: El frío, la nieve y unos refranes

El frío ha llegado a Zagreb con una intensidad que le sabía pero no le esperaba. Antes de venir, me asomé a las páginas meteorológicas buscando cómo suelen ser los inviernos croatas y lo primero que descubrí es que el sur de Europa a veces no está tan al sur, que es más bien una construcción ficticia. La temperatura ya no sube de cinco grados los días en los que hay cierta suerte. Tampoco suele bajar de cero, aunque ya hemos llegado a menos tres. Lo cierto es que me gustan los inviernos y el frío. Me gusta sentir el aire gélido en la cara y llegar a alguna cafetería, pedir un té y calentar las manos apretando la taza.

Recuerdo el frío en Göteborg, que tiñó de blanco toda la ciudad a las pocas horas de aterrizar mi vuelo en un aeropuerto con una terminal como un pequeño almacén de un polígono industrial: en esa ciudad tomé mi primer vino caliente y no recuerdo el sabor, sólo el calor en las manos. Recuerdo también que en Groningen, al volver de montar en bicicleta y de pasear sobre un lago tan helado como los canales de la ciudad, en los que dormían barcos perennes, los pies dolían frente al radiador: las sonrisas estaban presentes, sí, pero en los pies se notaban pinchazos en cada milímetro. Todo iba entrando en calor poco a poco y el dolor causado por el contraste era ciertamente desagradable, pero nada podía empañar la felicidad del momento. La juventud de entonces y las ganas con las que nos enfrentábamos a la vida y a las experiencias eran completamente distintas. Ahora no puedo decir que domine la calma, pero tal vez sí que la prudencia esté más presente.

El frío arrecia y la ciudad se cubre de una niebla que impide ver las plazas y los parques. Las luces de los tranvías se ven a lo lejos como si fueran quedándose obsoletas, como perdidas y, sin embargo, más necesarias que nunca. Incluso los pájaros en los árboles frente a mi ventana desaparecen entre el gris borroso. Es invierno ya en Zagreb, y hoy se certifica con la nieve que cae y va cubriendo poco a poco, muy poco a poco, las hojas de los abetos, los oscuros tejados. Un cuervo se posa sobre una de las ramas con dificultad y espera ahí, observa los copos precipitarse con calma hacia el suelo, ligeros pero contundentes, en ese revuelo desordenado, esa danza caótica de idas y venidas, arrastrados minúsculos puntos blancos por una leve brisa de aire.

Es curioso ese caer. Si se dirige la mirada hacia un punto concreto en el espacio la velocidad de los copos es considerable y, sin embargo, se dejan seguir con cierta facilidad con la vista si se presta algo de atención a unos copos concretos. Me sorprende esa dualidad en la nevada. No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi nevar en mi vida, pero sí la recuerdo en Salamanca. Era el año 2009 y C. me llamó al teléfono de la habitación: nevaba y ella nunca había visto nevar. Era temprano en la mañana y no tengo muy buenos despertares, así que le di las gracias y me volví a la cama. ¿Cómo no va a haber nevado nunca en Mérida?, le dije.

Me gusta la nieve, pero con contundencia, la que permite deslizarse a través de ella, bajando laderas una y otra vez. Me gusta, sobre todo, observarla, como hago ahora mientras lleno una y otra vez la taza con el agua recién hervida para que se disuelvan en ella los sabores y aromas de las hojas y frutas secas de las bolsitas de té, líquidos cálidos que vuelven a dejar poco a poco sabor en el paladar.

Tengo muy buenos recuerdos asociados con la nieve y con el frío. Imagino que más intensos por la falta de ambos elementos en las latitudes en las que más tiempo he vivido. Recuerdo los inviernos en Sevilla, en Zafra. Recuerdo el sur y mi sur, que no son el mismo, pero que de algún modo se parecen. A uno lo echo de menos cada cierto tiempo, aunque la costumbre hace que la morriña no sea nunca excesiva. ¿Dónde andas, galocho? Era la pregunta eterna de mi abuela J. y que siempre llevaba aparejada una respuesta irónica e insuficiente, pues casi siempre estaba en casa, pero nunca estaba en el hogar. Al otro sur creo que nunca he terminado de acostumbrarme. P. me diría que no he buscado la boca en esas calles, con esa forma tan propia que tiene de encontrar un refrán en cada situación: En Venezuela, comienza, se dice que quien quiere besar busca la boca. ¿Y si es verdad que no la he buscado? Siempre he tenido la boca buscada en otras latitudes, en otras calles, en otros climas.

A Zagreb no he venido a besar, sino a escribir, y, sin embargo, la ciudad me atrae hacia ella, ofreciéndome sus calles, sus árboles, sus secretos y ahora también sus nieves. Así que aquí me hallo, en este sur que está bastante al norte, pensando en los refranes venezolanos de P. y muy concretamente en uno que dice que no se puede estar buscando a dios y rogando no encontrarlo. Vine a buscar el invierno y la escritura, y aquí están. Todo lo demás quién sabe dónde queda.

