miércoles, 2 de diciembre de 2020

Croacia IX: El frío, la nieve y unos refranes

El frío ha llegado a Zagreb con una intensidad que le sabía pero no le esperaba. Antes de venir, me asomé a las páginas meteorológicas buscando cómo suelen ser los inviernos croatas y lo primero que descubrí es que el sur de Europa a veces no está tan al sur, que es más bien una construcción ficticia. La temperatura ya no sube de cinco grados los días en los que hay cierta suerte. Tampoco suele bajar de cero, aunque ya hemos llegado a menos tres. Lo cierto es que me gustan los inviernos y el frío. Me gusta sentir el aire gélido en la cara y llegar a alguna cafetería, pedir un té y calentar las manos apretando la taza.

Recuerdo el frío en Göteborg, que tiñó de blanco toda la ciudad a las pocas horas de aterrizar mi vuelo en un aeropuerto con una terminal como un pequeño almacén de un polígono industrial: en esa ciudad tomé mi primer vino caliente y no recuerdo el sabor, sólo el calor en las manos. Recuerdo también que en Groningen, al volver de montar en bicicleta y de pasear sobre un lago tan helado como los canales de la ciudad, en los que dormían barcos perennes, los pies dolían frente al radiador: las sonrisas estaban presentes, sí, pero en los pies se notaban pinchazos en cada milímetro. Todo iba entrando en calor poco a poco y el dolor causado por el contraste era ciertamente desagradable, pero nada podía empañar la felicidad del momento. La juventud de entonces y las ganas con las que nos enfrentábamos a la vida y a las experiencias eran completamente distintas. Ahora no puedo decir que domine la calma, pero tal vez sí que la prudencia esté más presente.

El frío arrecia y la ciudad se cubre de una niebla que impide ver las plazas y los parques. Las luces de los tranvías se ven a lo lejos como si fueran quedándose obsoletas, como perdidas y, sin embargo, más necesarias que nunca. Incluso los pájaros en los árboles frente a mi ventana desaparecen entre el gris borroso. Es invierno ya en Zagreb, y hoy se certifica con la nieve que cae y va cubriendo poco a poco, muy poco a poco, las hojas de los abetos, los oscuros tejados. Un cuervo se posa sobre una de las ramas con dificultad y espera ahí, observa los copos precipitarse con calma hacia el suelo, ligeros pero contundentes, en ese revuelo desordenado, esa danza caótica de idas y venidas, arrastrados minúsculos puntos blancos por una leve brisa de aire.

Es curioso ese caer. Si se dirige la mirada hacia un punto concreto en el espacio la velocidad de los copos es considerable y, sin embargo, se dejan seguir con cierta facilidad con la vista si se presta algo de atención a unos copos concretos. Me sorprende esa dualidad en la nevada. No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi nevar en mi vida, pero sí la recuerdo en Salamanca. Era el año 2009 y C. me llamó al teléfono de la habitación: nevaba y ella nunca había visto nevar. Era temprano en la mañana y no tengo muy buenos despertares, así que le di las gracias y me volví a la cama. ¿Cómo no va a haber nevado nunca en Mérida?, le dije.

Me gusta la nieve, pero con contundencia, la que permite deslizarse a través de ella, bajando laderas una y otra vez. Me gusta, sobre todo, observarla, como hago ahora mientras lleno una y otra vez la taza con el agua recién hervida para que se disuelvan en ella los sabores y aromas de las hojas y frutas secas de las bolsitas de té, líquidos cálidos que vuelven a dejar poco a poco sabor en el paladar.

Tengo muy buenos recuerdos asociados con la nieve y con el frío. Imagino que más intensos por la falta de ambos elementos en las latitudes en las que más tiempo he vivido. Recuerdo los inviernos en Sevilla, en Zafra. Recuerdo el sur y mi sur, que no son el mismo, pero que de algún modo se parecen. A uno lo echo de menos cada cierto tiempo, aunque la costumbre hace que la morriña no sea nunca excesiva. ¿Dónde andas, galocho? Era la pregunta eterna de mi abuela J. y que siempre llevaba aparejada una respuesta irónica e insuficiente, pues casi siempre estaba en casa, pero nunca estaba en el hogar. Al otro sur creo que nunca he terminado de acostumbrarme. P. me diría que no he buscado la boca en esas calles, con esa forma tan propia que tiene de encontrar un refrán en cada situación: En Venezuela, comienza, se dice que quien quiere besar busca la boca. ¿Y si es verdad que no la he buscado? Siempre he tenido la boca buscada en otras latitudes, en otras calles, en otros climas.

A Zagreb no he venido a besar, sino a escribir, y, sin embargo, la ciudad me atrae hacia ella, ofreciéndome sus calles, sus árboles, sus secretos y ahora también sus nieves. Así que aquí me hallo, en este sur que está bastante al norte, pensando en los refranes venezolanos de P. y muy concretamente en uno que dice que no se puede estar buscando a dios y rogando no encontrarlo. Vine a buscar el invierno y la escritura, y aquí están. Todo lo demás quién sabe dónde queda.

 

 

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