lunes, 28 de diciembre de 2020

Croacia XI: un terremoto, una casa y la historia

Hoy me he despertado como si me encontrara navegando en mitad de alguna tormenta oceánica. No sé muy bien cómo es la sensación, pero en un barco es en lo primero que he pensado cuando he visto que todo se movía, que las vigas de madera parecían bailar frente a mis ojos. No era consciente de que estaba viviendo un terremoto hasta que he recordado el de marzo. Entonces ya sí me he asustado, he pensado que esa viga danzarina podría caerse en algún momento y con ella todo el techo sobre mí, así que, absurdamente, me he cubierto con mis propias manos la cabeza. Ha parado pronto. Luego le han seguido un par de réplicas y luego de nuevo una sacudida como la primera. He pensado en los daños del terremoto de marzo aún visibles. Entre el sueño y la vigilia no era muy consciente de si era real o cuándo. Pero lo ha sido. Esta vez el epicentro se ha situado a 50 kilómetros de la capital croata y los daños se han registrado más lejos de aquí. La península Balcánica está bien viva.

Al salir de la cama he levantado la ventana que se encuentra justo sobre el colchón, en el tejado, y he asomado la cabeza para posar la vista sobre la casa derruida hace poco más de una semana. Si el terremoto hubiera sido hace sólo unos días, el estruendo horrible de los ladrillos cayendo habría sido ensordecedor. Eso sí, me habría ahorrado unas horas de insoportables ruidos de pala excavadora golpeando contra los muros una y otra vez hasta dejar el nivel del suelo un edificio que hace poco menos de un mes parecía perfecto. Del edifico recuerdo un gatino blanco y negro correteando por las escaleras traseras, las que, supongo, serían salida de emergencia y escape directo al jardín. Ahora es todo un insignificante y triste solar, un edifico, con sus historias y su memoria, completamente derruido. Me pregunto cada día por qué.

Hay otras memorias que se destruyen constantemente en estas ciudades. Y otras que se reconstruyen e, incluso, que se inventan. De camino al centro paso por la plaza de la República Croata (Trg Krvatska Republika), donde se encuentra el impresionante Teatro Nacional Croata (Hrvatsko narodno kazalište), con su llamativo color amarillo, frente a él, entre el edificio histórico de la Universidad de Zagreb (Sveučilište u Zagrebu) y el propio teatro, escondida entre unos pequeños muros, se encuentra la Fuente de la Vida (Zdenac života), obra del más famoso de los escultores croatas, Ivan Meštrović. En ella, esculpida en bronce, se puede observar a varias personas desnudas entrelazadas alrededor del agua. Si el nombre se refiere al agua o al sexo creador, eso ya lo deja Meštrović a los ojos del observador.

Esa misma plaza de la República Croata se llamó, hasta el año 2017, plaza del Mariscal Tito (Trg Maršala Tita), pero la nueva versión de la historia croata elimina al ilustre dirigente yugoslavo fallecido en 1980 y artífice de la paz durante, al menos 45 años en Yugoslavia. Dirigente partisano, a pesar de sus prácticas represivas, gran parte de los croatas y de los yugoslavos en general lo consideran la figura de su país más valorada internacionalmente. No en vano, durante el gobierno de Tito, los yugoslavos se encontraban fuera de la URSS, pero también fuera del bloque capitalista, lo que les garantizaba libertad de movimientos, vacaciones o incluso, como anota Slavenka Drakulić, poder comprarse un vestido de graduación en Milán. Y es que, según dice la autora croata en su Café Europa, quienes consideran que la Yugoslavia de Tito era un país totalitario del mismo modo que los países que se encontraban bajo el influjo de la URSS, esa gente, dice, no tiene ni idea de lo que está hablando. Tanto es así que la nostalgia de la época titoísta, la vida del de Kumrovec (Croacia) y lo que simbolizaba, lleva por nombre Titostalgia. Tito, a pesar sí, de ser un dictador, ofreció reformas y abrió el país, garantizó la paz y la hermandad de los pueblos sureslavos. Y, lo más importante, él y sus partisanos consiguieron repeler al fascismo y liberar Yugoslavia, proporcionando una independencia a la RFSY que no tuvieron otros países del entorno, que terminaron bajo el mando de la Unión Soviética. No parece descabellado que se sienta cierto aprecio por él.