 

 

domingo, 22 de noviembre de 2020

Croacia VIII: terremotos y museos

En marzo de este año, Zagreb sufrió la peor parte de un terremoto que sacudió Croacia. No es algo demasiado ajeno a esta ciudad, en la que la historia se cuenta casi por los terremotos que ha sufrido. Hace 140 años un seísmo sacudió los cimientos de esta ciudad y destruyó gran parte de la catedral. El terremoto del 22 de marzo, de 5,4 grados, y sus más de 50 réplicas dejaron un muerto y casi treinta heridos, además de numerosos edificios en los que son aún visibles los daños. La biblioteca en la que yo tendría que estar trabajando estos días también quedó bastante dañada, especialmente la tercera planta, donde se encontraban los libros de germanística. Era domingo y eran aproximadamente las seis y media de la mañana. Eso salvó muchas vidas. Si hubiera sido solamente un día después, las calles agramitas estarían ya empezando la vida, que no se para a pesar del covid.

En algunos edificios céntricos aún se ven las huellas de los desprendimientos, paredes desconchadas, como de edificios descuidados que estuvieran listos para derrumbarse. Alguien que no supiera de la existencia del terremoto, podría pensar que son restos de una guerra reciente, pero no, no son edificios abandonados a la suerte de las balas. La guerra, sin embargo, es otro tipo de terremoto, siempre más evitable.

Terremotos en la vida hay muchos, y los hay constantemente: físicos, económicos, sentimentales. Las cosas pueden cambiar de un momento a otro, sin previsión. Y es que todo lo que parece estar bien, puede dejar de estarlo. Donde está el cuerpo, está el peligro, ¿no? Pues eso, donde está la vida, puede llegar el terremoto.

Tal vez por eso, por los terremotos, por los cambios, las rupturas, en Zagreb se encuentra el Museo de las Relaciones Rotas. Podría ser un museo dedicado a los cambios políticos y a las relaciones rotas entre los distintos países de Yugoslavia. Pero eso sería muy yugonostágico para el único país que cree mayoritariamente, a excepción de Kosovo, que ha salido beneficiado de la desintegración. Ni siquiera Eslovenia, el primero de los dos en acceder a la Unión Europea, lo tiene tan claro, y es que, en una encuesta de 2016, sólo el 41% de los eslovenos creen que les ha beneficiado, mientras que el 45% cree que les ha perjudicado. En Croacia el porcentaje es 55% a favor, 23% en contra. De ese terremoto, creen al menos los croatas, ellos también salieron beneficiados

El Museo de las Relaciones Rotas es, sin más, eso, un museo dedicado a las relaciones perdidas, entre parejas especialmente, pero también entre padres e hijos, entre abuelos y nietos o historias que hayan llegado a oídos de generaciones posteriores y querían conservarlas para el futuro. Hay de todo: parejas que se amaron y luego ya no, amores imposibles, amores eternos en los que uno de los dos falleció antes de tiempo, porque de algún modo siempre se fallece antes de tiempo. Hay engaños, celos, amantes… El museo está compuesto por objetos donados por alguna de las partes de esas relaciones: una bicicleta, casi recién comprada, que alguien dejó en casa cuando se marchó con su amante; un paracaídas de alguien que perdió la vida cuando uno igual falló; unas botas de moto que alguien compró para su novia y, cuando ésta se fue, no podía soportar verlas puestas en una persona distinta, porque hay cosas que sólo pertenecen a una persona, aunque ya no esté; postales enviadas desde una guerra lejana; una puerta pintada con mensajes para un hijo que ya no está; una cinta de vídeo de una boda, destrozada por unos hijos que odiaron a una madrastra aprovechada; un vestido de novia sin usar; el retrato de un novio desconocido, pintado por una abuela que dejó de pintar antes de casarse; un dragón a modo de cuelgajoyas; un jersey imposible por los caprichos del modelo…

El museo es un lugar curioso, sobre todo porque no suele exponerse la pérdida amorosa, la pérdida sentimental. No suelen exponerse los terremotos de la vida individual. Más allá de libros y películas, que son, a fin de cuentas, algo íntimo, hecho por una persona concreta, para que el público lo masque y lo digiera tranquilamente, en solitario. El museo ofrece la posibilidad a cualquier persona de donar a la colección algo de su vida y mostrarlo, hablar de la pérdida, de la desafección, del desamor, no sólo consigo mismo, como cuando se ve una película o se lee un libro, sino con el público, porque en el museo las protagonistas son las propias historias personales, las del público, las de cualquier persona que pase por allí.

