martes, 6 de octubre de 2020

Croacia I: una habitación en Zagreb

En mi reciente habitación viven arañas. Llevan aquí más tiempo que yo, con sus casas colgantes y sus despensas llenas. Alguna vez aparece algún cadáver de un insecto incauto, sorprendido tal vez en el vuelo y atrapado entre los finos hilos de las habitantes primigenias. Cuando abro las ventanas, aún caluroso el tiempo, y se cuelan mosquitos, moscas, avispas o algún ser gris parecido a una hoja – da rabia desconocer los nombres –, siento que empezarán las arañas a moverse y a tejer para cazar al intruso, para dejarlo suspendido a la espera de la cena. Sin embargo, las observo y ahí siguen, apenas sin moverse. Sólo una he visto correr despavorida. Incauta, ha bajado al suelo y ha aterrizado en la cama mientras yo la sacudía en la mañana. Ha perecido de un golpe distraído pero certero. Ahora temo la rebelión de las demás; pero ellas siguen a lo suyo, en su quietud constante, en su descanso colgante.

En mi reciente habitación, también, se escucha la lluvia caer como si se acercara el fin del mundo. Tal vez haya sido sólo porque llovía a mares, granizos incluidos el primer día. Ese mismo día una de las ventanas dejaba pasar agua al interior. Tuve que atajar la gota constante con un cubo. Frente a mi ventana, tres árboles que parece uno solo. Diría que son algún tipo de abeto por esas hojas con agujas. Da rabia desconocer los nombres. Vivo en constante contacto con la naturaleza. Las vigas de madera lo constatan.

El pequeño estudio está en la buhardilla de una casa en la que vivimos una docena de personas. Es un lugar peculiar: la calle, a ambos lados, está cercada por edificios de pisos y, tras ellos, casas anteriores. M. dice que parece como si la gente de esos pisos, obreros, tuvieran a los ricos por mascota. Sí que hay bastantes edificios que, al atravesarlos, dejan entrever otra vida y otras historias, otros pasados. Como si lo más actual quisiera tapar lo más antiguo sin destruirlo, como esos actos vergonzosos que ocultamos, pero que forman parte de nosotros.

Me pregunto si esta ciudad terminará formando parte también de mí o si desconocer los nombres de las cosas, de todas, en la lengua local, se rebelará contra la experiencia certera de habitar un espacio, porque ¿se puede habitar verdaderamente algo sin nombrarlo? ¿Y si las cosas sólo habitan en la palabra y el resto es sólo un absurdo discurrir del tiempo?  

Zagreb está ahí afuera, aún hay que meterlo dentro.

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