En un artículo del profesor esloveno Mitja Velikonija se recogen ciertas acciones o símbolos que tratan de mantener viva su memoria: carteles que existían y que grupos de neonazis destrozan y los propios habitantes vuelven a poner, pintadas a su favor, camisetas, monumentos que se retiran y se vuelven a poner… Llama la atención una de esas historias que se refiere a un parque entre edificios de Zagreb: los vecinos, casi todos jubilados, guardan en absoluto secreto el lugar en el que se encuentra el nombre de Tito escrito con rosas rojas. El texto sólo es perceptible desde la altura de los edificios, por lo que sólo los vecinos son conscientes de ello, y son ellos los que se encargan de cuidarlo y mantenerlo, celosos de que la nueva historia del país les robe su jardín. El artículo no es nuevo y puede que ese parque ya no exista, pero la idea está clara: el pueblo siente algo completamente distinto de lo que busca la clase política. Los jóvenes, en cambio, aceptan con más claridad la versión oficial, ajenos a la realidad que vivieron las habitantes de Yugoslavia antes de las guerras.

Así, los nacionalismos no sólo han acabado con una parte de la historia, borrándola del mapa, echándola abajo, como la casa que se ve frente a mi ventana, sino que también se han apoderado de otra según les pareciera. No siempre han podido, está claro, pero lo han intentado y lo seguirán intentando. Hay dos ejemplos claros que me parecen llamativos: por un lado está el actor Rade Šerbedžija, nacido croata y de nacionalidad serbia (para que nos entendamos, de religión cristiana ortodoxa por tradición familiar, pero en Croacia, donde son católicos), que tuvo que irse del país cuando terminó la guerra para poder trabajar, porque nadie quería a un serbio en sus teatros, por mucho que fuera el país en el que había nacido. Llegó a EEUU y se hizo famoso y, claro, el dinero y la fama le han permitido volver y abrir su propio teatro, el Ulysses Teatar, en Pula. Jagoda Marinić recomienda encarecidamente ir a ver su representación del Rey Lear –aunque no se entienda el idioma– en el Tvrđava Minor, un fuerte situado en la isla Mali Brijun, una de las que componen el archipiélago de Brijuni, y una de las más de mil islas croatas repartidas por todo el Adriático. Para llegar a la representación, el propio teatro recoge a los asistentes con un barco en Pula y los lleva hasta el fuerte. La experiencia ha de ser inolvidable. Por el otro lado está el inventor Nikola Tesla, también nacido en Croacia, pero también de nacionalidad serbia, pues su padre era sacerdote ortodoxo. En este caso, la competición por declarar al inventor de uno u otro lado de la frontera es más llamativa aún: tanto en Zagreb como en Belgrado podemos encontrar un museo con el nombre de Nikola Tesla y, en la capital serbia, incluso el aeropuerto lleva el nombre del ilustre inventor. La discusión estaría saldada si no fuera porque, para empezar, cuando nació Tesla, el territorio en el que vio por primera vez el mundo pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y, para seguir, porque por ese mismo motivo, el de ser serbio en Croacia, muchos tuvieron que exiliarse o murieron a manos de sus vecinos en alguna de las guerras del siglo XX. Si tomamos a Tesla como croata y lo recordamos, ¿por qué no se hizo lo mismo con el resto, por qué no podía Rade Šerbedžija actuar en su país? Y, ¿si ahora sí que puede, qué sentido tiene el baño de sangre de todo el siglo XX?

La casa derruida frente a mi ventana ya no cuenta historias ni tampoco las escucha, y yo me pregunto qué sentirán sus antiguos habitantes ahora, cuántas historias se han quedado a medias, cuántas imágenes han desaparecido para siempre, cuánta vida guardaban, y qué reescribirán encima. Tal vez no habría soportado el terremoto de hoy, tal vez por eso la han caído. ¿Quién sabe cuál será su historia?

viernes, 18 de diciembre de 2020

Croacia X: Breve repaso del año de la pandemia

El año no empezó bien. Parece una obviedad decirlo con la pandemia que llegó y que aún no se ha ido, pero no es sólo eso por lo que este año ha ido dando tropiezos. Y me explico.

En enero estuve en Berlín y pude entrevistar para mi tesis al escritor zagrebí Nicol Ljubić. Cenamos juntos en un restaurante italiano cercano a su casa. Era lo suficientemente temprano como para que yo no tuviera nada de hambre, pero no podía verlo comer y ya, así que pedí una sopa de tomate para acompañarle en su ensalada. La entrevista fue bien, hablamos de literatura, de Yugoslavia, de la guerra, de la familia, de la memoria, de Bremen y de los disgustos de la temporada del Werder. Después subimos a su casa y me regaló un ejemplar de su última novela: Ein Mensch brennt (en español sería Un hombre arde). Pero la visita a Berlín estuvo empañada por una llamada: tu abuela está en el hospital, ha tenido un ictus y no creemos que salga. Estaba en la puerta de un restaurante coreano para comer con M., antigua compañera del departamento que ahora vive en la capital alemana. Lo pienso y parece que han pasado siglos, pero no, ha sido este mismo año que está a punto de terminar.