El museo tiene la ventaja de que habla directamente con los sentimientos de quien está delante de esos objetos, porque todos tenemos historias así, porque todos hemos vivido amores y desamores, porque todos hemos creído que algo sería para siempre y luego no, porque todos, queramos reconocerlo públicamente o no, hemos amado, hemos sufrido y nos hemos tenido que desprender de objetos que nos recordaban a alguien, o los hemos guardado como si fueran un pecado… Al final estamos hechos de historias que funcionan y de historias que fracasan, de terremotos inesperados.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Croacia VII: lo que importa en un paseo

Hace no demasiado alguien me dijo que había dejado de aparecer yo en lo que escribo, que era como si no fueran míos mis textos, que hablaba de fuera más que de dentro. Tuve un poco de miedo al leer eso, miedo de perder lo que soy para convertirme en otra cosa, de abandonar la nostalgia por las risas falsas de las fotos. Pero sigo sin salir en las fotos, sigo sin saber sonreír más que de lado, sigo teniendo los ojos tristes de esa manera familiar, sin estar para nada triste.

Dejé de escribir del dolor y del delirio de las noches de insomnio para escribir sólo del insomnio. ¿Tenemos que encajar en algo? Hay quien dice que la vida no es sólo dolor, tristeza y muerte, eso es cierto, pero para eso está la vida, la literatura – si es que esto puede llamarse literatura – está para llenar el vacío que deja la pérdida, el desconocimiento, la ausencia, la ansiedad. El mundo nos impone estar bien, nos impone no mostrar lo que no gusta, no mostrar el desconsuelo.

Dejé de escribir que no hay nada más lúgubre y desolado que un hospital de provincias en una noche de otoño, que no hay nada peor que descender de un tren vacío, en una estación desierta y acercarse en silencio a un hospital, entrar por la puerta trasera y mirar sonriendo con dolor a la cama con la presencia de una abuela que se va y aún no lo sabe. Qué sonrisa tan falsa y tan real. Quién puede querer esa sensación y sin embargo qué imposible ignorarla. Quién puede querer leer el llanto de quien con cada paso se acerca al final, lo sabe y no puede ni quiere evitarlo, porque los finales no se pueden evitar. Pero lo leemos, porque nos reconocemos en él.

Dejé de escribir de lo que realmente importa para escribir de lo que quería que importara. Pero las cosas no funcionan así, así funciona la censura. Los cuatro días que he pasado prácticamente en silencio entre Pula y Rovinj han sido felices, y han traído consigo imágenes de lo que no he escrito, pero importa.   

domingo, 1 de noviembre de 2020

Croacia VI: Rovinj/Rovigno, una vida sobre el mar

Cuando le dije al tipo del alojamiento que me quedaba tres noches me miró extrañado. Primero pensé que no tenía ni idea de lo que vendía, luego ya supuse que era más bien que nadie esperaba una estancia tan larga en esta ciudad. Es agradable sí, pero en un rato y medio se ve, sobre todo si tenemos en cuenta que está casi todo cerrado.

Así que ayer sábado, con todo visto en Pula, puse rumbo a Rovinj/Rovigno, a unos 40 kilómetros desde la capital de Istria. Fue un absoluto acierto. Recorrer las calles del pueblo, empedradas, luminosas, alegres por sus formas más que por su vida, fue, seguramente, lo más entretenido de estos días en Istria. Entretenido por sorprendente, porque ni tenía intención al principio de visitar este lugar ni esperaba la imagen impresionante del pueblo subido sobre las rocas de la costa. No hay arena rodeando el pueblo, sólo rocas y rocas, pero el acceso al mar no es complicado, ya que hay bajadas y escaleras que ayudan a subir y bajar a los bañistas. Sólo a una señora vi atreviéndose a adentrarse en el agua. Iba con otra mujer de aproximadamente la misma edad, pero la segunda se quedó en la orilla, al cuidado de las cosas, tal vez. La primera, se desnudó y entró en el agua ayudándose de una de las barandas. Las vi cuando bajaba todo lo posible por las rocas hasta el mar y, a la vuelta, ya sólo se veía a la que esperaba junto a la entrada al mar. Desde arriba sí se divisaba una cabeza flotando en el agua, disfrutando del Adriático en la piel. Recordé otras costas y otros mares, la desnudez propia y la de M. en las costas almerienses o gallegas. Pensé en el pudor, tan absurdo y tan real, tan opresor o represor, tan capaz de anular voluntades, de crear miedos e inseguridades. Y también pensé en la expresión de “nadar y guardar la ropa”, y ahí estaban esas señoras, una nadando y la otra guardando la ropa. ¿Cuáles serían las razones de cada una para ocupar el puesto que ocupa?

