El año no empezó bien. Parece una obviedad decirlo con la pandemia que llegó y que aún no se ha ido, pero no es sólo eso por lo que este año ha ido dando tropiezos. Y me explico.
En enero estuve en Berlín y pude entrevistar para mi tesis al escritor zagrebí Nicol Ljubić. Cenamos juntos en un restaurante italiano cercano a su casa. Era lo suficientemente temprano como para que yo no tuviera nada de hambre, pero no podía verlo comer y ya, así que pedí una sopa de tomate para acompañarle en su ensalada. La entrevista fue bien, hablamos de literatura, de Yugoslavia, de la guerra, de la familia, de la memoria, de Bremen y de los disgustos de la temporada del Werder. Después subimos a su casa y me regaló un ejemplar de su última novela: Ein Mensch brennt (en español sería Un hombre arde). Pero la visita a Berlín estuvo empañada por una llamada: tu abuela está en el hospital, ha tenido un ictus y no creemos que salga. Estaba en la puerta de un restaurante coreano para comer con M., antigua compañera del departamento que ahora vive en la capital alemana. Lo pienso y parece que han pasado siglos, pero no, ha sido este mismo año que está a punto de terminar.
Mi abuela salió, pero salió más su cuerpo que ella. Hace un año era un mujer minúscula y valiente, calmada, humilde, cariñosa y con una fuerza descomunal para dar pellizcos disciplinarios. Yo le agarraba los cachetes como si fuera ella la nieta, y entonces ella me cogía las manos con las suyas, rugosas del trabajo de ochenta años. Con seis años, recordaba, ya estaba cuidando cerdos, ésa fue mi escuela. Hasta el momento, la última vez que la he visto ha sido en febrero, el fin de semana de carnaval. Cuando vuelva habrá pasado más de un año. Nunca, a pesar del tiempo vivido fuera, había estado tanto tiempo sin verla.
Antes de eso el año ya había dado otra muestra de desdicha. Tras muchos años deseando ir a un concierto de Sabina y Serrat juntos, M. y yo teníamos entradas para el del 12 de febrero, el mismo día del cumpleaños del de Úbeda. No llevábamos ni media hora de actuación cuando Sabina se precipitó por el escenario. No nos lo podíamos creer. Nos emplazaron a otro día para retomar el concierto. En mayo. Pero en marzo llegó el covid y se acabó la música, se acabaron Sabina y Serrat y se acabó también el concierto previsto de Extremoduro en Sevilla.
Pasé varios meses solo en Sevilla y trabajé bien unos días y fatal la mayoría. Me mantuve a flote, que no era poco. Pensaba que estaba mejor de lo que realmente estaba. Quise cambiar mi vida, quise tomar decisiones que no había tomado nunca, así que me compré una moto. El primer día ya sufrió una caída (ella, no yo) y tiene la marca que recuerda que las cosas nunca son tan fáciles como creemos, que la confianza es importante, pero también lo es la prudencia, y que ir demasiado deprisa sólo nos acerca demasiado pronto al final.
En julio tuve mi primera experiencia en un quirófano. Estaba en Cabeza del Buey, solo y sin coche, y, por cosas de la vida, se me despegó el alambre que sujetaba los dientes que en tiempos estaban descolocados y que los mantenía en su lugar correspondiente. Se despegó, digo, y me lo tragué. Así que visité el centro de salud del pueblo y el Hospital Siberia-Serena, en Talarrubias, media intercesión del coche de la hija de una vecina que se prestó a trasladarme. Yo pensaba que no era nada excesivamente grave, así que me lo tomé con bastante humor, pero la cara de la doctora que me atendió, los ojos, por encima de la mascarilla, dejaban entrever preocupación. Acabé en una ambulancia pilotada por Alfonso, que me quiso vender una Harley-Davidson que le había comprado a su exmujer como regalo y que ésta apenas había usado. Rechacé la oferta por incapacidad –económica y conductiva– y llegamos a Badajoz para saludar a mi familia, que me esperaba en la puerta, y a medio hospital, que llevaba dos horas esperándome para una endoscopia de urgencia. No sé qué hora era, pero tarde, la una de la mañana, tal vez. Pensaban que tendrían que dormirme y por suerte eso no sucedió. Había llegado allí con un test rápido hecho y un anestesista decía que si no había PCR, él no participaba, que yo podría estar infectado y liarse parda. Por suerte, hubo otro dispuesto a estar presente y no hubo que abrirme, y es que si me hubieran hecho una PCR y hubiéramos tenido que esperar los resultados, probablemente el alambrito dichoso habría llegado a entrar en el intestino y, en fin, era lo suficientemente contundente como para haber producido algún desgarro. La cara de los doctores no era demasiado esperanzadora, la verdad, y yo, entre el efecto de la anestesia y el humor que llevaba para el cuerpo, procuraba quitarle hierro al asunto. Las cosas fueron bien y ni siquiera tuve que pasar la noche en el hospital. Con éstas, a las tres y media de la mañana emprendimos el viaje hacia Zafra. Yo sólo pensaba que bendita sanidad pública.
Luego ya… llegó septiembre, pude venirme a Zagreb y aquí sigo. Tendría que haberme venido en junio, pero no pudo ser. Ahora el virus avanza y Croacia está a la cabeza en número de contagios por habitante de toda la UE, pero yo apenas salgo de casa y hay días que apenas recuerdo el virus. En España, sin embargo, los contagios empiezan a bajar y mi familia está todita entera aislada en el hogar. Qué cosas tiene la vida. Será las primera Navidad que no esté en casa y que pase prácticamente solo o con gente desconocida o semidesconocida. También es posible que sea la primera Navidad que mi familia no podrá celebrar aun estando en casa.
El año se acaba, pero con él no van a terminar los
problemas, pero tampoco la opción de sortearlos.
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