domingo, 1 de noviembre de 2020

Croacia VI: Rovinj/Rovigno, una vida sobre el mar

Cuando le dije al tipo del alojamiento que me quedaba tres noches me miró extrañado. Primero pensé que no tenía ni idea de lo que vendía, luego ya supuse que era más bien que nadie esperaba una estancia tan larga en esta ciudad. Es agradable sí, pero en un rato y medio se ve, sobre todo si tenemos en cuenta que está casi todo cerrado.

Así que ayer sábado, con todo visto en Pula, puse rumbo a Rovinj/Rovigno, a unos 40 kilómetros desde la capital de Istria. Fue un absoluto acierto. Recorrer las calles del pueblo, empedradas, luminosas, alegres por sus formas más que por su vida, fue, seguramente, lo más entretenido de estos días en Istria. Entretenido por sorprendente, porque ni tenía intención al principio de visitar este lugar ni esperaba la imagen impresionante del pueblo subido sobre las rocas de la costa. No hay arena rodeando el pueblo, sólo rocas y rocas, pero el acceso al mar no es complicado, ya que hay bajadas y escaleras que ayudan a subir y bajar a los bañistas. Sólo a una señora vi atreviéndose a adentrarse en el agua. Iba con otra mujer de aproximadamente la misma edad, pero la segunda se quedó en la orilla, al cuidado de las cosas, tal vez. La primera, se desnudó y entró en el agua ayudándose de una de las barandas. Las vi cuando bajaba todo lo posible por las rocas hasta el mar y, a la vuelta, ya sólo se veía a la que esperaba junto a la entrada al mar. Desde arriba sí se divisaba una cabeza flotando en el agua, disfrutando del Adriático en la piel. Recordé otras costas y otros mares, la desnudez propia y la de M. en las costas almerienses o gallegas. Pensé en el pudor, tan absurdo y tan real, tan opresor o represor, tan capaz de anular voluntades, de crear miedos e inseguridades. Y también pensé en la expresión de “nadar y guardar la ropa”, y ahí estaban esas señoras, una nadando y la otra guardando la ropa. ¿Cuáles serían las razones de cada una para ocupar el puesto que ocupa?

Rovinj en croata, Rovigno en italiano, no puede evitar la comparación con la Toscana. Si Pula parecía Italia, Rovinj lo parece aún más. Es increíble cómo tenemos una serie de ideas preconcebidas sobre los lugares, cómo relacionamos ciertas imágenes con unos lugares y no con otros. Qué idea más absurda la de las fronteras, y qué real también, como el pudor. Las calles estrechas, empinadas, las fachadas descuidadas, las contraventanas abiertas al mar y al aire de la vida, la ropa tendida entre las casas, haciendo de éste un lugar habitable, mucho más que para los turistas, para quienes se atreven a vivir aquí nueve meses sólo entre ellos, sin quienes vienen de fuera a interrumpir su calmadísima vida. Las calles estrechas que no tienen salida, que sólo llevan a casas, las que sólo llevan al mar, las terrazas sobre el agua… imagino a los pescadores en la noche, de madrugada, yendo o volviendo de trabajar, con sus aperos entre esas calles… imagino a los niños que hayan crecido en lugares como éste, marineros sin buscarlo, capitanes de barcos de juguete con inercia a la autenticidad. ¿Serán distintos los juegos de estos niños? En el mar, un hombre salta de barcaza en barco hasta llegar al lugar que busca, ayudado con una especie de lanza, se acerca los vehículos al punto en el que se encuentra. Otros tienen que pisar tu barco para llegar al suyo y, de algún modo extraño, eso me hace pensar en la hermandad que conlleva el mar. Ahí uno está solo, o lo estaría, si no fuera por otros como él. Qué lugar tan duro y atrayente.

En lo alto de la pequeña península en la que se encuentra Rovinji/Rovigno, la iglesia de Santa Eufemia, con sus puertas de frente al mar. Se cree que esta basílica alberga la mayor parte de los restos de la mártir, venerada no sólo por la iglesia católica, sino también por la ortodoxa.

Volviendo de la iglesia, paré con un vendedor ambulante al que le compré un queso con trufas, muy típicas de la zona. Hablamos en italiano – él – y en esa mezcla entre italiano real, italiano inventado y español – yo – que se da cuando dos personas quieren entenderse. Le pregunté si era italiano, que había oído que en la zona había muchos. Me dijo que no, que era “de aquí” y que “aquí” todo el mundo hablaba italiano, pero que nadie lo usaba en su día a día. No tardó, sin embargo, la ciudad en contradecirlo. Poco más adelante, dos niñas en patinete, probablemente hermanas, iban hablando esa lengua latina. Podrían no ser de allí, es cierto, y lo pensé, pero al poco, una familia que hablaba croata, paró a una señora mayor por la calle, de éstas que pasean su pueblo sin prestar atención a los turistas, y la conversación se desarrolló íntegramente en italiano. Luego, la familia siguió con su lengua eslava tan ricamente. También se escapó de alguna de las casas, durante la preparación de la cena, alguna frase en italiano que, en el silencio de las piedras – y a pesar del horroroso ruido que hace una de mis botas al caminar – era imposible no escuchar. Se habla italiano y se usa, tal vez no mucho, pero la cultura italiana y la influencia de la lengua no se pueden obviar desde el mismo momento en el que entras en cualquier lugar y te saludan con un consuetudinario ciao. Es hermoso cuando las lenguas conviven sin odiarse.  

Me volví a Pula en el bus, entre campos y campos de olivos y echando de menos la moto que dejé en casa. Ella y yo tenemos un proyecto y muchas cosas que contarnos. Habrá que esperar aún un poco.  

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