Rovinj en croata, Rovigno en italiano, no puede evitar la comparación con la Toscana. Si Pula parecía Italia, Rovinj lo parece aún más. Es increíble cómo tenemos una serie de ideas preconcebidas sobre los lugares, cómo relacionamos ciertas imágenes con unos lugares y no con otros. Qué idea más absurda la de las fronteras, y qué real también, como el pudor. Las calles estrechas, empinadas, las fachadas descuidadas, las contraventanas abiertas al mar y al aire de la vida, la ropa tendida entre las casas, haciendo de éste un lugar habitable, mucho más que para los turistas, para quienes se atreven a vivir aquí nueve meses sólo entre ellos, sin quienes vienen de fuera a interrumpir su calmadísima vida. Las calles estrechas que no tienen salida, que sólo llevan a casas, las que sólo llevan al mar, las terrazas sobre el agua… imagino a los pescadores en la noche, de madrugada, yendo o volviendo de trabajar, con sus aperos entre esas calles… imagino a los niños que hayan crecido en lugares como éste, marineros sin buscarlo, capitanes de barcos de juguete con inercia a la autenticidad. ¿Serán distintos los juegos de estos niños? En el mar, un hombre salta de barcaza en barco hasta llegar al lugar que busca, ayudado con una especie de lanza, se acerca los vehículos al punto en el que se encuentra. Otros tienen que pisar tu barco para llegar al suyo y, de algún modo extraño, eso me hace pensar en la hermandad que conlleva el mar. Ahí uno está solo, o lo estaría, si no fuera por otros como él. Qué lugar tan duro y atrayente.

En lo alto de la pequeña península en la que se encuentra Rovinji/Rovigno, la iglesia de Santa Eufemia, con sus puertas de frente al mar. Se cree que esta basílica alberga la mayor parte de los restos de la mártir, venerada no sólo por la iglesia católica, sino también por la ortodoxa.

Volviendo de la iglesia, paré con un vendedor ambulante al que le compré un queso con trufas, muy típicas de la zona. Hablamos en italiano – él – y en esa mezcla entre italiano real, italiano inventado y español – yo – que se da cuando dos personas quieren entenderse. Le pregunté si era italiano, que había oído que en la zona había muchos. Me dijo que no, que era “de aquí” y que “aquí” todo el mundo hablaba italiano, pero que nadie lo usaba en su día a día. No tardó, sin embargo, la ciudad en contradecirlo. Poco más adelante, dos niñas en patinete, probablemente hermanas, iban hablando esa lengua latina. Podrían no ser de allí, es cierto, y lo pensé, pero al poco, una familia que hablaba croata, paró a una señora mayor por la calle, de éstas que pasean su pueblo sin prestar atención a los turistas, y la conversación se desarrolló íntegramente en italiano. Luego, la familia siguió con su lengua eslava tan ricamente. También se escapó de alguna de las casas, durante la preparación de la cena, alguna frase en italiano que, en el silencio de las piedras – y a pesar del horroroso ruido que hace una de mis botas al caminar – era imposible no escuchar. Se habla italiano y se usa, tal vez no mucho, pero la cultura italiana y la influencia de la lengua no se pueden obviar desde el mismo momento en el que entras en cualquier lugar y te saludan con un consuetudinario ciao. Es hermoso cuando las lenguas conviven sin odiarse.  

Me volví a Pula en el bus, entre campos y campos de olivos y echando de menos la moto que dejé en casa. Ella y yo tenemos un proyecto y muchas cosas que contarnos. Habrá que esperar aún un poco.  

sábado, 31 de octubre de 2020

Croacia V: Pula y los tiempos

Pula es agradable, como dice Jagoda Marinić, en Istria el tiempo pasa más despacio, con su ritmo natural y su temperamento en el que nada hay que tomárselo demasiado en serio, porque todo es un juego de disfraces un teatro frente al mar, como si contantemente se representara Esperando a Godot. Incluso en la capital es así.

Ayer, al pagar la entrada del anfiteatro, me devolvieron un billete de diez kunas. Mi sorpresa fue máxima, se me debió de notar incluso con la mascarilla puesta. Hasta entonces no había sido consciente de que en el reverso de esos billetes aparecía el Anfiteatro de Pula, así que ver la imagen en el billete fue casi como ver un billete de monopoly. Al principio, creo, se me pasó por la cabeza la absurda idea de que me estaban dando un billete falso, luego pensé que era la entrada, pero no, era el cambio. La entrada no era más que un ticket cutre, de esos que pierden la tinta con el paso de los días. En fin. La ilusión, ya digo, fue ver la imagen del lugar en el que estaba, impresa en el billete.

Por lo demás, la ciudad es agradable, pero se nota que ha pasado la temporada fuerte, muchos de los comercios están cerrados, no sé si por estar de vacaciones o si han echado el cierre permanente tras un verano marcado por el covid. Los escaparates están tapados, en muchos casos, con papeles marrones, que esconden las vergüenzas de locales desnudos y destartalados, con las mesas apelotonadas y las sillas de cualquier manera. Eso, al menos, es lo que se intuye entre los resquicios que dejan los papeles no siempre perfectamente superpuestos.