Mi abuela salió, pero salió más su cuerpo que ella. Hace un año era un mujer minúscula y valiente, calmada, humilde, cariñosa y con una fuerza descomunal para dar pellizcos disciplinarios. Yo le agarraba los cachetes como si fuera ella la nieta, y entonces ella me cogía las manos con las suyas, rugosas del trabajo de ochenta años. Con seis años, recordaba, ya estaba cuidando cerdos, ésa fue mi escuela. Hasta el momento, la última vez que la he visto ha sido en febrero, el fin de semana de carnaval. Cuando vuelva habrá pasado más de un año. Nunca, a pesar del tiempo vivido fuera, había estado tanto tiempo sin verla.

Antes de eso el año ya había dado otra muestra de desdicha. Tras muchos años deseando ir a un concierto de Sabina y Serrat juntos, M. y yo teníamos entradas para el del 12 de febrero, el mismo día del cumpleaños del de Úbeda. No llevábamos ni media hora de actuación cuando Sabina se precipitó por el escenario. No nos lo podíamos creer. Nos emplazaron a otro día para retomar el concierto. En mayo. Pero en marzo llegó el covid y se acabó la música, se acabaron Sabina y Serrat y se acabó también el concierto previsto de Extremoduro en Sevilla.

Pasé varios meses solo en Sevilla y trabajé bien unos días y fatal la mayoría. Me mantuve a flote, que no era poco. Pensaba que estaba mejor de lo que realmente estaba. Quise cambiar mi vida, quise tomar decisiones que no había tomado nunca, así que me compré una moto. El primer día ya sufrió una caída (ella, no yo) y tiene la marca que recuerda que las cosas nunca son tan fáciles como creemos, que la confianza es importante, pero también lo es la prudencia, y que ir demasiado deprisa sólo nos acerca demasiado pronto al final.

En julio tuve mi primera experiencia en un quirófano. Estaba en Cabeza del Buey, solo y sin coche, y, por cosas de la vida, se me despegó el alambre que sujetaba los dientes que en tiempos estaban descolocados y que los mantenía en su lugar correspondiente. Se despegó, digo, y me lo tragué. Así que visité el centro de salud del pueblo y el Hospital Siberia-Serena, en Talarrubias, media intercesión del coche de la hija de una vecina que se prestó a trasladarme. Yo pensaba que no era nada excesivamente grave, así que me lo tomé con bastante humor, pero la cara de la doctora que me atendió, los ojos, por encima de la mascarilla, dejaban entrever preocupación. Acabé en una ambulancia pilotada por Alfonso, que me quiso vender una Harley-Davidson que le había comprado a su exmujer como regalo y que ésta apenas había usado. Rechacé la oferta por incapacidad –económica y conductiva– y llegamos a Badajoz para saludar a mi familia, que me esperaba en la puerta, y a medio hospital, que llevaba dos horas esperándome para una endoscopia de urgencia. No sé qué hora era, pero tarde, la una de la mañana, tal vez. Pensaban que tendrían que dormirme y por suerte eso no sucedió. Había llegado allí con un test rápido hecho y un anestesista decía que si no había PCR, él no participaba, que yo podría estar infectado y liarse parda. Por suerte, hubo otro dispuesto a estar presente y no hubo que abrirme, y es que si me hubieran hecho una PCR y hubiéramos tenido que esperar los resultados, probablemente el alambrito dichoso habría llegado a entrar en el intestino y, en fin, era lo suficientemente contundente como para haber producido algún desgarro. La cara de los doctores no era demasiado esperanzadora, la verdad, y yo, entre el efecto de la anestesia y el humor que llevaba para el cuerpo, procuraba quitarle hierro al asunto. Las cosas fueron bien y ni siquiera tuve que pasar la noche en el hospital. Con éstas, a las tres y media de la mañana emprendimos el viaje hacia Zafra. Yo sólo pensaba que bendita sanidad pública.

Luego ya… llegó septiembre, pude venirme a Zagreb y aquí sigo. Tendría que haberme venido en junio, pero no pudo ser. Ahora el virus avanza y Croacia está a la cabeza en número de contagios por habitante de toda la UE, pero yo apenas salgo de casa y hay días que apenas recuerdo el virus. En España, sin embargo, los contagios empiezan a bajar y mi familia está todita entera aislada en el hogar. Qué cosas tiene la vida. Será las primera Navidad que no esté en casa y que pase prácticamente solo o con gente desconocida o semidesconocida. También es posible que sea la primera Navidad que mi familia no podrá celebrar aun estando en casa.

