Junto al río Cachapoal, cerca de Rancagua, se extiende una
impresionante reserva natural bastante agradable. Desde los senderos, rodeados
de arbustos típicos de la precordillera chilena, se ven montañas y montañas detrás
de las montañas. Las primeras, escarpadas y rocosas, aparecen delante de los
picos nevados que dejarán caer sus aguas a medida que vaya terminando el
invierno austral. Sólo la casualidad nos ha traído hasta aquí: nuestra
intención era subir hasta Sewell, un poblado minero a 2 200 metros de altitud y
al que, nuestro gozo en un pozo, sólo se puede acceder a través del autobús
turístico que pone la compañía propietaria de los terrenos encargada de la
extracción del cobre en la zona. Para llegar a la Reserva Natural Río Cipreses
es necesario circular por una carretera de tierra y piedras durante unos
cuantos kilómetros y salir de la civilización. Parece imposible que a no tantos
kilómetros se encuentre la megalópolis Santiago. No tantos kilómetros en escala
chilena, por supuesto, porque desde Melipilla han sido unas dos horas de trayecto.
Está claro que lo más impresionante de Chile son sus paisajes,
que haya cordilleras por todas partes, que mires donde mires, aparezca una
montaña elevándose sobre el cielo, con o sin nieve: al oeste, el mar, siempre
el mar, al este, siempre la montaña. Como es invierno y ha llovido poco, los ríos
bajan con poca agua. En primavera y verano las cascadas serán mayores, las
escorrentías aparecerán por esta zona y el sonido del agua acallará un poco el
piar de cientos de loros tricahue, que son los animales que más se han dejado
ver en la reserva.
Sustituido el primer plan del día, tomamos la carretera de
vuelta en dirección a las Termas de Cauquenes, justo al otro extremo de la
carretera terrosa que nos ha traído hasta aquí. El edificio, como muchísimas
cosas en Chile, ha vivido tiempos mejores. Se ve que fue lujoso y acogedor, aunque
lo segundo lo sigue siendo. Aún concede al visitante la paz que seguramente encontraron
aquí los jesuitas cuando se adueñaron del lugar a mediados del siglo XVII. Aquí,
junto al mismo río Cachapoal, las termas más antiguas del país son un remanso para
el descanso y la relajación. El comedor ofrece un menú escueto pero asequible y
razonablemente bueno en un espacio que recuerda a los salones de los balnearios
de las novelas europeas desde el XVIII hasta principios del XX. Uno puede imaginar
perfectamente a Thomas Mann entrando en la sala en busca de su mesa, seguramente
junto a una de las ventanas que se asoman hacia al valle y el cerro del otro
lado. En cuanto a las termas… una tina de mármol en una salas individuales, cada uno con su
propia sala y su propia tina: un espacio de absoluta soledad temporal. Es lo más
parecido a un baño caliente al llegar a una casa vacía, pero dentro de una
estética que no corresponde con la actualidad. Las salas con las tinas se
encuentran distribuidas a los dos lados de un ancho pasillo que más se asemeja
a la nave central de una iglesia que a un balneario, como si realmente allí
tuviera lugar algo místico. Al pasillo se accede bajando varios tramos de escaleras
desde donde se situaría el altar mayor en esa hipotética iglesia, en la parte
superior hay incluso galerías que dan a la nave y, al fondo, una puerta con cristales
de colores da salida a un balcón que se abre de nuevo al río y a los árboles.
Los fríos adoquines del suelo y las puertas de madera blanca son antiguos, nada
parece aquí corresponderse con el año en el que estamos y, sin embargo, tal vez
sea eso mismo lo que lo hace a uno desconectar del todo: ni este espacio ni
este tiempo.
En el camino de vuelta, J., que es el único chileno de esta
jornada y el conductor del coche en el que vamos F. y yo, mira al rojísimo cielo
y comenta que en su pueblo, cerca de Temuco, se dice que, cuando el sol alumbra
hacia atrás, el siguiente día es caluroso. Veremos si es cierto.
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