Después de comer en un pub cerca del puerto, me propuse trabajar un rato ahí mismo hasta que fuera a hacerse de noche y acercarme a la playa a ver la puesta de sol, pero calculé mal el tiempo, así que, cuando quise llegar a la playa ya apenas quedaba un poco de luz. Desconocer las ciudades tiene esas consecuencias, pero bueno, ya que no podía hacer nada contra ello, con la aceptación intrínseca de la hora que era y de la luz que ya se había perdido casi por completo, me paré delante de la iglesia de Nuestra Señora del Mar, es decir, abandoné el camino principal y fui a lo que, en cualquier otra iglesia, sería la parte trasera, de espaldas al mundo. En este caso, la edificación mira al mar, como, supongo, corresponde a las iglesias que tienen esa advocación. Delante de la iglesia, una placita a la que se accede por unas escaleras que, se ve, se han descuidado mucho con el paso del tiempo, tanto que el acceso parece casi imposible. Me pareció una forma bastante clara de explicar cómo es la situación del mundo con el mar. Durante bastante tiempo, imagino, la ciudad se dedicaba al mar como parte de su supervivencia, de su vida más real. Pula llegó a albergar el cuartel general de la armada austriaca en época del imperio, pero, con el tiempo, a pesar del innegable valor acuático de la ciudad, la sensación que da es que cada vez se fija más en el turismo que llega desde tierra. El mar, a fin de cuentas, parece siempre más incierto. Algo más adelante, el Cementerio Memorial de la Marina de Guerra, sin luces, con la cancela echada y un candado cerrando una cadena que, me atrevería a decir, lleva varios años sin abrirse. La marina de guerra y la marina en general parecen haber perdido protagonismo en esta ciudad.

De vuelta de la playa, paré a cenar en un restaurante de nombre italiano, como tantas cosas en esta ciudad, en esta región. El camarero, al final de la cena, me preguntó por mi estancia en Pula y entablamos algo de conversación. Él, de Belgrado, llevaba 10 años en Pula, casado con una croata, me dijo que la situación en los Balcanes no era buena, pero que, después de lo que han vivido en la zona en los últimos treinta años, todo les parece normal, que su filosofía de vida es así, no tomarse las cosas como la mayor desgracia, porque siempre hay algo peor. Puro ritmo istriano. Con todo recogido, yo ya levantado y con el abrigo puesto, me trajo biska, imagino que algún tipo de variante del rakia, una especie de orujo, en este caso con miel, especialmente típico en Istria, parece ser. Con esto, me dijo, ni coronavirus ni nada, esto lo cura todo. Así que me volví a la mesa, me quité el abrigo y me tomé el licor tranquilamente antes de irme del restaurante croata con nombre italiano en el que sólo quedábamos el serbio y yo.

viernes, 30 de octubre de 2020

Croacia IV: Pula, ciudad romana

Al llegar a Pula la ciudad no parece demasiado especial, pero en cuanto la ruta se encamina hacia el centro, el anfitetatro se alza majestuoso y la percepción de la ciudad varía. Es la capital de la región de Istria y no esconde su pasado romano ni su influencia italiana actual. En la fachada del ayuntamiento, de hecho, ondea la bandera de Italia, imagino que por la importante población italiana que habita en la ciudad. Incluso los nombres de las calles y la mayoría de los carteles que anuncian algún organismo estatal o regional se encuentran tanto en croata como en italiano. Las pizzerías abundan y, de alguna manera, para quienes no conocemos la península Itálica, esta ciudad nos hace pensar en la Toscana, con algunas de esas casas de colores o de piedra, con contraventanas de madera…

Desde dentro del anfiteatro no puedo dejar de pensar en Mérida, también capital, con una población más o menos similar y un pasado romano del que ambas ciudades se sienten orgullosas. Aquí, sin embargo, el teatro romano – malo rimsko kazalište – no es sólo bastante más pequeño, sino que, además, la construcción está prácticamente a ras de suelo, queda bastante poco y regular: basura y cristales entre el graderío y, tras la escena, coches que han encontrado un buen aparcamiento con algún milenio de historia.

Es cierto que, desde un punto de vista turístico, el anfiteatro casi que se vale por sí mismo: 400.000 visitantes al año y el sexto anfiteatro romano más grande del mundo. Construido entre el 69 y el 79 de la era actual, podía albergar unos 20.000 espectadores. No deja de parecerme sorprendente que 20.000 personas se juntaran para ver a otras matarse entre ellas. Una tradición que duró siglos y que terminó prohibiendo el emperador Honorio a principio del siglo V. Se le echarían encima por ir contra la tradición, imagino. Antirromano, le dirían. En la actualidad, el Anfiteatro de Pula acoge, actividades culturales como Pula Film Festival.

