Hoy me he despertado como si me encontrara navegando en mitad de alguna tormenta oceánica. No sé muy bien cómo es la sensación, pero en un barco es en lo primero que he pensado cuando he visto que todo se movía, que las vigas de madera parecían bailar frente a mis ojos. No era consciente de que estaba viviendo un terremoto hasta que he recordado el de marzo. Entonces ya sí me he asustado, he pensado que esa viga danzarina podría caerse en algún momento y con ella todo el techo sobre mí, así que, absurdamente, me he cubierto con mis propias manos la cabeza. Ha parado pronto. Luego le han seguido un par de réplicas y luego de nuevo una sacudida como la primera. He pensado en los daños del terremoto de marzo aún visibles. Entre el sueño y la vigilia no era muy consciente de si era real o cuándo. Pero lo ha sido. Esta vez el epicentro se ha situado a 50 kilómetros de la capital croata y los daños se han registrado más lejos de aquí. La península Balcánica está bien viva.
Al salir de la cama he levantado la ventana que se encuentra justo sobre el colchón, en el tejado, y he asomado la cabeza para posar la vista sobre la casa derruida hace poco más de una semana. Si el terremoto hubiera sido hace sólo unos días, el estruendo horrible de los ladrillos cayendo habría sido ensordecedor. Eso sí, me habría ahorrado unas horas de insoportables ruidos de pala excavadora golpeando contra los muros una y otra vez hasta dejar el nivel del suelo un edificio que hace poco menos de un mes parecía perfecto. Del edifico recuerdo un gatino blanco y negro correteando por las escaleras traseras, las que, supongo, serían salida de emergencia y escape directo al jardín. Ahora es todo un insignificante y triste solar, un edifico, con sus historias y su memoria, completamente derruido. Me pregunto cada día por qué.
Hay otras memorias que se destruyen constantemente en estas ciudades. Y otras que se reconstruyen e, incluso, que se inventan. De camino al centro paso por la plaza de la República Croata (Trg Krvatska Republika), donde se encuentra el impresionante Teatro Nacional Croata (Hrvatsko narodno kazalište), con su llamativo color amarillo, frente a él, entre el edificio histórico de la Universidad de Zagreb (Sveučilište u Zagrebu) y el propio teatro, escondida entre unos pequeños muros, se encuentra la Fuente de la Vida (Zdenac života), obra del más famoso de los escultores croatas, Ivan Meštrović. En ella, esculpida en bronce, se puede observar a varias personas desnudas entrelazadas alrededor del agua. Si el nombre se refiere al agua o al sexo creador, eso ya lo deja Meštrović a los ojos del observador.
Esa misma plaza de la República Croata se llamó, hasta el año 2017, plaza del Mariscal Tito (Trg Maršala Tita), pero la nueva versión de la historia croata elimina al ilustre dirigente yugoslavo fallecido en 1980 y artífice de la paz durante, al menos 45 años en Yugoslavia. Dirigente partisano, a pesar de sus prácticas represivas, gran parte de los croatas y de los yugoslavos en general lo consideran la figura de su país más valorada internacionalmente. No en vano, durante el gobierno de Tito, los yugoslavos se encontraban fuera de la URSS, pero también fuera del bloque capitalista, lo que les garantizaba libertad de movimientos, vacaciones o incluso, como anota Slavenka Drakulić, poder comprarse un vestido de graduación en Milán. Y es que, según dice la autora croata en su Café Europa, quienes consideran que la Yugoslavia de Tito era un país totalitario del mismo modo que los países que se encontraban bajo el influjo de la URSS, esa gente, dice, no tiene ni idea de lo que está hablando. Tanto es así que la nostalgia de la época titoísta, la vida del de Kumrovec (Croacia) y lo que simbolizaba, lleva por nombre Titostalgia. Tito, a pesar sí, de ser un dictador, ofreció reformas y abrió el país, garantizó la paz y la hermandad de los pueblos sureslavos. Y, lo más importante, él y sus partisanos consiguieron repeler al fascismo y liberar Yugoslavia, proporcionando una independencia a la RFSY que no tuvieron otros países del entorno, que terminaron bajo el mando de la Unión Soviética. No parece descabellado que se sienta cierto aprecio por él.
