lunes, 15 de octubre de 2012

Innónime

El nombre que te nombra ni siquiera sabe lo que eres, no intuye el simple hecho de la existencia o la compleja capacidad de la pérdida. El simple nombre no es nada y sin embargo puede crearte cuando no existes.

Si no existes y te nombro, te creo, te doy vida de la inexistencia a la que te condenaba el silencio. Si te nombro no apareces si existes.

Y tú existes y el nombre no te basta, no me basta para saber que estás ahí, al otro lado de la puerta, escuchando cada movimiento, o en la calle de enfrente, paseando al perro, esperando bajo la fría lluvia que llegue él, cigarro en mano, mientras de su boca sale un humecillo frío, delator del tiempo que hace, del espacio que no se cubre. Y más si no sé tu nombre. Darte un nombre no supone nada, no mejora las cosas, no te da una vida, pero si no te veo, si no sé que existes y sólo te imagino, y te doy un nombre y te doy una vida y una hora de la ducha y una comida favorita, entonces, entonces sí que con tu nombre bastará para saber todo eso de ti, para saberte un poco más sin conocerte, sin que en realidad estés en esa calle, bajo esa lluvia, sin esperar a nadie, sin ninguna puerta.

Te pondré un nombre y serás otra.

viernes, 5 de octubre de 2012

El Gobierno y la ciudad

Que esta ciudad albergara la sede del Gobierno alemán durante cincuenta años es algo que no creo que llegue a entender nunca si no es por la intención, tan germana, de evitar los conflictos. Supongo que no quisieron tener que elegir entre Colonia y Düsseldorf, "enemigos" constantes, o Fráncfort y Hamburgo, potencias económicas pertenecientes a la parte occidental de la Alemania dividida. También supongo que sabían que la división no era más que provisional, que algún día las dos Alemanias volverían a ser una.

Lo que creo que sí entiendo es que tener aquí la sede del Gobierno le ha traído más problemas que ventajas. En una ciudad tan pequeña para tamaño cometido, el vacío que causó el Gobierno cuando se fue lo han llenado la indigencia y, muy probablemente, las drogas. Es increíble la cantidad de gente que pasa la noche en la calle, es decir, en el subterráneo de la estación principal, la cantidad de indigentes que hay.

De la otra vez que estuve, esto no lo recordaba, supongo que será que la crisis no pasa tan desapercibida en Alemania como nos quieren hacer creer en los medios españoles. Hoy me ha sorprendido, por cierto, ver cómo un señor pedía en la calle para poder pagar los diez euros que cuesta la consulta médica, no porque pida, pues bien sabemos que puede no ser verdad, sino porque ir al médico pueda ser una excusa para pedir.

jueves, 4 de octubre de 2012

Toma de contacto

En la calle el silencio es casi solemne, sea la hora que sea. No sé si tiene que ver con el barrio (Altstadt, centro) o con el país.

El primer día me sorprendió con un calor que no esperaba, sol, buen tiempo, todo demasiado extraño para un octubre en estas latitudes, pero ya ha vuelto la normalidad al otoño alemán, cargado de hojas que se ven caer, lentas, lentísimas, de los árboles, como acariciando el aire, como flotando, hasta cubrir de marrón las calles y desnudar a los árboles ante el frío que pronto empezará a ser de verdad. 

Tras dormir fuera de casa, sobre suelo, uno está deseando ver una cama, el hogar que todavía no es sino será, el espacio que lo albergará y que será albergado durante un año: Cuarto piso. Sin ascensor. 26,3 kg. de maleta. 9,2 kg. de mochila. Al abrir la puerta:

Vacío. 

Silencio. 

Blancas las paredes, los armarios, la cama; la cocina de un gris más claro que oscuro, blanca también la cortina del baño. 

Los cajones están todos vacíos, ni un plato, ni un cubierto, nada. Sobre la cama no queda ni la sombra de quien descansó sobre ella la última vez, no hay edredón, ni siquiera una almohada maltrecha o cabeceada, nada. 

El blanco escritorio con su silla blanca y su mesilla blanca, junto con la cama, a un lado, a unos cuatro metros, justo enfrente, la cocina y un armario que quedaría vacío aunque trajera toda mi ropa. Una sola estantería en la pared que queda enfrente al abrir la puerta es lo único que hay para colocar todos los libros que están y todos los que llegarán: de momento, caben. Un ventanal grande con cortinas opacas que no dejan pasar ni una gota de luz si se corren del todo y, justo enfrente, el baño. Vacío, oscuridad, luz.

Aún no sé con qué llenar el espacio hueco del centro, la realidad de la habitación, la verdad de un año entero que puede no ser más que una aventura, pero también puede no ser más que un comienzo. Los comienzos tienen que ser buenos.

En el cajón de la mesilla, al final del todo, en la esquina, encuentro algo anterior a mí, a mi yo, a esta habitación que ya no es la que era, aunque ocupe el mismo espacio y sea exactamente igual en un primer momento. Es lo único, este sacapuntas, que sé de la chica (lo por el nombre en buzón, ya inexistente incluso en mi memoria) en que esta casa ha habitado primero. 

Habrá que darle vida a esto, más ahora que ya vuelve a llover fuera, que la vida se hará dentro, que vivir es en armonía, que la armonía no es el blanco, que el blanco ni siquiera es vida.