Trato de imaginármelo lleno, con el ruido de los gritos, los abucheos, las lanzas, las espadas y los escudos y parece imposible que este lugar, tan tranquilo ahora mismo, estuviera destinado al espectáculo de la violencia. Ahora sólo se escuchan algunos coches – no demasiados – y gaviotas sobrevolando estas frías piedras. Me pregunto, también, cuándo volverá a haber tanta gente aquí reunida para cualquier acto. Lo que cambian las cosas.

lunes, 19 de octubre de 2020

Croacia III: estampa de un primer paseo

Sólo un día he recorrido las calles de Zagreb como me gusta hacerlo en las ciudades en las que termino viviendo: sin rumbo fijo, sin prisa, sin tiempo límite. Antes del virus, cuando llegaba a cualquier ciudad, paseaba hasta aburrirme y me sentaba en una cafetería, tomaba notas o trabajaba un poco. Luego continuaba hasta que llegara la hora de comer y me sentaba en el primer sitio que me apeteciera para volver poco después a emprender la ruta entre calles y edificios desconocidos, completando un nuevo imaginario de calles, casas, señales…  

Llevo, sin embargo, algo más de una semana encerrado en casa, en cuarentena preventiva – retroactiva y responsable – por contacto directo con diagnosticados de covid. Ya falta menos para salir a la calle, pero aún no es el momento. Sin síntomas ni prueba, la soledad de la habitación se hace, a veces, un poco desesperante. Pero se sobrevive, ya sabemos. Yo lo estoy haciendo a base de tés e infusiones: té de hierbas y mate, manzanilla, hierbas de la montaña, hierbas del mediterráneo, cúrcuma y jengibre… Ciertamente ha empezado el otoño en casa.  

Antes de este encierro pude recorrer un día las calles de Gornji Grad, la Ciudad Alta de Zagreb. Originalmente, la ciudad de Zagreb se creó entre dos colinas, al este, la iglesia de Kaptol, al oeste, la fortaleza de Gradec. Dos poderes enfrentados durante siglos por el pago de tributos y el control de las tierras. La historia de siempre, vaya. Parece ser, sin embargo, que hasta el siglo XVI la rivalidad no perdió fuelle, y es entonces cuando la ciudad tomó el nombre de Zagreb. A día de hoy la ciudad se ha extendido y ha ocupado la llanura que se encuentra al norte del río Sava y ha terminado por cruzarlo. Esa llanura septentrional es lo que se conoce como Donji Grad o Ciudad Baja.

Si contamos que Kaptol y Gradec, ambas, formen parte de la Gornji Grad – originalmente sólo se conocía, parece ser, como Gornji Grad a la fortaleza – , sólo hay que subir unos metros desde la plaza del ban Josip Belacić para adentrarnos en los territorios genuinos de la ciudad, que tiene su origen a finales del siglo IX. Al noreste de la plaza del ban se levanta la catedral en mitad de una plaza amplia y limpia. La Iglesia, parece decirnos la edificación, es majestuosidad, calma y respeto. No hay demasiadas grandilocuencias a simple vista en la catedral, que aparenta ser más modesta de lo que realmente es. Tal vez los distintos asaltos – mongoles en 1242 – y terremotos – importante fue el de 1880, que supuso su reconstrucción en estilo neoclásico – que ha sufrido desde su construcción en 1094, la hayan hecho una catedral más sobria, o tal vez sólo sea que, a ojos de un español, las catedrales del mundo son mucho menos soberbias.

Pero al noroeste de la plaza del ban Josip Jelacić, las calles empedradas recuerdan a una ciudad medieval, de casas bajas y ventanas de madera. La sensación es que, de repente, uno abandona cualquier espacio bullicioso de una capital europea para adentrarse en un cuento europeo del siglo XVI. Poco a poco las calles suben y suben, hasta llegar a la verdadera ciudad alta. Uno no tiene muy claro cómo se ha encaramado todo eso ahí arriba. Para acceder a ella, imagino, se pueden recorrer calles y calles en zigzag, subiendo y subiendo. Yo terminé accediendo por una escalera empinadísima y terminé dando con la Kamenita Vrata, la Puerta de Piedra. Es la única puerta de entrada que sobrevive de las cuatro que había originalmente, en el siglo XIII. En la primera mitad del siglo XVIII un incendio arrasó con todas las construcciones de madera pero, entre las cenizas, apareció la imagen de una virgen con un niño en brazos. En recuerdo del desastre, bajo la bóveda de la Kamenita Vrata, se construyó una especie de capilla con la imagen, bastante venerada por los croatas y, en especial, por los agramitas.