En un artículo del profesor esloveno Mitja Velikonija se recogen ciertas acciones o símbolos que tratan de mantener viva su memoria: carteles que existían y que grupos de neonazis destrozan y los propios habitantes vuelven a poner, pintadas a su favor, camisetas, monumentos que se retiran y se vuelven a poner… Llama la atención una de esas historias que se refiere a un parque entre edificios de Zagreb: los vecinos, casi todos jubilados, guardan en absoluto secreto el lugar en el que se encuentra el nombre de Tito escrito con rosas rojas. El texto sólo es perceptible desde la altura de los edificios, por lo que sólo los vecinos son conscientes de ello, y son ellos los que se encargan de cuidarlo y mantenerlo, celosos de que la nueva historia del país les robe su jardín. El artículo no es nuevo y puede que ese parque ya no exista, pero la idea está clara: el pueblo siente algo completamente distinto de lo que busca la clase política. Los jóvenes, en cambio, aceptan con más claridad la versión oficial, ajenos a la realidad que vivieron las habitantes de Yugoslavia antes de las guerras.
Así, los nacionalismos no sólo han acabado con una parte de la historia, borrándola del mapa, echándola abajo, como la casa que se ve frente a mi ventana, sino que también se han apoderado de otra según les pareciera. No siempre han podido, está claro, pero lo han intentado y lo seguirán intentando. Hay dos ejemplos claros que me parecen llamativos: por un lado está el actor Rade Šerbedžija, nacido croata y de nacionalidad serbia (para que nos entendamos, de religión cristiana ortodoxa por tradición familiar, pero en Croacia, donde son católicos), que tuvo que irse del país cuando terminó la guerra para poder trabajar, porque nadie quería a un serbio en sus teatros, por mucho que fuera el país en el que había nacido. Llegó a EEUU y se hizo famoso y, claro, el dinero y la fama le han permitido volver y abrir su propio teatro, el Ulysses Teatar, en Pula. Jagoda Marinić recomienda encarecidamente ir a ver su representación del Rey Lear –aunque no se entienda el idioma– en el Tvrđava Minor, un fuerte situado en la isla Mali Brijun, una de las que componen el archipiélago de Brijuni, y una de las más de mil islas croatas repartidas por todo el Adriático. Para llegar a la representación, el propio teatro recoge a los asistentes con un barco en Pula y los lleva hasta el fuerte. La experiencia ha de ser inolvidable. Por el otro lado está el inventor Nikola Tesla, también nacido en Croacia, pero también de nacionalidad serbia, pues su padre era sacerdote ortodoxo. En este caso, la competición por declarar al inventor de uno u otro lado de la frontera es más llamativa aún: tanto en Zagreb como en Belgrado podemos encontrar un museo con el nombre de Nikola Tesla y, en la capital serbia, incluso el aeropuerto lleva el nombre del ilustre inventor. La discusión estaría saldada si no fuera porque, para empezar, cuando nació Tesla, el territorio en el que vio por primera vez el mundo pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y, para seguir, porque por ese mismo motivo, el de ser serbio en Croacia, muchos tuvieron que exiliarse o murieron a manos de sus vecinos en alguna de las guerras del siglo XX. Si tomamos a Tesla como croata y lo recordamos, ¿por qué no se hizo lo mismo con el resto, por qué no podía Rade Šerbedžija actuar en su país? Y, ¿si ahora sí que puede, qué sentido tiene el baño de sangre de todo el siglo XX?
La casa derruida frente a mi ventana ya no cuenta historias ni tampoco las
escucha, y yo me pregunto qué sentirán sus antiguos habitantes ahora, cuántas
historias se han quedado a medias, cuántas imágenes han desaparecido para
siempre, cuánta vida guardaban, y qué reescribirán encima. Tal vez no habría soportado el terremoto de hoy, tal vez por eso la han caído. ¿Quién sabe cuál será su historia?