El año se acaba, pero con él no van a terminar los problemas, pero tampoco la opción de sortearlos.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Croacia IX: El frío, la nieve y unos refranes

El frío ha llegado a Zagreb con una intensidad que le sabía pero no le esperaba. Antes de venir, me asomé a las páginas meteorológicas buscando cómo suelen ser los inviernos croatas y lo primero que descubrí es que el sur de Europa a veces no está tan al sur, que es más bien una construcción ficticia. La temperatura ya no sube de cinco grados los días en los que hay cierta suerte. Tampoco suele bajar de cero, aunque ya hemos llegado a menos tres. Lo cierto es que me gustan los inviernos y el frío. Me gusta sentir el aire gélido en la cara y llegar a alguna cafetería, pedir un té y calentar las manos apretando la taza.

Recuerdo el frío en Göteborg, que tiñó de blanco toda la ciudad a las pocas horas de aterrizar mi vuelo en un aeropuerto con una terminal como un pequeño almacén de un polígono industrial: en esa ciudad tomé mi primer vino caliente y no recuerdo el sabor, sólo el calor en las manos. Recuerdo también que en Groningen, al volver de montar en bicicleta y de pasear sobre un lago tan helado como los canales de la ciudad, en los que dormían barcos perennes, los pies dolían frente al radiador: las sonrisas estaban presentes, sí, pero en los pies se notaban pinchazos en cada milímetro. Todo iba entrando en calor poco a poco y el dolor causado por el contraste era ciertamente desagradable, pero nada podía empañar la felicidad del momento. La juventud de entonces y las ganas con las que nos enfrentábamos a la vida y a las experiencias eran completamente distintas. Ahora no puedo decir que domine la calma, pero tal vez sí que la prudencia esté más presente.

El frío arrecia y la ciudad se cubre de una niebla que impide ver las plazas y los parques. Las luces de los tranvías se ven a lo lejos como si fueran quedándose obsoletas, como perdidas y, sin embargo, más necesarias que nunca. Incluso los pájaros en los árboles frente a mi ventana desaparecen entre el gris borroso. Es invierno ya en Zagreb, y hoy se certifica con la nieve que cae y va cubriendo poco a poco, muy poco a poco, las hojas de los abetos, los oscuros tejados. Un cuervo se posa sobre una de las ramas con dificultad y espera ahí, observa los copos precipitarse con calma hacia el suelo, ligeros pero contundentes, en ese revuelo desordenado, esa danza caótica de idas y venidas, arrastrados minúsculos puntos blancos por una leve brisa de aire.

Es curioso ese caer. Si se dirige la mirada hacia un punto concreto en el espacio la velocidad de los copos es considerable y, sin embargo, se dejan seguir con cierta facilidad con la vista si se presta algo de atención a unos copos concretos. Me sorprende esa dualidad en la nevada. No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi nevar en mi vida, pero sí la recuerdo en Salamanca. Era el año 2009 y C. me llamó al teléfono de la habitación: nevaba y ella nunca había visto nevar. Era temprano en la mañana y no tengo muy buenos despertares, así que le di las gracias y me volví a la cama. ¿Cómo no va a haber nevado nunca en Mérida?, le dije.

Me gusta la nieve, pero con contundencia, la que permite deslizarse a través de ella, bajando laderas una y otra vez. Me gusta, sobre todo, observarla, como hago ahora mientras lleno una y otra vez la taza con el agua recién hervida para que se disuelvan en ella los sabores y aromas de las hojas y frutas secas de las bolsitas de té, líquidos cálidos que vuelven a dejar poco a poco sabor en el paladar.

Tengo muy buenos recuerdos asociados con la nieve y con el frío. Imagino que más intensos por la falta de ambos elementos en las latitudes en las que más tiempo he vivido. Recuerdo los inviernos en Sevilla, en Zafra. Recuerdo el sur y mi sur, que no son el mismo, pero que de algún modo se parecen. A uno lo echo de menos cada cierto tiempo, aunque la costumbre hace que la morriña no sea nunca excesiva. ¿Dónde andas, galocho? Era la pregunta eterna de mi abuela J. y que siempre llevaba aparejada una respuesta irónica e insuficiente, pues casi siempre estaba en casa, pero nunca estaba en el hogar. Al otro sur creo que nunca he terminado de acostumbrarme. P. me diría que no he buscado la boca en esas calles, con esa forma tan propia que tiene de encontrar un refrán en cada situación: En Venezuela, comienza, se dice que quien quiere besar busca la boca. ¿Y si es verdad que no la he buscado? Siempre he tenido la boca buscada en otras latitudes, en otras calles, en otros climas.

A Zagreb no he venido a besar, sino a escribir, y, sin embargo, la ciudad me atrae hacia ella, ofreciéndome sus calles, sus árboles, sus secretos y ahora también sus nieves. Así que aquí me hallo, en este sur que está bastante al norte, pensando en los refranes venezolanos de P. y muy concretamente en uno que dice que no se puede estar buscando a dios y rogando no encontrarlo. Vine a buscar el invierno y la escritura, y aquí están. Todo lo demás quién sabe dónde queda.