Una vez completado el acceso a la fortaleza, se sigue subiendo un poco hasta alcanzar la plaza de San Marcos. La sensación que yo tuve es de sobrecogimiento. La plaza es, seguramente, la imagen más conocida de Zagreb y, sin embargo, el silencio era absoluto, no había prácticamente nadie en la plaza. En el centro, la conocidísima iglesia de San Marcos - Crkva sv. Marka –, con su tejado esmaltado, decorado con los escudos del antiguo Reino de Croacia – Croacia, Dalmacia y Eslavonia – y Zagreb – un castillo, en este caso, sobre fondo rojo y no azul, no tengo ni idea de por qué –. Alrededor de la iglesia, en el lado oriental de la plaza, el Hrvatski sabor, es decir, el Parlamento Croata, y justo enfrente, el Banski dvor, actual sede del Gobierno de esta república de poco más de cuatro millones de habitantes. El silencio, como digo, lo dominaba todo, sólo el sonido de los pasos sobre el empedrado de una mujer con bolsas lo rompió por un breve espacio de tiempo. No había más. Abajo, el bullicio, las tiendas, los tranvías, arriba, el silencio, la administración, el gobierno. No sé si es casualidad, causalidad o, simplemente, algún tipo de metáfora.

martes, 13 de octubre de 2020

Croacia II: una mesa

Nunca me ha gustado comer y trabajar en el mismo sitio, ni dormir y trabajar en el mismo sitio. Cuando vivía en Bremen, el escritorio en el que trabajaba, preparaba y corregía exámenes, leía y escribía los trabajos para la carrera eterna que por fin terminé, era también la mesa en la que comía las tristes comidas a la plancha o lo que traía de algún puesto de comida de la calle. Era, además, mi mesita de noche, donde dejaba las gafas antes de irme a dormir, donde apoyaba el libro que hojeaba por las noches hasta que me entraba el sueño, donde dejaba el teléfono que usaba, además, como despertador. Era la mesa multiusos. A veces no queda más remedio que adaptarse a las circunstancias. Al principio busqué otros pisos, otros lugares en los que tener refugio. Más adelante me cansé de buscar e hice de aquel hueco bajo tierra mi hogar transitorio. Porque sabía que sería transitorio, claro está.

Hasta estos días no se me ha presentado la temible idea en la cabeza de cocinar y trabajar en la misma mesa. He apoyado la tabla sobre la mesa en la que se asienta el ordenador, la mesa que empleo en las mañanas y las tardes y las noches para leer pedeefes y escribir los textos que toque escribir, me he inclinado para cortar cebolla, zanahoria, ajo, calabacín, berenjena… lo que tocara. Me dolían los riñones así inclinado, así que he cogido la misma silla que uso para trabajar y para comer, también para cocinar. Nunca antes lo había hecho y nunca antes había sentido el viaje del cuerpo alrededor de una mesa como ahora lo he hecho.

Imagino que no es nada extraño, que en todos sitios se hace y, sobre todo, se ha hecho, pero sentarme a trocear calabacines en la mesa de la cocina, que es la misma mesa de trabajo, me ha sentado junto a mi abuela. He pensado en esa mesa camilla de la cocina que tiene usos mil, que no sólo es la misma en la que se cocina si hace falta, sino en la que se come y en la que se trabaja. Por las tardes siempre hay costura sobre la mesa, costura que se retira para llenar la mesa de galletas y perrunillas, de café y leche, de dulces para contentar a los nietos que ya no son tan jóvenes y casi tampoco son ya nietos. ¿Se puede seguir siendo nieto si ya los abuelos no están? Supongo que sí, que eso nunca se pierde, pero se es nieto de un modo más íntimo, más silencioso.

Terminada la merienda, se limpian las migas y la costura, la labor que sea, vuelve a ocupar la mesa, la misma mesa, hasta la hora de la cena. Y así día tras día. Y no sé muy bien por qué, no era consciente de que en esa misma mesa también se han sacado libros, se han escrito textos, se han leído cartas, se han resuelto problemas. Alrededor de esa mesa también se han juntado vecinas, amigos, han contado las novedades de la calle y de la vida, nacimientos, bodas, entierros. La vida se hacía en un mismo lugar, en una misma mesa: espacio de trabajo, de reuniones y de sustento familiar.  

Ahora, en la soledad de esta habitación en Zagreb, no puedo dejar de pensar en la cocina que ya no alimenta a nadie, que ya no tiene barullo alguno, que ya no se llena de migas. Todo por unas cebollas.

martes, 6 de octubre de 2020

Croacia I: una habitación en Zagreb

En mi reciente habitación viven arañas. Llevan aquí más tiempo que yo, con sus casas colgantes y sus despensas llenas. Alguna vez aparece algún cadáver de un insecto incauto, sorprendido tal vez en el vuelo y atrapado entre los finos hilos de las habitantes primigenias. Cuando abro las ventanas, aún caluroso el tiempo, y se cuelan mosquitos, moscas, avispas o algún ser gris parecido a una hoja – da rabia desconocer los nombres –, siento que empezarán las arañas a moverse y a tejer para cazar al intruso, para dejarlo suspendido a la espera de la cena. Sin embargo, las observo y ahí siguen, apenas sin moverse. Sólo una he visto correr despavorida. Incauta, ha bajado al suelo y ha aterrizado en la cama mientras yo la sacudía en la mañana. Ha perecido de un golpe distraído pero certero. Ahora temo la rebelión de las demás; pero ellas siguen a lo suyo, en su quietud constante, en su descanso colgante.

En mi reciente habitación, también, se escucha la lluvia caer como si se acercara el fin del mundo. Tal vez haya sido sólo porque llovía a mares, granizos incluidos el primer día. Ese mismo día una de las ventanas dejaba pasar agua al interior. Tuve que atajar la gota constante con un cubo. Frente a mi ventana, tres árboles que parece uno solo. Diría que son algún tipo de abeto por esas hojas con agujas. Da rabia desconocer los nombres. Vivo en constante contacto con la naturaleza. Las vigas de madera lo constatan.

El pequeño estudio está en la buhardilla de una casa en la que vivimos una docena de personas. Es un lugar peculiar: la calle, a ambos lados, está cercada por edificios de pisos y, tras ellos, casas anteriores. M. dice que parece como si la gente de esos pisos, obreros, tuvieran a los ricos por mascota. Sí que hay bastantes edificios que, al atravesarlos, dejan entrever otra vida y otras historias, otros pasados. Como si lo más actual quisiera tapar lo más antiguo sin destruirlo, como esos actos vergonzosos que ocultamos, pero que forman parte de nosotros.

Me pregunto si esta ciudad terminará formando parte también de mí o si desconocer los nombres de las cosas, de todas, en la lengua local, se rebelará contra la experiencia certera de habitar un espacio, porque ¿se puede habitar verdaderamente algo sin nombrarlo? ¿Y si las cosas sólo habitan en la palabra y el resto es sólo un absurdo discurrir del tiempo?  

Zagreb está ahí afuera, aún hay que meterlo dentro.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Maletas, libros y viajes

Lo que peor llevo de hacer maletas para estancias largas es elegir los libros. Uno sabe qué le apetece leer ahora, pero no qué le apetecerá leer cuando llegue el invierno y las noches sean largas y el frío esté tras las paredes de la casa. Es imposible decidir. Cuando viajo a Alemania no tengo demasiados problemas, me llevo lo que me apetece en ese momento y allí ya compraré lo que sea; pero ahora, en Croacia, la cosa cambia. Donde la cosa es, concretamente, el idioma.

Hay quien lee con premeditación: tiene un listado de libros que quiere haber leído hasta final de año y eso hace. Yo, en cambio, me lo planteo así y, en lugar de una lista, lo que tengo es una pila. Se supone que cuando termine el que tengo entre manos en cada momento, lo único que tendré que hacer es colocarlo en su sitio en la estantería y empezar el que está arriba del todo del montón, pero ese montón va cambiando de orden y de lugar y, por supuesto, una vez transgredida la ley de la permanencia, ya da igual, no tiene importancia cuál esté arriba o no, mi cuerpo se siente con el derecho de elegir lo que cree que en ese momento le vendrá mejor, aunque esté al final de todo o, incluso, fuera de la pila.

Tengo libros en distintas estanterías, los de una parte de la habitación están ordenados, el resto son el más absoluto desorden. Hoy he estado varias horas para encontrar un libro que tal vez, y sólo tal vez, me lleve a Zagreb y que no estaba en la pila de próximas lecturas. He de reconocer, por otra parte, que pilas ahora mismo hay cinco y, claro, eso dificulta las cosas: una sobre la mesilla, con libros que sólo leo cuando estoy en Zafra; otra en la estantería baja de la izquierda de la cama, con libros que, por lo que sea, sólo leo a ratos, historias independientes entre sí; y tres sobre el escritorio, una con libros que me llevaré irremediablemente a Zagreb, entre los que se incluyen Gebrauchsanweisung für Kroatien (Indicación de uso para Croacia), de la autora finalmente descartada de mi tesis Jagoda Marinić - por cierto, y esto no viene a nada, tendría que escribirle a Ilija Trojanow para que me diera el email de esta señora, que hace más de un año que me lo dijo -; otra con los que creo que me llevaré y otra con los que leeré cuando vuelva, es decir, la pila “oficial”. Todo organizado y a la vez no.

En la lista de libros que me llevaré se encuentra Eine winterliche Reise zu den Flüssen Donau, Save, Morawa und Drina oder Gerechtikeit für Serbien (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Moravia y Drina o Justicia para Serbia), el polemiquísimo libro de Peter Handke. Voy a encontrarme con un profesor experto en la relación del Nobel con los Balcanes y en la recepción de su obra en la zona, así que parece apropiado llevar algo para comentar, aunque sólo sea esto, pero, por otro lado, no sé si Zagreb es el sitio ideal para leer este libro. Ya lo veremos.  

Por primera vez me siento hasta cierto punto desprotegido en un viaje así: cinco meses en un país en el que no entiendo prácticamente nada, en el que espero poder leer algún cartel y poco más… Y esto en mitad de una pandemia y mientras trato de revivir la tesis. Tal vez por eso me preocupa realmente qué arsenal literario llevarme. Arsenal, sí, porque de algún modo, serán defensa y, tal vez, refugio.